viernes, 29 de julio de 2011

Monjes y ermitaños (1).- Las razones de esta serie

Ya anuncié en mi entrada del 29 de junio mi intención de iniciar una serie sobre los monjes Cartujos. Pero ¿a quién puede interesarle hoy, en el mundo trepidante en que vivimos, algo así?  Yo creo que a mucha gente, quizá a todo el mundo, porque se trata de una interesantísima aventura humana. La cuestión está en escribirla bien, sin espantar a los lectores. Eso será lo que intente.

La década de los 1960 estuvo llena de acontecimientos extraordinarios, difíciles de olvidar. Yo recuerdo el día en que el astronauta Amstrong pisó la Luna, y aquel otro, tan trágico como el 11S, en que mataron a Kennedy. También el terremoto que asoló a Chile, lo cerca que se estuvo de una guerra mundial con la crisis de los mísiles en Cuba, la guerra del Vietnam y la primera reacción pacifista de alcance mundial que provocó, el movimiento hippy. Tampoco he olvidado al estrangulador de Boston, que mató a 13 mujeres, en un caso singular de doble personalidad. Ni el asesinato de Martin Luther King o la muerte en Bolivia del Ché. Aunque pasaron muchas cosas más de primera importancia.

Para mi desenvolvimiento personal fue también una época decisiva. Transcurrieron en los 60 mis años de universidad, en Madrid, muy lejos de mis padres y de todo lo que había sido mi vida hasta entonces. Me enamoré de verdad por primera vez, un amor platónico, irremediable e irresistible, correspondido por una mujer maravillosa y que culminó en una separación forzada por los que manejaban la voluntad de ella, tan trágica como la que se intentó con Romeo y Julieta, aunque en nuestro caso solo murieron las almas, que afortunadamente siempre son capaces de resucitar. Quizá como consecuencia de todo esto me salió a la luz una vena mística que me había acompañado, de modo más o menos subterráneo, desde mi infancia, cuando los jesuitas me enseñaron a experimentar lo que llamaban “la presencia de Dios”, siempre inesperada y sobrecogedora. Durante toda mi vida he buscado en los libros las soluciones a mis problemas, siendo ésta una limitación fundamental de mi carácter. De manera que, lleno de nostalgias amorosas, empecé a ratonear en textos que trataban lo místico; la literatura española no solo no está falta de ellos, sino que tiene a cumbres planetarias como Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, a los que empecé a leer por entonces. Tardé muchos más años en conocer al gran Miguel de Molinos.

En tales circunstancias tuvo lugar por casualidad, como siempre sucede, un acontecimiento decisivo: cayó en mis manos un ejemplar de un libro extraño y hermoso que se llamaba “Estampas cartujanas”, escrito por un periodista de Bilbao, Antonio González, en el que trataba de la vida de los monjes cartujos del Monasterio de Santa María de Miraflores, en Burgos. Lo leí de un tirón y me fascinó. Sentí el deseo de conocer mejor a los cartujos, casi sentí, ¿por qué no?, una inclinación a considerar la posibilidad de hacerme monje. De manera que le escribí al padre prior de la Cartuja de Burgos, exponiéndole mis inquietudes y pidiéndole que me permitiera hacer vida con ellos durante algunas semanas. Me contestó enseguida, una carta amable en la que me indicaba que los cartujos tenían como norma no aceptar más visitantes que los que quisieran conocer mejor la orden ante la posibilidad de integrarse en ella, y que si estas eran mis circunstancias me esperaban tal día a tal hora para pasar dos semanas en la Cartuja.

Eso hice. Una tarde cogí el tren en la estación del Norte de Madrid con dirección a Burgos. Iba un poco asustado y conmovido. Era ya de noche cuando en mitad de la estepa castellana, en una pequeña estación sin nombre, subió al tren un pastor que se sentó a mi lado. El hombre se durmió enseguida con la cabeza apoyada en mi hombro, olía a ovejas y a romero y a sierra, yo no me atreví a despertarlo. Poco después llegamos a Burgos, me bajé del tren y el pastor siguió su rumbo hacia ninguna parte. Un taxi me llevó hasta el monasterio, en las soledades del campo, entre pinares. Me dejó en la puerta oscurísima de aquella noche sin luna. Todo era silencio. Toqué la campana de la entrada y el que tenía que abrirme tardó mucho tiempo en llegar.
Puerta de la Cartuja de Miraflores, con la iglesia al fondo

En esta serie contaré toda mi experiencia en la Cartuja, que me marcó para siempre. Reflexionaré también sobre esa gente que decide huir del ruido del mundo en busca de un silencio que le facilite encontrar a Dios, o en el caso de un agnóstico, a ese misterio inefable, sin respuestas prefabricadas, que todos los humanos necesitamos, en algún momento de nuestras vidas, con una urgencia inextinguible. 

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