jueves, 26 de marzo de 2015

Orientia tsutsugamushi

La vida de cualquiera de nosotros es una concatenación de acontecimientos fortuitos, algo así como una casa (o una cueva en lo más hondo o un nido en lo más alto) que uno va construyéndose desde que nace hasta que muere, y de la que esos acontecimientos fortuitos van siendo el armazón.

Llevo más de un mes sin escribir en mi blog. Es porque un par de esos acontecimientos fortuitos ha terminado doblando mi vida,  todavía no sé en qué dirección.

El primero de estos acontecimientos está relacionado con la Rickettsia que me infectó en Chiloé justo antes de volver a España. Mis médicos intentaron darle nombre, sin éxito. Las pruebas inmunológicas contra las Rickettsias más habituales en América y Europa dieron resultados negativos. Bicheando por Internet, mi médico encontró un paper  sobre una infección producida por una Rickettsia que, aunque muy extendida en Asia extremoriental y Oceanía, nunca se había detectado en otras partes del mundo, incluyendo Sudamérica. Su nombre era Orientia tsutsugamushi y causaba la llamada “fiebre de los matorrales” en muchos países asiáticos, dándose allí hasta un millón de casos de infección anuales.  Pero lo interesante es que en el paper en cuestión, escrito por un equipo conjunto de médicos chilenos y norteamericanos, la infección se había producido en Chiloé y la víctima había sido un ecólogo norteamericano que había estado desarrollando trabajos de campo en los bosques de la isla grande.

Los síntomas de la Rickettsia que me infectó eran muy parecidos a los del caso descrito para Chiloé y diferentes a las rickettsiosis conocidas en Europa, sobre todo por la mácula de un color casi negro, muy aparente, producida en el punto de la piel en que picó el ácaro transmisor de la bacteria.

Ante este conjunto de referencias cruzadas, me construí enseguida una historia maravillosa que podría ser cierta aunque de ninguna manera está probada: la Orientia tsutsugamushi de Chiloé  pudo viajar hasta allí con los primeros habitantes humanos que le llegaron desde Beringia, en una migración a lo largo del litoral sudamericano del Pacífico que duró 5.000 años, un tiempo muy corto según los arqueólogos. Y es que los humanos, cuando hemos emprendido grandes migraciones, lo hemos hecho siempre acompañados de nuestros parásitos y nuestras enfermedades. Hasta es posible que rickettsiosis como la producida por O. tsutsugamushi sean endémicas en Chiloé y otros territorios boscosos y poco poblados del Sur de Chile. En Duhatao, donde yo vivo, hasta hace unos veinte años llegar hasta el hospital más próximo, en Ancud, costaba un día en verano y dos en invierno, por un camino infernal. Los campesinos desconocían la asistencia médica y se curaban a sí mismos con pócimas naturales y mucha fortaleza de ánimo. Sé de un vecino mio que siendo joven se cortó la palma de la mano con un machete y para frenar la hemorragia se cauterizó la herida con una moneda puesta al fuego. En estas circunstancias, la presencia de rickettsiosis podía pasar desapercibida para las autoridades médicas.

Todo esto me interesó y abrió las puertas de mi fantasía. Imaginé que Chiloé me había dado un último regalo: una prueba más, al menos un indicio, que apoyaba el origen siberiano de los primeros habitantes de América. Y más concretamente de los williches de Chiloé.

Cuando mi rickettsiosis estuvo curada, el médico internista que me atendía quiso hacerme un TAC de control, porque los daños visibles en la superficie de mi cuerpo habían sido extraños, nuevos para él: no solo la mácula de color muy oscuro y aspecto siniestro en el punto en que el ácaro vector me picó, sino una amplia zona de la piel que rodeaba a la mácula y había enrojecido de modo uniforme, como si hubiera sufrido una insolación.

El TAC, inesperadamente, descubrió un pequeño nódulo en mi pulmón derecho, que examinado más a fondo ha resultado ser un carcinoma. Naturalmente que no hay relación causal entre la rickettsiosis y el tumor. La relación es totalmente fortuita. Pero el caso es que sin el episodio de la rickettsiosis yo no me hubiera hecho un TAC, y sin el TAC no se habría descubierto el nódulo tumoral en una fase muy temprana y por tanto con posibilidades  altas de curación.

¿Qué pienso de todo esto?

Como mínimo, que voy a tener una oportunidad de neutralizar ese carcinoma de pulmón en sus estadíos iniciales gracias, finalmente, a un acontecimiento fortuito, la infección por una rickettsia en Chiloé, quizá Orientia tsutsugamushi, de origen asiático.

Como máximo, dando un triple, fantástico salto mortal con el que escaparme de la prisión racional en la que vivo habitualmente, podría llegar a pensar que ha sido Chiloé  quien ha querido advertirme de la presencia de ese tumor en mis pulmones a través de un lenguaje indirecto, la infección por una Rickettsia y algunas decisiones médicas que la siguieron.

No encuentro justificación alguna que me permita a mí, un hombre razonable, de temperamento científico, escaparme de la hipótesis mínima y abrazarme a la máxima.

Pero la máxima no es en verdad una hipótesis, sino un sentimiento. Nada menos que un sentimiento.


Y de sentimientos está hecha buena parte de esa armazón escondida que mantiene en pie el complejo y disparatado edificio de nuestras vidas.

domingo, 15 de marzo de 2015

El último día de mi vida

Cada nuevo día que amanece es el último día de mi vida.

Último, sí, en el sentido del recién llegado, el nuevo, el que está todavía por interpretar y por vivir, aquél cuya crónica no se ha escrito aún.

Pero último, también, porque es mi día más viejo, aquél en el que yo debería ser capaz de aplicar todo lo que la vida me ha enseñado, tanto más cuanto más viejo soy o más en peligro me encuentro.


Esta doble condición de mi último día, la de la juventud y la vejez, el nacimiento y la consumación, lo llena de belleza y lo dota de un sentido profundo. 

Tan próximo como lo muestra a lo esencial de mi entera naturaleza humana. Porque soy a la vez, simultáneamente y en cualquier sitio, promesa y cumplimiento.