miércoles, 9 de febrero de 2011

Amistad



Casi nunca en la vida llegas a darte cuenta de lo que tienes hasta que te falta. Esto es así con todo, desde la electricidad hasta el amor más romántico y apasionado que hayas tenido la suerte de vivir.  También afecta a la amistad: no te das cuenta de lo que es hasta que te faltan tus amigos, bien porque ellos se han ido o porque tú lo has hecho. Entonces tienes todo el tiempo del mundo para ti, solo para ti, y no te queda otro remedio que reflexionar.

¿Qué es la amistad?
No es simplemente solidaridad entre vecinos, camaradería entre compañeros de trabajo o familiaridad entre personas que las circunstancias de la vida han puesto juntas. Es algo más. Pero tampoco llega a ser amor, que quiere la fusión con la persona amada. ¿Qué es entonces? Al estar situada entre dos ámbitos de relación entre personas, la camaradería y el amor, la amistad se desdibuja, una y otro le comen su terreno, la hacen difícil de delimitar.
  
La ciencia ha recurrido muchas veces a modelos animales para investigar asuntos relacionados con la propia naturaleza humana. Voy a usar ese abordaje, preguntándome  si es posible la amistad entre un humano y un animal. Con el recurso a los animales se eliminan de entrada las ambigüedades que se presentan en el lado de la amistad que limita con el amor, ya que, salvo en el caso muy poco frecuente de zoofilias, el amor entre humano y animal es imposible.
Por eso la pregunta puede concretarse más, con la siguiente formulación: en las relaciones entre un humano y un animal, ¿puede haber algo más que el interés o la costumbre de estar juntos?

Nuestro perro Paco
En el caso de los perros, creo rotundamente que sí. He tenido perros toda mi vida, y cualquiera con esta experiencia coincidirá conmigo. Algo parecido sucede con los gatos, aunque en estos últimos la anatomía de los músculos del rostro es más simple, lo que les hace más difícil que a los perros expresar con gestos sus emociones. Pero no en balde a unos y otros se les llama animales de compañía. Transmiten a sus dueños, en los gatos a través de la mirada, en los perros además mediante un  rostro muy expresivo y todo un cuerpo hecho lenguaje, afecto y la satisfacción que les produce estar con ellos.

Recuerdo a mi perro Remo. Se pasaba las tardes de invierno echado junto a mí, dormitando, mientras que yo escribía o estudiaba en mi mesa de trabajo. De vez en cuando yo lo miraba, como podía mirar por la ventana. Casi siempre me encontraba con sus ojos fijos en mí, y lo que expresaban era afecto y gusto de estar allí, conmigo. Sospecho que él abría los ojos precisamente cuando yo lo miraba. ¿Transmisión telepática? Quizá.
Mi perro Remo

Pero perros y gatos son animales cuya especialidad evolutiva es vivir al amparo de los humanos. ¿Qué sucede con los animales salvajes, que no tienen habitualmente relación con nosotros?
Mi amigo Pudú
En Chiloé vivo en un territorio bastante apartado. Abundan los pudúes y hay zorritos y gatos salvajes (uiñas). En una zona por la que paso habitualmente vive un machito pudú al que hace ya meses encontré por primera vez y pude fotografiar mientras huía. Hace unas semanas tuve un segundo encuentro con él, que casi fue un encontronazo, pues él salía de una huella entre las quilas que venía a confluir con el sendero por el que yo caminaba. El caso es que los dos nos paramos y quedamos mirándonos a pocos metros de distancia, primera cosa extraña en un pudú, que habitualmente huye cuando te encuentra y se esconde en el matorral o en el bosque. Allí permanecimos durante varios minutos mientras que yo, con movimientos lentos, lo fotografiaba cuanto quería. Nos mirábamos y yo tenía la sensación de que nos estábamos comunicando de alguna forma misteriosa. Hasta que me cansé, y nada más reiniciar yo mi camino, él  salió huyendo.

Los chivos cimarrones de Duhatao
En esa misma zona vive un par de chivos que se han asalvajado. Formaban parte de una piara que pastaba allí, entre barrancos, en el mismo borde del mar. Cuando el dueño la vendió, ellos dos no se dejaron coger, y allí permanecen. Las primeras veces que los encontré huían cuando me veían de lejos, escondiéndose entre los matorrales. Ya no lo hacen. Cuando me ven, guardan una distancia prudente, pero se quedan parados, mirándome con curiosidad, y hasta puedo levantar el brazo bruscamente o gritarles “buenas tardes” sin que se asusten. A este ritmo llegará un momento en que podré acariciarle los cuernos al más viejo, que parece todo un Mefistófeles.

¿Qué conclusiones saco de estas experiencias en relación con la naturaleza de la amistad?
Pues que una nota de la amistad, quizá la más básica, es la capacidad de estar junto a tu amigo y compartir con él, desinteresadamente, sentimientos, vivencias, puntos de vista, discrepancias, simple presencia silenciosa. Tiempo de vida, en definitiva, sin otra pretensión que la de compartirlo. Vivir junto al amigo el transcurrir, sin más, y sentirte a gusto haciéndolo, sentirte acompañado. Esto, aunque parezca sencillo, es difícil, tanto más cuanto más introvertido eres, o por el otro lado, cuanto más dominante. Y hace de la amistad algo que vas entendiendo y apreciando más a medida que te vas haciendo viejo.
Ese transcurrir del tiempo que compartes en la amistad es el mismo transcurrir que sentirías si tus sentidos te permitieran percibir que das vueltas por el espacio en un tiovivo llamado Tierra, y que por las noches sin nubes tienes una ventana abierta a todo el firmamento, al que vas dejando atrás a medida que avanzas veloz hacia el Este. También es el mismo que descubres cuando te despiertas por la mañana y te percatas de lo lejos que ha quedado ya la noche anterior. Y el que te sobrecoge cuando intentas recordar con precisión pequeños detalles de tu infancia. Transcurrir del tiempo, de tu tiempo, desgrane de tu vida, que va cayendo suavemente desde el lado de arriba al de abajo del reloj de arena de tu existencia.
En definitiva, como los humanos somos sobre todo tiempo de vida, memoria del pasado y anticipación del futuro, más que masa o espacio, cuando tú compartes este tiempo tuyo pacíficamente en la amistad con otra persona, estás abriéndole al amigo una puerta desinteresada a lo más esencial de ti mismo. La misma que él te está abriendo a ti, porque no puede haber amistad sin reciprocidad. Lo hacéis generosamente, sin propósitos previos. En este desprendimiento mutuo radica la fuerza suave y subterránea de la amistad.

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