La vida de cualquiera de nosotros
es una concatenación de acontecimientos fortuitos, algo así como una casa (o
una cueva en lo más hondo o un nido en lo más alto) que uno va construyéndose
desde que nace hasta que muere, y de la que esos acontecimientos fortuitos van
siendo el armazón.
Llevo más de un mes sin
escribir en mi blog. Es porque un par de esos acontecimientos fortuitos ha
terminado doblando mi vida, todavía no sé en qué dirección.
El primero de estos acontecimientos está relacionado con
la Rickettsia que me infectó en Chiloé justo antes de volver a España. Mis
médicos intentaron darle nombre, sin éxito. Las pruebas inmunológicas contra
las Rickettsias más habituales en América y Europa dieron resultados negativos.
Bicheando por Internet, mi médico encontró un paper sobre una infección producida por una Rickettsia que, aunque
muy extendida en Asia extremoriental y Oceanía, nunca se había detectado en
otras partes del mundo, incluyendo Sudamérica. Su nombre era Orientia tsutsugamushi y causaba la
llamada “fiebre de los matorrales” en muchos países asiáticos, dándose allí hasta
un millón de casos de infección anuales.
Pero lo interesante es que en el paper
en cuestión, escrito por un equipo conjunto de médicos chilenos y
norteamericanos, la infección se había producido en Chiloé y la víctima había
sido un ecólogo norteamericano que había estado desarrollando trabajos de campo
en los bosques de la isla grande.
Los síntomas de la Rickettsia que
me infectó eran muy parecidos a los del caso descrito para Chiloé y
diferentes a las rickettsiosis conocidas en Europa, sobre todo por la mácula de
un color casi negro, muy aparente, producida en el punto de la piel en que picó
el ácaro transmisor de la bacteria.
Ante este conjunto de referencias
cruzadas, me construí enseguida una historia maravillosa que podría ser cierta
aunque de ninguna manera está probada: la Orientia
tsutsugamushi de Chiloé pudo viajar
hasta allí con los primeros habitantes humanos que le llegaron desde Beringia,
en una migración a lo largo del litoral sudamericano del Pacífico que duró
5.000 años, un tiempo muy corto según los arqueólogos. Y es que los humanos,
cuando hemos emprendido grandes migraciones, lo hemos hecho siempre acompañados
de nuestros parásitos y nuestras enfermedades. Hasta es posible que
rickettsiosis como la producida por O.
tsutsugamushi sean endémicas en Chiloé y otros territorios boscosos y poco
poblados del Sur de Chile. En Duhatao, donde yo vivo, hasta hace unos veinte
años llegar hasta el hospital más próximo, en Ancud, costaba un día en verano y
dos en invierno, por un camino infernal. Los campesinos desconocían la
asistencia médica y se curaban a sí mismos con pócimas naturales y mucha
fortaleza de ánimo. Sé de un vecino mio que siendo joven se cortó la palma de
la mano con un machete y para frenar la hemorragia se cauterizó la herida con
una moneda puesta al fuego. En estas circunstancias, la presencia de rickettsiosis podía pasar desapercibida para las autoridades médicas.
Todo esto me interesó y abrió las
puertas de mi fantasía. Imaginé que Chiloé me había dado un último regalo: una prueba más,
al menos un indicio, que apoyaba el origen siberiano de los primeros habitantes
de América. Y más concretamente de los williches de Chiloé.
Cuando mi rickettsiosis estuvo
curada, el médico internista que me atendía quiso hacerme un TAC de control,
porque los daños visibles en la superficie de mi cuerpo habían sido extraños,
nuevos para él: no solo la mácula de color muy oscuro y aspecto siniestro en el
punto en que el ácaro vector me picó, sino una amplia zona de la piel que rodeaba a la mácula y había enrojecido de modo uniforme, como si hubiera sufrido una
insolación.
El TAC, inesperadamente,
descubrió un pequeño nódulo en mi pulmón derecho, que examinado más a fondo ha
resultado ser un carcinoma. Naturalmente que no hay relación causal entre la
rickettsiosis y el tumor. La relación es totalmente fortuita. Pero el caso es
que sin el episodio de la rickettsiosis yo no me hubiera hecho un TAC, y sin el
TAC no se habría descubierto el nódulo tumoral en una fase muy temprana y por
tanto con posibilidades altas de
curación.
¿Qué pienso de todo esto?
Como mínimo, que voy a tener una
oportunidad de neutralizar ese carcinoma de pulmón en sus estadíos iniciales
gracias, finalmente, a un acontecimiento fortuito, la infección por una
rickettsia en Chiloé, quizá Orientia
tsutsugamushi, de origen asiático.
Como máximo, dando un triple,
fantástico salto mortal con el que escaparme de la prisión racional en la
que vivo habitualmente, podría llegar a pensar que ha sido Chiloé quien ha
querido advertirme de la presencia de ese tumor en mis pulmones a través de un
lenguaje indirecto, la infección por una Rickettsia y algunas decisiones médicas que la siguieron.
No encuentro justificación alguna
que me permita a mí, un hombre razonable, de temperamento científico, escaparme de la hipótesis mínima y
abrazarme a la máxima.
Pero la máxima no es en verdad
una hipótesis, sino un sentimiento. Nada menos que un sentimiento.
Y de sentimientos está hecha buena parte de esa armazón escondida que mantiene en pie el complejo y disparatado
edificio de nuestras vidas.