sábado, 13 de septiembre de 2014

SENTIMIENTO DE CULPA

Sigmund Freud en 1921, a los 65 años,
fotografiado por su yerno Max Halberstadt
¿Culpable o inocente?

Cada uno de nosotros camina su vida con esta antinomia terrible a cuestas, cargada sobre sus espaldas, como Simbad el Marino caminaba la suya atrapados sus hombros entre las piernas del Viejo del Mar.

Así viajas, sometido a un permanente juicio moral por el tribunal que se alberga dentro de ti mismo.

Y es que Yo, Tú, Él o Ella, cualquiera de nosotros, no estamos nunca solos. Si el increíble Hulk, el Id freudiano, ese monstruo insaciable y perverso, habita las mazmorras de nuestro subconsciente, el diabólico Superego, encaramado en lo más alto de cada uno de nosotros mismos, expresa continuamente su voluntad despótica de dirigirnos, esclavizarnos, enjuiciarnos y, finalmente, condenarnos. Porque en los procesos a los que continuamente nos somete Superego, casi nunca nos sorprende con un veredicto de inocencia. Culpable, culpable, culpable, eso es lo que Tú, miserable ser humano, estás condenado a ser. Culpable de nacimiento, qué digo yo, eres culpable incluso antes de haber nacido, cuando tu madre te parió al mundo ya venías con la marca de la culpa grabada a fuego en lo más esencial, que es lo más tierno e inocente, de ti mismo.

Pero ¿qué hace tu Ego, tu Yo personal, esa criatura casi perfecta hecha de razón y emoción, de inteligencia y pasión, por qué no se rebela contra tanta esclavitud?

No lo sabes. Quizá es que tu vida, en lo esencial, sea un continuo empujar con cada uno de tus dos brazos cansados esas paredes de piedra, Id y Superego, que se cierran sobre ti amenazando con aplastarte. ¿Acaso serías algo sin ellas?

Tampoco lo sabes. En cualquier caso, lo que sí tienes claro es que lo único que puede salvarte de estas amenazas que te constituyen desde las fronteras de ti mismo, es tu profunda, intocable, indestructible, libertad interior.

Esa libertad interior que es un hueco, un vacío, en tu mismísimo centro. Y que está siempre esperando a ser conquistada y ocupada por lo único que puede hacerlo: un milagro, una sorpresa, el nacimiento de algo nuevo.


Un chispazo capaz de provocar un incendio, el fuego de Heráclito, dentro de ti. 

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