sábado, 31 de diciembre de 2011

Nochevieja del 2011

2012 es el nuevo año que llegará en unas horas, cuando 2011 se convierta para siempre en un año más y menos de vida. Las doce campanadas de la Nochevieja marcarán el momento del tránsito. El vértigo que todo esto me produce es una variante divertida del miedo.

Durante el 2011 mi tiempo ha corrido fugaz. Hoy me doy cuenta, súbitamente, que ese tiempo  ya se me ha ido, aunque conserve sus restos en mis memorias.

Goya (1819).- Saturno devorando
a sus hijos.
¡Maldito sea el tiempo! Hoy es la única noche del año en que me permito esta blasfemia. Antiguamente los amos marcaban a sus esclavos en la cara con un hierro candente. Hoy el viejo dios Crono, el griego, que es el mismo Saturno romano que devoró a sus hijos, sigue marcando mi esclavitud, como amo mio que es, con las campanadas de la medianoche.

No voy a ponerme trágico. Lleno mi copa con un  buen vino. La Nochevieja tiene, como la Luna, dos caras. Está la que ya se va, el 2011, pero va a llegar la que todavía se nos oculta, el 2012.  Que éste nos traiga esperanza, soluciones, buenos propósitos y un poco más de amor, si ello es posible. ¡Brindo por todo eso!

Pero esta no es mi noche.  La Nochevieja es el cumpleaños del mundo.

¡HAPPY BIRTHDAY TO THE WORLD, TO ALL OF YOU!...

viernes, 30 de diciembre de 2011

Aullido

Muchas veces uno no sabe dónde está el límite entre la culpabilidad y la inocencia, la maldad y la bondad. Por naturaleza, estos límites son difusos, dependen mucho del punto de vista del que enjuicia un hecho. Mientras que las grandes maldades o bondades muestran su condición de tales sin ambigüedad, las pequeñas, esas que llenan nuestras vidas diarias y son las que definen las fronteras entre lo rechazable y lo aceptable, son escurridizas. Lo que a mi me parece malo a ti puede parecerte inocente, lo que a tí inaceptable a mí inofensivo. Son estas ambigüedades cotidianas las que pueden amargar nuestras vidas, generando conflictos tanto más difíciles de resolver cuanto más nimios, porque dado lo ancho de la zona de incertidumbre, los dos que pelean suelen tener razón, aunque estas razones sean exactamente opuestas.

Pequeñeces de los humanos. Pero es que los humanos somos poca cosa. Las diferencias de opinión entre dos personas que se quieren, incluso que simplemente se respetan, no deberían terminar nunca mal. Ni siquiera deberíamos gruñirnos o ladrarnos por causa de ellas. Mucho menos volvernos la espalda.

Ya sé que es fácil decirlo, pero también es oportuno recordarlo. Al fin y al cabo, casi todo lo que nos desune estando muy próximos puede resolverse con un simple, silencioso abrazo. 


miércoles, 28 de diciembre de 2011

El muro gris

Algunos días hubiera sido mejor que no te hubieras levantado, que ni siquiera te hubieras despertado, casi casi que no hubieras ni nacido. Nada más abrir los ojos, en la oscuridad de la madrugada, sin que llegues a ver otra cosa que algunas sombras familiares, ya presientes que este va a ser uno de esos días en los que te visita la tía Angustia. Sientes fugazmente el miedo aleteando como un murciélago por el techo de tu habitación, pero eso es todo.


Luego, a lo largo de ese día tristón, lo que se va desgranando, o desangrando, ¡qué extraño!, las mismas letras dispuestas en un orden distinto, en lo hondo de tu sensibilidad, es la desesperanza.


Te apetecería escuchar una melodía triste y bella, pero no consigues recordar cuál. ¡Diablos!, te sucede que lo que ves habitualmente como lleno de posibilidades y oportunidades lo ves hoy lleno de decepciones y fracasos. Mires donde mires, solo encuentras un muro gris y sucio delante de ti. Te das cuenta del pedazo de pobre hombre que eres. Intentas que ya que la esperanza se ha ido, prevalezca en ti la sensatez. Te esfuerzas por convertir el sermón con el que te acosa la decepción en una lección de humildad, por aceptarte como un desgraciado más, sin autocompadecerte, con la lucidez como única compañera.
Ernesto Berra (1999).- Muro gris verdoso

En cualquier caso, mañana será otro día. Le pides a tu ángel protector que esta noche que viene tengas buenos sueños. Sabes que mientras duermes estás construyendo la cabaña en la que vivirás el día que sigue. Por eso te deseas a ti mismo descanso, nada más.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Gente de la mar (9).- Contrabando de hombres (2004)

Slimane no es joven, tiene cincuenta y cinco años, tres hijos y dos hijas. También tuvo hasta hace poco una mujer, Aicha, a la que quiso siempre con toda su alma y que se le ha muerto. Azares de la vida, que Dios la tenga en su gloria, inchallah. Los tres hijos varones de Slimane trabajan y viven en Barcelona, donde han ido emigrando por la vía de los desembarcos clandestinos en la costa española del Estrecho. Uno de ellos ya ha conseguido papeles, los otros dos siguen todavía ilegales, pero saldrán adelante, de eso Slimane está seguro, porque son buenos muchachos. Una de las hijas vive en Madrid con su esposo, tiene todos los papeles en regla, y ya le ha dado dos nietos. La otra sigue con Slimane en Tetuán, y acaba de casarse con Saad, un buen hombre que trabaja con Slimane en la pequeña carnicería que éste tiene en la medina, que ha sido siempre el sostén de su familia. 

Desde que murió su Aicha, Slimane no deja de pensar que su vida no está ya en Marruecos, sino en España. Su hijo el mayor le ha escrito que en Badalona podrá trabajar en alguna de las varias carnicerías marroquíes que hay abiertas, y luego, cuando consiga los papeles, podrá abrir la suya propia, allí o en Mataró, donde viven muchos compatriotas suyos. A Slimane le gusta ir por la tarde a un café de la plaza de Mohamed V y tomarse un té con los amigos, charlando de la vida y sus cosas. Todos le animan a que cruce el Estrecho, excepto el tonto de Abdul, que siempre ha sido un pesimista. Pero ¿cómo hacerlo? No se ve ya con edad para desembarcar de noche en una costa desconocida, donde como ya le ha pasado a muchos, puede ahogarse o ser capturado por la policía española. Alguien le ha aconsejado que vaya a Alcázar Seguer, un pueblecito pesquero situado en la costa marroquí del Estrecho, justo frente a Tarifa, y hable con uno al que le dicen Abdelkader el Tuerto. Y eso ha hecho, apalabrando con éste todo lo necesario para su marcha a España.

Un día de septiembre se ha despedido por fin de su hija y de su yerno Saad, entre muchas lágrimas. “Será por poco tiempo”, le ha dicho a la que siempre fue su niña pequeña, tan bonita, la luz de sus ojos. Pero sabe que no es verdad, lo ha dicho solamente por consolarla. Saad se ha quedado con la carnicería, y Slimane está seguro de que se abrirá paso muy bien, porque es un buen carnicero y un hombre amable con sus clientes, a los que nunca ha robado. Nadie más entre sus conocidos sabe que Slimane se va, excepto un taxista amigo de Saad, que lo ha llevado hasta Alcázar Seguer y ha prometido guardar el secreto.

El puertecito pesquero no es sino un sueño de tal, reducido a un espigón antiguo y roído por las olas, que se proyecta hacia el noreste desde la misma Punta Alcázar, donde desemboca un pequeño río. Hacia levante se extiende una playa, con casitas de veraneantes, cada año algunas más, La flota pesquera no es sino un conjunto de pequeños botes fondeados en el río o varados en la playa, que a fines del verano intentan pescar alguno de los grandes atunes rojos que vuelven desde lo más hondo del Mediterráneo hacia el Atlántico. Si capturan alguno no tienen capacidad para llevarlo hasta la playa, de manera que se lo suelen vender a los barcos españoles, más grandes, que pescan también por allí, hacia la medianera del Estrecho, donde las aguas ya no son de nadie.

Abdelkader el Tuerto espera a Slimane, según lo convenido, en un kiosquillo mugriento de la playa. Tras saludarse, beben una cola bajo un sombrajillo de hojas de palmera. Slimane no lleva ni siquiera una bolsa de viaje, para que nadie perciba nada extraño. Tal y como le ha indicado el Tuerto, va vestido con una camisa de cuadritos pequeños rojos y blancos, un pantalón azul de mecánico, cinturón y botas recias de cuero negro, chaleco grueso al brazo y un gorrito de punto cubriéndole la cabeza. Nada más. Lo más doloroso para Slimane ha sido tener que afeitarse totalmente su barba y su bigote, que ha llevado desde que se casó. Ahora se siente desnudo, con cara de tonto, o de bobo, despojado en buena medida de su dignidad. Pero es igual, lo importante es lograr su objetivo, si Alá, el compasivo y el misericordioso, así lo quiere.

Un bote pintado de gris ha llegado navegando hasta el mismo rompeolas, y ha varado con elegancia en la arena mojada. Lo tripulan dos hombres. Uno de ellos se ha quedado en la popa, sujetando el cabo de un rezón que ha fondeado unos instantes antes, para que el bote se mantenga proa a la playa. El otro, que es casi un muchacho y tiene los pantalones remangados hasta la rodilla, los espera en la orilla para llevarlos a hombros hasta el bote, de modo que no se mojen los pies.
Ya en la misma orilla, Slimane se ha emocionado, ha mirado hacia atrás, hacia su Marruecos, la tierra de sus padres y sus abuelos. Ha querido musitar una despedida, pero ni siquiera ha podido llevar consigo su alfombrilla de oración. De manera que se ha arrodillado en la misma arena mojada, mirando hacia el este. “Alabado sea Alá, y Mahoma que es su profeta”, ha empezado a decir, pero no le ha dado tiempo a más, porque el Tuerto lo ha arrancado del suelo, a la vez que le ha dicho:
- ¿Estás loco? Disimula, nosotros no somos sino pescadores de Alcázar Seguer, y nunca rezamos en la playa.

Por fin se han embarcado en el bote, donde el Tuerto hace de timonel y patrón. Sentado junto a él en la popa, Slimane ha ido recibiendo sus instrucciones a medida que van navegando. Ha querido pagarle, tentándose la bolsa de cuero que cuelga del cuello bajo la camisa, en la que lleva todo lo que tiene, dinero y papeles, pero el Tuerto, gritando para superar el ruido del motor fueraborda, le ha dicho que le pague a los que lo recojan en Algeciras, que él es un hombre honrado y no cobra sino por el trabajo bien terminado.
Pronto han llegado a la zona donde se pescan los atunes y los bonitos, en el centro del Estrecho. Una turbamulta de pequeñas embarcaciones, españolas y moras, rodeadas de pájaros nerviosos y del espumerío producido por los delfines que intentan participar en aquella fiesta, se mueve alocadamente de un lado para otro. El bote del Tuerto  y un pequeño barco pesquero español, una vez que se han reconocido, han navegado media milla hacia el este, apartándose del grueso de los barcos. Entonces, en un movimiento rápido, el bote se ha abarloado al barquito, y Slimane ha saltado, o mejor, lo han hecho saltar, a la cubierta del español.
- ¡Que Alá te guarde! – le ha gritado el Tuerto.
- Barakalaufi – es decir, gracias, ha respondido Slimane.
Un marinero del barco español lo ha llevado agarrado de la mano hasta la escotilla de la bodega y le ha gritado a la vez que lo empuja:
-¡Entra, escóndete detrás de la red que tienes enfrente, y no te muevas de ahí aunque te parezca que el barco se hunde!
Ha tenido el tiempo justo para hacerlo, porque enseguida la escotilla se ha cerrado, y Slimane se ha quedado en la más absoluta oscuridad. La red que lo cubre huele a pescado seco, y a Slimane no le desagrada. “Será la voluntad de Alá” se ha dicho a sí mismo, y enseguida ha sacado del bolsillo del pantalón su rosario de oraciones y se ha puesto a recitar suras, que han sido para él como mantras que lo han llevado espiritualmente hasta la España donde lo esperan sus hijos.

Han ido pasando las horas. Slimane se ha adaptado a los ruidos que constituyen, junto con los olores, la única fuente de sensaciones en aquella oscuridad absoluta. Predomina el zumbido estridente del motor, pero también se oyen unos silbidos sordos que son el roce de las aguas contra el casco, a medida que el barco avanza.
Llegado un momento, las revoluciones del motor han disminuido mucho. Más tarde Slimane ha sentido un golpe seco, y luego el motor se ha parado totalmente. Ha sentido pisotones en la cubierta, por encima de él, pero eso ha sido todo.
Al cabo de un rato, la escotilla de la bodega se ha abierto, y Slimane se ha deslumbrado de tanta luz. Han bajado dos hombres, uno de ellos con una camisa a cuadritos blancos y rojos, unos pantalones azules como los de Slimane y un casco de motorista bajo el brazo.
- El Tuerto nos dijo que sabes conducir una moto – ha dicho el otro.
Slimane ha afirmado con la cabeza.
- Te pones el casco, y cuando te bajes del barco te montas en la Lambreta roja que está aparcada a pie de muelle – le ha dicho el hombre que va vestido como él, a la vez que le ha dado el casco -. La arrancas y sigues a un coche amarillo que está junto al surtidor y que se pondrá en marcha cuando te vea ir llegando. En el puesto de control de salida del puerto, donde está la guardia civil, no te pares, sigue adelante, siempre detrás del coche amarillo.
Así lo ha hecho. El hombre que le dio el casco se ha quedado dentro de la bodega, el otro, que por sus trazas es el patrón del barco, ha salido con Slimane a la cubierta, le ha dicho adiós con la mano, y Slimane ha arrancado la moto y se ha puesto en marcha.
De tan nervioso que está, no ha llegado en ningún momento a sentir miedo. Repite para sí mismo, una y otra vez: “Alá akhbar, Alá akhbar…Dios es grande”. Así han cruzado sin novedad el temido puesto de control, se han internado en el barrio marroquí de Algeciras, doblado varias callejas, y el coche amarillo se ha parado en la puerta de lo que parece ser un hotelucho, con algo escrito en árabe y en español sobre el dintel de la entrada que dice: Pensión Xauen.
Slimane ha entrado detrás de los dos hombres que se han bajado del coche amarillo. Los ha seguido hasta una habitación, con dos camas estrechas, casi dos catres, y sin ventanas. Los dos hombres son españoles. Uno de ellos le ha pedido el dinero que convino con el Tuerto, y Slimane se lo ha dado, además de las gracias.
- Esta noche dormirás aquí – le ha dicho ese hombre que parece ser el jefe – y esperarás en la habitación hasta que alguien venga a recogerte. Por lo demás, bienvenido a España. Enhorabuena.
Y los dos hombres le han estrechado la mano y lo han dejado solo.

Inmediatamente, Slimane se ha postrado en el suelo a rezar, para agradecerle a Alá su misericordia, su generosidad. Ni siquiera está emocionado. Se siente como si estuviera recién salido de un largo y negrísimo túnel, hasta le parece que los oídos le zumban.
Al cabo de un buen rato se ha incorporado, enjuagándose la cara y las manos en el lavabo mugriento dispuesto en la pared frente a la cama. Luego se ha acostado. Nada más hacerlo, ha sentido su estómago vacío, pero no le ha importado. Ahora lo que tiene que hacer es esperar.

Se ha quedado dormido. Lo han despertado unos golpes sordos. Está oscuro. ¿Qué hora será? Sin encender la luz, se ha precipitado hacia la puerta de la habitación, abriéndola. Allí delante, frente a él, está su hijo mayor, que ha venido a recogerlo para llevárselo en su coche hasta Barcelona. Los dos hombres no han sabido hacer otra cosa que abrazarse, muy fuertemente, durante mucho rato. Pero no han llorado, ni han dicho una sola palabra.

Alabado sea Alá, el Misericordioso, el Compasivo.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Chiloé en el recuerdo

El Tiuque, un enlace de lo real con lo mágico en
la mitología de Chiloé.

Lejos ahora de Chiloé, no dejo de recordarla y sentir su ausencia.

Añoro la Chiloé de mi intimidad, la de mi cabaña, el bosque que la rodea, el océano que lo ilumina todo, la vida que bulle por doquier, mis vecinos pudúes y tiuques, los chivos cimarrones, los picaflores, todo con un fondo de canelos, pello-pellos y olivillos. Sustentado este conjunto por un silencio que no está hecho de soledad, sino de paz, viento y rumor de olas. Y abrigado por los amigos que tengo allí, en  Duhatao, Puñihuil, Ancud y Castro.

Pero todo lo anterior no es sino lo particular de mis circunstancias. Yo mantengo además otra relación con Chiloé, que comparto con mucha gente desconocida, toda la que, de una u otra manera, la conoce y ama.

Chiloé es una geografía única. Su ser isleña, con el contraste entre la isla grande y las muchas islas pequeñas que son pequeños mundos escondidos,  la dota de gran personalidad geográfica. El chilote, esté donde esté, nunca renegará de su condición. Y se puede ser también chilote de adopción, porque Chiloé es una tierra generosa y abierta, que captura al que llega de fuera.

Luego está su naturaleza, que ha sufrido muchos empellones de los humanos, pero que aún mantiene, como pocas, su condición prístina. No solo porque ha permanecido razonablemente intocada, sino por su vitalidad: la lluvia, el viento, la dulzura de las temperaturas oceánicas, la fuerza de las mareas, todo esto empuja a la vida salvaje de sus bosques y aguas a seguir imponiendo sus reglas. No he visto playas con una belleza tan intensa y a la vez melancólica como las de Mar Brava o Cucao, ni bosques tan misteriosos como los nativos que todavía se esconden en muchas partes de Chiloé, ni arcoiris tan espectaculares como los que reinan con frecuencia en sus cielos, ni aguas tan pacíficas y llenas de vida como las de sus fiordos, ni variedad de tonalidades de verde, desde el dorado hasta el esmeralda,  tan equilibrada como la de sus campos.

Finalmente están los chilotes. Con su cultura a cuestas, una cultura fraguada sobre el encuentro del bosque con el campo y el mar, que llena la naturaleza de figuras antropomorfas, base de una mitología muy rica.  Y con su forma de vivir, sencilla, adaptada a los ciclos naturales de las estaciones y las mareas, polivalente, autosuficiente, espiritual, solidaria, silenciosa y tranquila.

Todo esto forma la base de esa Chiloé a la que amo. Más arriba asoman las amenazas que se ciernen inevitablemente sobre ella. Entre las que destacan dos: el progreso tecnológico desordenado, imponiéndole, principalmente a través de la televisión, una forma artificial, megaciudadana y predadora, de ver la vida, y la ambición humana, que desde muy lejos, desde despachos situados en Santiago o en Europa, quiere ver a Chiloé más como un recurso que como una tierra de campesinos, leñadores y pescadores, que viven de la naturaleza y la respetan.

El futuro de Chiloé está y debería estar en manos de sus jóvenes, apoyados por sus viejos. Nadie más. Ese es mi voto para el 2012 y lo que siga.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Navidad


Para la concepción del mundo que tiene el Occidente de hoy, la conmemoración de un acontecimiento como el nacimiento de un niño-Dios es algo absolutamente extravagante. Este Occidente,  particularmente su parte más vieja y avanzada, Europa, proclamó la muerte de Dios, con Nietzche como notario, hace ya más de un siglo. El Dios que murió era el de los filósofos, el de Descartes, Voltaire o Hegel, un Dios razonable y frío, poco más que una causa primera, perfectamente aceptable, al menos como hipótesis, por cualquier mentalidad ilustrada. Incluso siendo así murió. Pero el Dios cuyo nacimiento conmemoraremos el próximo sábado es mucho más incomprensible y escandaloso. Es un Dios hecho hombre, que nace como hombre de una mujer que al concebirlo no pierde su virginidad. Que vive como hombre una vida sencilla, en el silencio, hasta que se lanza a cambiar el mundo. Que muere como hombre, crucificado y entre sufrimientos atroces, para resucitar al tercer día y volver de nuevo, en carne y hueso, a ese sitio inexistente, innombrable e impensable, donde solo Dios podría estar. Todo esto es demasiado para cualquier cerebro educado y lógico. Es una provocación. Es inaceptable, incluso irreverente, quizá hasta impío.

Y sin embargo…

Imaginemos por un momento que, a pesar de todas las evidencias en contra, Dios fuera una realidad. Como tal realidad divina tendría que ser incognoscible para nosotros los humanos, porque, sencillamente, nos desbordaría. Este Dios conocería perfectamente nuestra existencia, como la de todo el Universo, porque si no fuera así no sería Dios. Imaginemos que este Dios fuera amor en el sentido más incomprensible, incondicional y atormentado que esta palabra pueda tener para nosotros los humanos. ¿Por qué no? Si ese fuera el caso, es muy probable, al menos tendría mucha lógica, que ese Dios enamorado quisiera manifestarnos, a los humanos en nuestro lenguaje y a todo el Universo en los suyos, su presencia. ¿Cómo lo haría en nuestro caso? Siendo Dios todopoderoso, podría hacerlo de infinitas formas distintas. Podría hablarnos a todos a la vez, con voz tronante, desde lo hondo de los cielos, como lo hizo a veces en el Antiguo Testamento; o en un silencio místico, susurrando misterioso en lo más hondo de nuestro espíritu, como le habló a Teresa de Jesús. Pero también podría manifestársenos, y quizá sea esta la alternativa más enamorada, haciéndose hombre al nacer de un vientre de mujer, y viviendo como hombre una vida humana, culminada en el sufrimiento inevitable que le trajo su muerte cierta. Un Dios hecho hombre, Emmanuel, un Dios con nosotros. Esto lo anunció un profeta judío, Isaías, casi mil años antes de que la primera Navidad tuviera lugar. Dijo Isaías (7, 14): “El Señor mismo os dará por eso la señal: he aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le llamará Emmanuel”. 

Poco más hay que decir. La Navidad es un misterio, quizá el más grande e incomprensible para nosotros los humanos, un acontecimiento inexplicable. El espíritu de la Navidad siempre se ha mostrado misteriosamente enamorado, capaz de empaparlo todo de ese amor. Yo creo en este misterio y en todo lo que implica. Y de creer se trata, de creer e imaginar, no hay otra justificación posible. Por eso me siento ahora, al igual que en todas las Navidades, como si iluminara mi rostro la luz que emana de un niño, ese mismo del cuadro del Greco que preside esta entrada. Me siento esperanzado y  sorprendido, contento. 


Quiero compartir esta alegría con todos los  que hayáis concurrido a mi blog, enviándoos un abrazo fraternal.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Llora Corea del Norte

Los norcoreanos lloran ruidosamente la muerte de Kim Song Il, padre de la patria en el más puro estilo estalinista. El espectáculo nos deja boquiabiertos, está tan lejos de nuestros comportamientos que nos es difícil comprenderlo. El oficial del ejército, la abuela, el estudiante, el soldado, las madres, los niños, lloran todos exactamente de la misma manera, alternando gimoteos con sollozos.



Me he acordado de las plañideras antiguas, todavía presentes en algunos velorios chilotes. Como allí, aquí en Corea no lloran los individuos, sino la comunidad. Y el llanto colectivo, por más ridículo o incomprensible que nos parezca, es sin duda sincero.

Es la misma situación que la descrita por el siguiente video, de la  parada militar  celebrada en Pyongyang en 2007,  75º aniversario de la creación del ejército popular de Corea del Norte. Las unidades militares que desfilan con precisión milimétrica y admirable marcialidad son organismos, los soldados que componen cada una de ellas se han fundido en una ameba gigantesca de la que cada uno es un orgánulo perfectamente sincronizado con el conjunto. El público, a su vez, aplaude al mismo ritmo al que los soldados marcan sus pasos, como si a través de esas manos y esos pies estuviera latiendo un enorme corazón colectivo.

Dos muestras interesantes del espíritu de las masas, ese misterio que empapa a todo individuo humano, agazapado dentro de cualquiera de nosotros, esperando su momento.

 Cuidado con él, porque una vez libre de sus cadenas puede esclavizarnos.  No anda suelto solamente por las calles de Corea del Norte, también está en Occidente, solo que mejor disfrazado aquí que allí.

Y otra cosa: el espíritu de las masas puede llegar a hacer cosas meritorias, aunque no es lo habitual. En todo caso, con suerte podemos controlarlo, pero de ninguna manera librarnos totalmente de él. Forma parte indisoluble de cualquiera de nosotros mismos.



sábado, 17 de diciembre de 2011

Cesaria Evora


Acaba de morir en Paris una gran mujer, Cesaria Evora. Cantaba, esa fue su vida.

Hasta que tuvo cincuenta años lo hizo en su ciudad natal, Mindelo, el porto grande de la isla de San Vicente, en el archipiélago de Cabo Verde. Dicen que iba por los cafés entregando sus canciones a cambio de alguna limosna, en dinero o en aguardiente. Era una mujer negra y bajita, gorda y fea, que fumaba y bebía mucho. Pero tenía una voz prodigiosa, cálida, ligeramente quebrada por la mala vida, lo que la dotaba de una indefinible ternura.

Entonces la encontró un editor musical y se la llevó a Paris, donde triunfó y se convirtió en una cantante universal. Dicen que no dejó nunca de fumar y beber, quizá porque de estas miserias, junto con su enorme vitalidad africana, sacaba su inspiración y su fuerza. Hay pocos grandes artistas que no hayan pasado por el infierno.

Yo supe de ella a comienzos del año 1999, cuando cruzando el Atlántico en mi velero rumbo a las Antillas hice escala en Mindelo, donde pasamos unos días. Allí me encontré con la sorprendente y bellísima música caboverdiana, compuesta por  las mornas y otras suertes de cante, que integran la melancolía del fado portugués con la fuerza y el ritmo de la música africana.

El archipiélago de Cabo Verde es un manojo de islas casi desérticas, patria de cantores y de marinos, poco más puede crecer allí. Casi todos los que querían cruzar el Atlántico de este a oeste o de norte a sur han pasado por allí durante siglos, y se llevaban en sus barcos a los marinos caboverdianos como tripulantes. Ese fue particularmente el caso de los balleneros norteamericanos, los de la época de Herman Melville y Moby Dick, hasta el punto de que más de la mitad de los caboverdianos de origen viven hoy fuera del archipiélago, la mayoría de ellos en el nordeste de USA. 
Por todo esto son unas islas llenas de romanticismo y nostalgia, que te capturan emocionalmente en cuanto desembarcas allí. Cesaria fue, posiblemente, lo más grande, lo más universal y conocido, que ha dado Cabo Verde. Pero hay muchos otros grandes cantores en aquellas islas, entre los que me gustaría destacar a Tito Paris.

El mejor homenaje que le puedo rendir a Cesaria Evora es dejar aquí las referencias de cuatro grandes canciones suyas (entre muchas otras), que nunca dejarán de conmovernos: Sodade, AngolaPetit pays y Cabo Verde. También la de una canción cantada por ella en español, Bésame mucho.

Descanse en paz, que bien se lo ha ganado. No la olvidaremos.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Gente de la mar (8).- Boxeo a bordo (1970)


Hay algo en lo que un pequeño barco pesquero se parece a un submarino, y es el espacio disponible, que está medido al milímetro. Los marineros descansan confinados en los ranchos de los pesqueros, donde las paredes están cubiertas por literas en las que no solo se duerme, sino que se lee y escribe y desde las que se mantienen charlas; solo queda libre en los ranchos un pequeño espacio central en el que a veces, cuando la tripulación es muy numerosa, como sucede en las traíñas, hasta se cuelgan del techo coyes para que duerma más gente. En la cocina apenas caben cinco o seis hombres, con lo que casi todo el mundo, una vez servida la comida por el cocinero, se dispone con su plato de estaño y su cuchara en la cubierta, y si está lloviendo o hay mala mar, den­tro del rancho. Y en las faenas de a bordo apenas queda el espacio justo para moverse entre el sinfín de aparejos, redes, cajas de madera, anzuelos, sedales, gallos, bornoyes, en fin,  la inmensa diversidad de artilugios que lo llena todo. 

En estas circunstancias los hombres de mar apenas disponen de intimidad. Ni siquiera la tienen para defecar, pues en estos humildes barcos pesqueros no hay baños. De manera que se sientan con el culo hacia la mar sobre la tapa de regala, a la altura de los obenques del palo mayor o mesana, a los que se agarran, y si no de un pedazo de cabo hecho firme en la toldilla, casi siempre en el costado de babor del barco, que suele ser el sucio.
Pero la intimidad le es tan necesaria a un hombre como el aire que respira, incluso aunque se trate de un marinero. Tanto más cuanto que siempre hay alrededor de éste un montón de compañeros aburridos que lo observan y que están dispuestos a burlarse de él a la primera oportunidad. La ruptura por los curiosos impertinentes de esa preciosa intimidad puede ser vista como una agresión y provocar una respuesta violenta. Por eso en los barcos de pesca son relativamente frecuentes las peleas.

Una de las obligaciones más importantes de un patrón es evitar que esas peleas lleguen a tener consecuencias mayores, lo que sucedería si no se paran a tiempo, porque dos marineros encolerizados pueden llegar a matarse entre sí. Pero en un barco pequeño esto hay que hacerlo con mucha maña, porque si no puede ser peor el remedio que la enfermedad. Muchas veces se ha dado el caso de que dos marineros que se peleaban, cuando han sido separados demasiado violentamente por un patrón incauto, se han revuelto contra él. Y en esto de la cautela cada patrón tiene sus propias reglas e inclinaciones.  

El Josefa Gomis en la playa de Bajoguía, en Sanlúcar de Barrameda, listo para zarpar hacia Marruecos
     El Josefa Gomis, un arrastrero de 50 Tn y motor Volund de 120 Hp, de origen alicantino pero armado en Sanlúcar de Barrameda por el padre de Pepe Orcha y patroneado por éste, llevaba varios días pescando en sus caladeros habituales, al norte de Casablanca, en la costa de Marruecos. En el turno que nos ocupa en esta narración, dos de los hombres embarcados tenían problemas entre ellos. Eran parientes, y algo que había pasado en tierra y de lo que ninguno de los dos quería hablar los mantenía enfrentados. A lo largo de los días en la mar los roces entre ellos se habían venido haciendo más frecuentes, cargándolos de recíproca animosidad. Ya casi bastaba con que estuvieran cerca para que saltaran chispas entre ellos; se insultaban sordamente, moviendo los labios en blasfemias y maldiciones que nadie más que ellos dos llegaba a oír, se daban codazos, o empujones.  Hasta que un día toda la tensión se descargó como un rayo. Hacía poco que se había recogido las redes y ya estaba todo el pescado clasificado en cajas y estibado en la nevera. El día fue pobre en pesca, con lo que  los marineros estaban no ya cansados, sino cabreados.  Cuando uno de estos dos hombres baldeaba con la manguera de la bomba de agua de mar el parque de pesca, en el que se recogía el pescado para clasificarlo, y el otro estaba dentro de aquél con un escobón, limpiando las escamas, el primero mojó al segundo, entonces éste le mentó al primero su puta madre, inmediatamente salieron las navajas ya abiertas de los bolsillos y uno de ellos llegó a arañar al otro en la cara antes de que pudieran separarlos y encerrar a uno en el rancho de proa y al otro en el de los motoristas, bajo la cubierta de popa.

El contramaestre subió al puente y dio la noticia a Pepe Orcha, que se había echado a dormir un rato.
- Que los suban a los dos a la cubierta de proa – ordenó, malhumorado, con ese sabor espeso en la boca del que ha sido despertado a destiempo y lleva días comiendo, bebiendo y durmiendo donde y cuando puede. Pepe se agachó bajo su litera, y de una alacenilla sacó dos pares de guantes de boxeo.
Cuando bajó a cubierta ya estaban allí los dos peleones, agarrados sus brazos por varios marineros, el uno frente al otro. Pepe se puso entre ellos y dijo:
- Por la madre que me parió que si os tenéis ganas os voy a dar la oportunidad de que os hartéis de ellas.- Empezó a calarles los guantes de boxeo, y los dos hombres estaban asombrados, tanto que el brillo agresivo que había en sus ojos se nubló temporalmente.- Vais a entrar en el parque de pesca y a machacaros a puñetazos, hasta que uno de los dos se dé por vencido o ninguno pueda moverse. Y aprovecharos de la oportunidad que os doy, porque os juro que como después de este combate volváis a pelearos os muelo a palos y os despido para siempre en cuanto lleguemos a Sanlúcar.
Así se hizo. Los dos hombres, con sus guantes puestos, fueron aupados al inte­rior del parque de pesca. Allí se miraron, sin saber qué hacer, durante unos segundos, hasta que el más espabilado de los dos le lanzó un directo de derecha al otro. Enseguida estaban enredados en un diluvio de puñetazos, directos o ganchos, a la cara o al cuerpo. Cuando alguna ola de la mar de viento que un noroeste naciente estaba levantando se movía a contracompás del barco, los dos boxeadores perdían el equilibrio, se abrazaban el uno al otro y resollaban como estibadores de muelle, intentando recobrar el aliento. Como se tenían muchas ganas y eran hombres orgullosos, no pararon de pelear durante mucho tiempo. Ninguno se rendía. Sus golpes eran cada vez menos certeros, sus movimientos más torpes, hasta que, como si se hubieran puesto de acuerdo, los dos cayeron a la vez sobre cubierta, a cuatro patas, mirándose de cerca el uno al otro, como dos perros que se observaran, sin simpatía pero también sin animosidad.
Toda la tripulación, excepto el segundo de a bordo que timoneaba en el puente, había formado un corro alrededor del improvisado ring. Pepe saltó dentro, puso de pie a los dos boxeadores, les sacó los guantes y situándolos uno frente al otro se dirigió a ellos:
- ¿Habéis tenido bastante? ¿Habéis quemado ya las putas mierdas que tuvierais entre vosotros, o queréis más leña? ¡Daros la mano, imbéciles, que eso es lo que sois!
Y aquellos dos hombres no solo se dieron la mano, sino que a continuación se abrazaron el uno al otro, jaleados por el resto de la tripulación. En lo que quedó de turno trabajaron codo con codo, como dos hermanos. Y durante bastantes años navegaron siempre en los mismos barcos, deseados por muchos patrones porque eran dos buenos marineros, tan duros como hábiles.

Y es que las peleas, al igual que las guerras, son a veces, de alguna manera misteriosa, actos de amor, ceremonias de reconciliación. El conflicto bárbaro entre hombres tiene resonancias de los antiguos sacrificios en altares de piedra. Hay que derramar una sangre que sea capaz de lavar las culpas o los rencores pasados, y no hay otro camino posible para llegar a la paz. Así también el boxeo, tal y como lo practicaba Pepe Orcha en los barcos que mandó, tenía algo de ritual litúrgico que apaciguaba, entretenía o animaba a sus marineros.

Todo esto había empezado hacía ya tiempo. En 1964, cuando tenía 18 años,  Pepe hizo el curso de mecánico naval en la escuela de formación naútico-pesquera de Bajoguía, en Sanlúcar de Barrameda. Allí tenían un pequeño gimnasio en el que Pepe se aficionó al boxeo, inscribiéndose en la Federación Nacional, que le mandó un equipamiento completo. Y desde entonces el boxeo fue una más de las técnicas de mando que usó en sus barcos, y también una escuela de aprendizaje humanista, por así decirlo, para esos hombres duros y solitarios en medio de la mar que son los marineros.

Sucedía a veces que cuando estaban pescando en Marruecos tenían que abrigarse del mal tiempo en la ría de Larache, y allí los barcos se fondeaban hacia la orilla norte del rio Lukus, mientras que la ciudad quedaba en la orilla sur y solo podía alcanzarse en bote. De manera que los marineros pasaban muchas horas tranquilas, alejadas del mundanal ruido, pescando desde la cubierta lisas o corbinas con sus sedales y viendo fluir bajo ellos la corriente de la marea entrante o vaciante. En momentos así, a Pepe le gustaba organizar combates de boxeo en el saltillo, en los que él peleaba contra alguno de sus marineros, y toda la tripulación se divertía una barbaridad.
El ambiente era muy sano. Un día de invierno se habían  abrigado en el Lukus por causa de una borrasca que mandaba desde Portugal noroestes muy fuertes. El Chipirrín, un marinero muy bajito y delgado, que era no obstante un buen redero y reparaba como nadie las roturas del arte, retó a Pepe a un combate. Subió al puente, donde Pepe leía una novela, y le dijo:
- Patrón, te reto a un combate de boxeo, que te vas a enterar de una vez por todas de quién soy yo. Dame un par de guantes y prepárate, que te espero en el saltillo (la cubierta de popa).
Pepe Orcha en los años que era
patrón del Josefa Gomis

Al pronto Pepe se sorprendió, porque jamás había visto pelear al Chipirrín. Pero luego pensó que el aburrimiento hace milagros y que, aunque su oponente no tenía ni medio puñetazo de los suyos, podían entretenerse. Así que cogió sus guantes y bajó al saltillo a cuyo alrededor, dispuestos entre la popa y la toldilla, lo esperaban todos los hombres.
El Chipirrín se apoyaba contra la regala de estribor, con sus guantes ya puestos y en actitud de guardia. En cuanto Pepe apareció, y mientras que éste se calzaba los suyos, empezó a hacer fintas y monerías con los brazos, como si estuviera ya combatiendo, y la gente se desternillaba de risa. Cuando Pepe estuvo listo, el Chipirrín le gritó:
- ¿Te crees un buen boxeador, patrón? Pues a ver si tienes cojones para venir aquí a por mí.
Y levantaba los brazos cubriéndose la cara, lanzando de vez en cuando directos al aire, haciendo fintas con el torso, dando saltitos alternativamente con uno y otro pie. Todo un boxeador de salón, al que hasta las gaviotas que revoloteaban alrededor del barco, al olor del pescado, observaban admiradas.
Pepe se colocó en posición de combate, arqueó los brazos, flexionó las piernas, y empezó a avanzar hacia el Chipirrín a saltitos, lanzando golpes al aire, más que nada para mantener la animación del cotarro. Los marineros bramaban de alegría, azuzando a los dos contendientes.
Estaba Pepe pensando ya que el Chipirrín no iba a durarle ni quince segundos cuando, al dar un avance sintió, asombrado, que la cubierta se le escapaba bajo los pies. “¿Qué diablos pasa?”, pensó. Pero no tuvo tiempo de más, porque dio con sus espaldas en la tablazón, a la vez que sus piernas se levantaban por los aires.
Lo que veían ahora sus ojos asombrados eran nubes gordezuelas y pequeñas desplazándose rápidas hacia el sureste. Algo blando cayó sobre su rostro, se incorporó y vio que eran los guantes de boxeo que había tenido puestos el Chipirrín. Sentado sobre la cubierta, Pepe veía al  Chipirrín reírse de él a carcajadas, desde la regala, a la vez que decía:
- Uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve diez – contando muy rápido.- Se acabó el combate, patrón, vencido por KO – y levantaba los brazos en signo de victoria, mientras que el resto de la tripulación lo vitoreaba.
Tras quitarse los guantes y tentar las tablas, Pepe comprendió lo que había pasado: el Chipirrín había untado con tocino la parte de la cubierta que lo separaba de Pepe, y cuando Pepe avanzó hacia él se resbaló sobre la grasa. El mismo Pepe empezó a reírse a carcajadas, e hizo ademán de empezar a perseguir al  Chipirrín, quien se refugió corriendo en el rancho de proa. El resto de la gente no paraba de reírse.
- Medio pote de tinto para cada uno – gritó Pepe al cocinero -. Para que celebren el triunfo de ese hijoputa del Chipirrín.
Y la gente enloqueció. Corrieron hacia el rancho de proa, sacaron al Chipirrín y lo mantearon junto a la bancada, hasta que el cocinero hizo sonar su campana indicando que iba a empezar a repartir el vino.

Buenos momentos y buenos tiempos. Tal y como lo entendía Pepe Orcha, un patrón que se preciara de tal tenía que ser el líder, más que el jefe, de su tripulación. El hermano mayor antes que el padre, el camarada en los momentos de juerga, el amigo ante los problemas personales, el primero en dar ejemplo en la faena, el capitán obedecido a ciegas en momentos de peligro, el entrenador exigente en cuanto a la calidad y cantidad del trabajo. Si eras un patrón digno de este nombre, tenías que ser capaz de divertirte con tus hombres cuando llegara el momento, jugar con ellos como si fueran tus hermanos pequeños, hacerles reír, porque la risa también es importante, y mucho, en la vida.

     



miércoles, 14 de diciembre de 2011

Columpios

Percibiendo la naturaleza dialéctica de casi todo lo que existe. Desde Heráclito hasta Hegel, la dualidad inseparable del sí/no empapa la filosofía, esa dualidad que permite comprender el mal como la ausencia del bien, inseparable de él.  En Matemáticas, con solo el 0, la nada, y el 1, la totalidad, podemos contar todo lo cuantificable. En Física, la acción/reacción newtoniana, la naturaleza ondulatoria del electromagnetismo, la dualidad materia/onda del mundo cuántico, todo el entramado básico del Universo está definido por oposiciones. Así en todo lo perceptible o concebible.

En nuestra vida diaria, el tiempo se mide por un tictac pendular, la vida entera es una sucesión de sueño y vigilia, la historia otra de vida y muerte. Para el niño al que empujamos en el columpio, el ir y el volver, siendo inseparables, son también completamente distintos. Va gozoso, hacia el vértigo de subir y subir, pero cuando vuelve siente cosquillas en el vientre y espera con ansia un nuevo empujón, en un ciclo alegre que él quisiera inacabable.

Así también con nuestro ánimo. La alegría y la tristeza no podrían comprenderse la una sin la otra. Yo tengo hoy un día triste. Quiero convencerme de que estoy, simplemente, en espera de otro día alegre. Amanecerá, no me cabe duda, aunque ello me llevará, inevitablemente, a que anochezca de nuevo. La luz no podría percibirse sin la existencia de la oscuridad, y viceversa.

Fragonard (1767).- El columpio

sábado, 10 de diciembre de 2011

Sin crecimiento económico no puede haber desarrollo social. ¿Verdadero o falso?


Visto el asunto desde la perspectiva de alguien como yo, que no soy economista ni político, las consecuencias de lo que ha pasado en Bruselas en la madrugada del 9 de diciembre de 2011 son incalculables. En efecto:

1).- Inglaterra representa los intereses de la City londinense (10% del PIB inglés se genera en la City), que es casi lo mismo que decir Wall Street, es decir, del capitalismo financiero desrregulado, que recorre el mundo sin control y es el responsable último de la crisis del euro, en sí misma una consecuencia de la crisis de las subprime en 2008, gestada en Wall Street. 
La salida de Inglaterra de los acuerdos europeos encaminados a salvar al Euro puede convertirla en un paraíso fiscal grande, lo que es malo para Inglaterra. 
A la vez puede permitir a la Europa continental abordar de una vez la regulación financiera, sin la amenaza del veto inglés, defendiendo así al euro de los grandes especuladores globalizados. Todo esto, en última instancia, puede abrir una larga guerra financiera entre el euro y el dólar.

2).- La rígida disciplina fiscal impuesta por Alemania y aceptada por los países de la Eurozona va a afectar el crecimiento económico de ésta, dificultándolo mucho. Esto tiene dos posibles salidas extremas:
          a).- El fracaso de la Eurozona, la quiebra del euro y la entrada de Europa en una recesión profunda con consecuencias nefastas para el resto del mundo.
          b).- O, contrariamente, la caída definitiva del gran dogma de los economistas, ése de que “sin crecimiento económico no puede haber desarrollo social”. Quizá la Eurozona pueda encontrar una vía de desarrollo (social y cultural, es decir, desarrollo hacia fuera y hacia dentro) sin crecimiento, dejando este crecimiento para los países más pobres, que todavía lo necesitan. Puesto que, en cuanto al crecimiento material, ya no es imprescindible para la Eurozona, sobradamente rica. Pero este renunciar al crecimiento económico, si realmente se produce, puede tener unas consecuencias políticas y sociales, dentro de Europa y en el resto del mundo, incalculables. Y muy positivas. Creo que puede tratarse del único camino para salvar al mundo sin la mediación de una gran guerra.

Yo me siento optimista. Creo que lo que ha pasado en Bruselas puede abrir caminos hacia un mundo nuevo, y comprendo que los que solo son capaces de ver el mundo como lo es hoy se sientan preocupados.

Por otra parte, como ha sucedido frecuentemente en la historia, es posible que ni la Sra Merkel ni Sarkozy sean conscientes de todas las consecuencias que puede tener la decisión tomada por la Eurozona, que ellos dos han liderado. 



viernes, 9 de diciembre de 2011

El futuro de Europa

Ahora mismo, en la madrugada del viernes 9 de diciembre, ya se ha producido el primer acontecimiento importante en la reunión que congrega en Bruselas a los 27 países miembros de la Unión Europea: Inglaterra se ha descolgado de las negociaciones, lo que significa en la práctica que éstas se reducen ahora al grupo de 17 países que, teniendo el euro como moneda única, constituyen la Unión Monetaria Europea, también llamada Eurozona.

El conjunto de Alemania+Francia+Italia+España representa un 75% tanto de la población como del PIB de la Eurozona. Dado que estos cuatro países están vitalmente interesados en llegar a un acuerdo que implique una mayor unión fiscal y presupuestaria, cabe suponer que este acuerdo se alcanzará.

Por eso, a esta hora de la mañana me siento optimista. La Unión Europea solo puede progresar recogiéndose en sí misma para dar un salto adelante. Inglaterra siempre representó intereses económicos discrepantes con los del núcleo central de la Unión Europea, a la que se incorporó a regañadientes, cuando fracasó la Zona de Librecambio propugnada por ella. Cabe esperar que si la Unión Europea termina dando el salto que necesita, Inglaterra se acerque de nuevo, ya que es, histórica y culturalmente, una parte fundamental de Europa.

Estos acontecimientos no significan que la batalla de la unión haya terminado. Lo único que ha hecho es empezar, es decir, hacerse posible. Las turbulencias monetarias y financieras continuarán, pero serán menos sombrías si empieza a vislumbrarse su final.

jueves, 8 de diciembre de 2011

El estilita

San Simeón el Estilita

Perteneciendo el futuro a los jóvenes, intentas transmitirles tu particular conocimiento de la vida, esperando que pueda servirles para algo. También quieres comprenderlos, para inferir hacia dónde va el mundo. Tropiezas enseguida con un obstáculo formidable: no te entienden, hablan un lenguaje suficientemente distinto como para que el tuyo les resulte incomprensible.

¿Qué puedes hacer?

Insistir, no dejarte llevar por el desánimo, seguir parloteando desde lo alto de esa columna en la que, como los antiguos estilitas, te has subido.

Un estilita anónimo, que podría ser Olo.
Tomado del magnífico blog de Swervy
El subirte a la columna ha sido una decisión inteligente, de eso estás convencido. Aquí arriba quizá puedas evadirte del parloteo de tus contemporáneos y encontrar un lenguaje lo suficientemente intemporal como para que los jóvenes te entiendan. Sabes que las palabras esconden más fuerza que cualquier otra cosa en este mundo. Basta con disponerlas en el orden adecuado para que liberen toda su energía. Nada menos. Eso solamente puede conseguirlo el arte, en la literatura y particularmente en la poesía, que también puede ser canción.

Pronto te das cuenta de que aquí, en la estrechez altiva de la columna, te sobra algo. Se trata de tu utilitarismo, tan pretencioso. Te das cuenta de que desde lo alto te será todavía más difícil transmitirle algo a los jóvenes, que en todo caso se reirán de tu rareza. Pero también descubres que aquí arriba tendrás la oportunidad de disponer las palabras en un orden distinto, creado por ti, sin interferencias.

Un día llegas a tener por fin un puñado de palabras nuevas encerrado dentro de tu puño, y sientes que late como si fuera un pajarillo asustado. Abres la mano y lo expones al viento. Vuela libre. Te es imposible saber dónde terminará cayendo, pero estás seguro de  que su sola presencia en el aire enriquece al mundo, y con esto te basta.

martes, 6 de diciembre de 2011

Gente de la Mar (7).- Muerte en la Aceitera (1967).


Desde que los barcos pesqueros dejaron de confiar sus destinos a las velas, perdieron mucha de la vieja alianza que habían venido manteniendo con las fuerzas de la naturaleza. Hubo tiempos, en los primeros treinta años del S. XX, en que los pescadores canarios y alicantinos navegaban en goletas de ensueño hasta las costas del Sahara Occidental, donde pescaban a palangre toda clase de pescado que salaban a bordo, permaneciendo varios meses seguidos en la mar. El viento lo era todo para ellos. Es verdad que un viento muy fuerte puede desarbolar a un velero, incluso si no llega a hacerlo puede soplar tan duro y directo hacia tierra que no le deje al barco la menor oportunidad de escaparse de las olas que lo empujan hacia la orilla, y por tanto, hacia su perdición.

Pero desde que los barcos han confiado todos sus movimientos a los motores, llegado el caso de que se encuentren en circunstancias apuradas,  si entonces el motor les falla, están acabados. En un velero, una avería de la jarcia puede advertirse a tiempo, tras oir el crujir del mástil o de las vergas, o ver los desgastes por los que las velas pueden llegar a desgarrarse. Pero muchos fallos del motor se presentan sin avisar. Un cojinete crítico que se rompe, un cilindro que se ha ido descentrando sin que te des cuenta hasta que se calienta sin remedio, una junta de culata que dice de pronto “hasta aquí llegué”, ¡qué sé yo, tantos fallos insospechables!

Por eso el navegante experimentado le da siempre a la costa y sus peligros resguardo más que suficiente, porque en cualquier momento puede quedarse sin máquina y presentársele la tragedia. Así que jamás se ciñe demasiado al espigón que flanquea la entrada al río en el que está su puerto, ni se acerca a las aguas poco profundas, ni navega próximo a la costa cuando puede presentarse un temporal de fuera. La prudencia es la madre de la vejez, dicen algunos que han llegado a viejos por sus propios méritos, después de vivir vidas arriesgadas.

Sin embargo, hay veces que la desgracia se presenta sin que se haya podido hacer nada para evitarla. Esto puede suceder alrededor de los cabos, y me refiero a las prominencias de la línea de costa.  En  una navegación a longo de costa es humanamente imposible  impedir que se acerquen peligrosamente a nosotros. Puesto que los cabos son, en la mayoría de los casos, espolones de piedra dura que han resistido durante miles de años los embates de las olas, tienen una naturaleza rocosa y suelen desprender piedras y arrecifes por fuera de ellos, lo que no hace sino empeorar las cosas.

Este es el caso del cabo de Trafalgar, maldito protagonista de la historia que voy a contar. Está orientado hacia el WSW, y despide arrecifes y piedras hasta quince millas mar adentro, constituyéndose, con temporales del tercer cuadrante (SW), en una trampa peligrosa para todos los barcos que, desde el Atlántico, van buscando el estrecho de Gibraltar. Bueno, no para todos, sino para aquellos que tienen la desdicha de quedarse sin gobierno.

Como le sucedió en noviembre de 1968 a aquél marrajero de Algeciras que volvía de un largo turno en el Atlántico hacia su base, cargado de buen pescado y de esperanzas. Sellaron la nevera, es decir, la llenaron totalmente de pescado, cuando faenaban  cien millas al oeste del cabo de San Vicente, bien metidos en el Atlántico. Pusieron inmediatamente un rumbo directo a la boca occidental del estrecho de Gibraltar, que inevitablemente les obligaría a dejar el cabo de Trafalgar a menos de quince millas por su través de babor. ¿Era esto temerario, en aquella época del año, en que las tormentas del suroeste eran frecuentes? No. Era inevitable, porque la boca del estrecho es eso, estrecha, y si quieres tomarla tienes que aceptar la proximidad de costas peligrosas. Además, el marrajero en cuestión era un barco nuevo y potente, bien hecho y mejor mantenido, y su patrón un hombre experto y minucioso.

Nada más rebasar hacia el este el cabo de San Vicente, cuando empezaba a amanecer, el viento se entabló en el oeste y el cielo tenía un aspecto duro y siniestro, cubierto por unas nubes altas que no auguraban nada bueno. A medida que fue avanzando el día y ellos cruzaban la mar de Cádiz, el viento y las olas iban a más, pero como le entraban al barco por la aleta de estribor, aquél navegaba desahogado, casi alegre. Cuando se hizo de noche, la tripulación cenó los mejores trozos de un pez espada medianito, bien fritos y regados con el vino tinto que les quedaba. Estaban eufóricos, y pudieron escuchar con claridad en radio Cádiz el Carrusel Deportivo, que informaba de los partidos de fútbol de la semana. El patrón, sin embargo, no se movió del puente y empezaba a preocuparse, pero con esa preocupación que ocupa permanentemente media vida del hombre de mar, tanto que ni repara en ella. El viento se había endurecido y, sorprendentemente, roló al suroeste. Ahora la navegación se hizo más dificultosa, porque el barco daba grandes balances a estribor y babor, y todo se desajustaba a bordo. El patrón, pese a todo, llamó por radio a Algeciras y habló con su armador, anunciándole la llegada a la mañana siguiente, con mucho y buen pescado. Le quitó importancia al estado de la mar y le pidió que avisara a las familias.

Como la tripulación, entre la que estaban sus hijos, dos jóvenes de diecisiete y diecinueve años, había bebido un poquito más de la cuenta, el patrón no quiso llamar a un timonel que le ayudara en su guardia. Le pidió al cocinero que le preparara un termo de café negro y los mandó a todos a dormir, excepto el primer motorista, que como hombre de mar bien veterano que también era, empezaba a preocuparse. Se fumaron un par de cigarrillos juntos en el puente y luego el primer motorista se fue a la sala de máquinas, diciéndole que se quedaría de guardia allí, pendiente de que todo marchara bien.

A la una de la madrugada el motor se paró. El patrón dejó el timón encabillado y bajó como un relámpago hasta la sala de máquinas, donde se encontró a los dos motoristas trasteando a la altura de la caja de cambios con una lámpara portátil.
- Se ha roto uno de los cojinetes del cigüeñal, y tenemos que cambiarlo – le gritó el primer motorista desde allí abajo. Y en su voz había un temblor que solo el patrón fue capaz de percibir, pero que lo llenó de espanto, porque sabía que la reparación no era fácil, y menos con los movimientos desordenados del barco, y que les llevaría, con mucha suerte, varias horas.
- Haz lo que puedas – le contestó.
Se dirigió al rancho y llamó a sus tres marineros más diestros. Entre los cuatro armaron desde la popa una suerte de ancla de mar, hecha con un bidón de cincuenta litros vacío, que flotaba en el extremo de un calabrote de cien metros, a lo largo del cual pendían tres cubiertas de automóvil con veinte o treinta kilos de cadena colgando de cada una de ellas. Esperaba con esto retrasar la posible deriva hacia tierra, pero sobre todo presentar la popa a las olas, de modo que el barco no llegara a atravesarse a la mar. Terminada esta faena, ordenó a sus hombres que se encerraran en el rancho y no dejaran salir de allí a ninguno de los tripulantes más jóvenes, y muy en especial a sus dos hijos.

Subió de nuevo al puente. El ancla de mar funcionaba, porque el barco estaba razonablemente estabilizado, aunque de vez en cuando una ola grande reventaba sobre la misma popa, castigando todas las superestructuras. Dejó el timón encabillado e intentó situarse.
Todo era oscuridad alrededor de él, más todavía teniendo en cuenta que llovía con fuerza desde nubes muy bajas y había una gran cerrazón. Suponía que el faro de cabo Espartel estaba demasiado lejos para que se vieran sus pantallazos, pero el de cabo Trafalgar no debía de quedarle a más de veinticinco millas, casi en el límite observable, y tampoco lo veía. Por eso encendió el gonio y consiguió tomar a duras penas, pues como consecuencia de la tormenta había muchas interferencias radioeléctricas, una marcación de 80º al radiofaro de Trafalgar. Se sobrecogió. Sabía que si los motoristas no reparaban la avería en menos de tres o cuatro horas estaban perdidos, porque el temporal los llevaba derechos hacia los arrecifes de la Aceitera.
Pensó en llamar por radio a Algeciras y advertirles de lo que estaba pasando. Pero lo pensó una segunda vez y decidió no hacerlo. ¿Para qué?, nadie iba a poder llegarse hasta ellos para ayudarlos en aquella noche terrible, y lo único que iba a conseguir era angustiar a las familias que los esperaban. De modo que se mantuvo en el silencio que es la vida de la gente de la mar, solos en mitad de la nada, dejados a sus propios recursos y, en muchos casos, a su suerte. “O a lo que quiera la Virgen del Carmen”, pensó, y aunque no era hombre devoto, rezó su primera Avemaría de aquella madrugada, y se llevó la mano al pecho y tentó la medalla que colgaba de su cuello, que le había regalado su mujer.

El barco estuvo derivando hacia los arrecifes en todo lo que quedó de noche. El patrón tuvo tiempo para pensar mucho, pero no lo hizo. Sabía que en momentos así es preferible concentrarse en la acción. Bajó a menudo hasta la sala de máquinas, para animar a sus motoristas, que se habían enfrascado en su trabajo y estaban junto al eje del motor, empapados de grasa y agua, en medio de una confusión infernal, como podían estar en el taller más tranquilo, limpio y bonito del mundo. Eran buenos profesionales y hombres de mar. También hizo muchas marcaciones gonio del radiofaro de Trafalgar, y pudo observar que el barco no iba derecho hacia él, sino que derivaba algo al este, seguramente impulsado por la corriente de marea, lo que le dio esperanzas de dejar atrás los arrecifes y poder entrar en la ensenada de Barbate, limpia de piedras, donde no había peligro de encallar y tendría fácilmente socorro y remolque. Pero ¿cuándo cambiaría la marea? No lo sabía, es más, no tenía ni idea, y tampoco disponía de las Tablas con las que poderla calcular, porque nunca las llevaba a bordo. Lamentó no ser mejor navegante, pero consiguió evitar el dejarse llevar por un arrebato de desesperación. ¿Qué más le daba cuándo cambiaría la marea? ¿Podía hacer algo para cambiar su destino que no fuera reparar lo antes posible el motor? No. Pues entonces.

Poco antes de amanecer, cuando ya clareaba levísimamente por el este, empezó a ver los pantallazos del faro de Trafalgar. Marcaba 60º, lo que le hizo aumentar sus esperanzas de salvarse en Barbate. Pero una hora después, cuando ya era de día, la marcación no había variado, lo que le indicaba que derivaba ahora directamente hacia el faro, es decir, hacia los arrecifes que lo precedían, y con ellos hacia la pérdida del barco y quizá la muerte.
El faro de Trafalgar, al fondo. Los acantilados de areniscas de Barbate, a la derecha. Entre los dos, el poblado de Los Caños de Meca, y ante él los bajos y arrecifes de La Aceitera.

Amanece y el marrajero navega sin gobierno, llevado por la corriente de marea hacia su perdición.


La luz de la mañana le permitió hacerse una idea de cuál era la situación. Cuando el barco remontaba la cresta de una ola, podía ver que otras muchas rompían a su alrededor, sobre todo en dirección suroeste, y hacia el norte, y en dirección al faro. Esto le hizo pensar que había rebasado ya el Banco del Hoyo y se encontraba encima de los bajos, rumbo hacia la Aceitera. Sintió por primera vez un escalofrío que le recorrió la espalda, tan real y a la vez tan extraño, como si no fuera suyo, como si fuera la presencia de un fantasma que le advertía de donde se estaba metiendo. Y luego otro escalofrío. “Gracias por vuestra compaña, compadres”, pensó con cierta ironía, pero no tuvo tiempo de más, porque fue entonces cuando su barco, en el seno de una gran ola, pegó el primer golpetazo contra el fondo.

¡Qué sensación, tan nueva para él, que nunca se había visto en una así, y a la vez tan terrible! Bajó a la sala de máquinas, pero sin correr mucho, teniendo cuidado con cada paso que daba. Allí estaban los dos motoristas, de pie, esperando su llegada, con una sombra de confusión y miedo en los rostros cubiertos de grasa.
- ¿Entra agua? – les preguntó en un grito.
- No – le contestó el primer motorista – el barco está intacto.
Porque si el golpe hubiera abierto una vía de agua, inmediatamente se la hubiera visto correr hasta el punto más bajo de la sentina, que estaba allí mismo, en la sala de máquinas.
- Ya casi hemos terminado – continuó diciendo el primer motorista, quien  no pudo evitar que al final se le quebrara la voz en un sollozo.
- Pues a por ello – les dijo el patrón, con toda la tranquilidad que fue capaz de sacar del fondo de su valor, para intentar darles ánimo -. A por ello que esto no ha sido más que un rocetón y el barco está ya dentro de la ensenada de Barbate.
Sabía, naturalmente, que les estaba mintiendo, y a él no le gustaba mentir. Pero a este disgusto lo superaba la convicción que tenía de que lo mejor en aquellos momentos para aquellos dos hombres era seguir trabajando en la avería, que esto era lo único que podía darles la esperanza que necesitaban para afrontar lo que se les estaba viniendo encima.
Ya saliendo de la sala de máquinas se topó con su marinero más viejo y respetado.
- ¿Qué ha pasado? – le preguntó éste con los ojos desencajados.
- Nada, todo está en orden. ¿Y la gente?
- En el rancho, como tú dijiste.
Y para allá se fue, con su marinero detrás. Cuando abrió el portillo para entrar le dio una bofetada de aire caliente, puro calor humano, que lo emocionó. Y a medida que adaptaba sus ojos a la oscuridad pudo ir viendo los rostros de todos sus hombres, sentado cada uno en su catre, que lo miraban interrogantes. Algunos estaban llorando. Sus dos hijos se tiraron hacia él y se le abrazaron. Todo esto lo ayudó a recomponerse, a adoptar la frialdad del que manda, la que sus hombres necesitaban precisamente ahora.
- No pasa nada – les dijo con una voz tan tranquila que él mismo se sorprendió al oírse -. Hemos dado un taconazo contra una piedra, eso es todo. Pero nuestra quilla es dura, y lo ha resistido. Estamos ya muy cerca de Barbate, y muy pronto vamos a tener de nuevo máquina, porque la avería está casi reparada.
Se dirigió hacia la escalerilla que llevaba a cubierta, dejando a sus hijos atrás de un manotazo. Ya en ella, se volvió y dijo:
- Ahora bien, la mar está muy viciosa. Muchas olas están rompiendo sobre el barco. De manera que no quiero que, bajo ninguna circunstancia, salga nadie del rancho. Hasta que yo lo diga.
Y allí los dejó. En los escasos segundos que tardó en volver al puente le entró una angustia que le dio hasta ganas de vomitar, a él, que jamás en su vida se había mareado. Pero enseguida se recompuso.
Lo que vio desde allí arriba lo sobrecogió. Ahora innumerables olas rompían alrededor de ellos, y el faro destacaba muy cerca. ¡Virgen del Carmen!, estaban, sin lugar a dudas, encima de la Aceitera. Alguna alarma misteriosa que sonó dentro de él le hizo asomarse al alerón de estribor y mirar hacia popa. Vio cómo se les acercaba una ola enorme que, milagrosamente, no había roto todavía. Cómo su lomo crecía y crecía por detrás de ellos. ¡Iba a rompérseles encima! Se sintió fascinado, como si aquella masa salvaje de agua lo hubiera hipnotizado. Inmediatamente después, todo se convirtió en una atronadora confusión. Sintió el agua en la que estaba sumergido, mucho más caliente que el aire helado de aquella mañana trágica, y varios golpes fuertes que sin embargo no le dolieron. Creyó que había muerto ya, y no le pareció extraño. De pronto se vio flotando en la superficie de las aguas embravecidas. Miró alrededor. Ni rastro de su barco. Pensó en sus hijos. No pudo evitar gritar un alarido de dolor, que nadie oyó, ni siquiera las gaviotas que lo sobrevolaban en aquella terrible confusión. Apretó entre los dientes la medalla de la Virgen del Carmen, que colgaba de su cuello. Le pidió a la señora por sus hijos, que les salvara las vidas. Y se dejó llevar por el temporal, pero luchando por mantenerse a flote, por no ahogarse, como todo un hombre.

Cuando abrió de nuevo los ojos estaba tendido en una playa, sobre la arena seca pero muy cerca del rompeolas, que seguía bramando enfurecido. Vio ante él dos guardias civiles que lo miraban con curiosidad.
- ¿Cómo está usted? – le preguntaron.
¿Y qué más le daba?
- Mis hijos…- quiso preguntar él a su vez, pero no le salió la voz del cuerpo, de modo que comprendió que no podía quedarle mucho de vida.

Un gran amigo suyo, casi un hermano, y su tío, porque padre no tenía, habían llegado desde Algeciras en un taxi, alertada la gente de aquel puerto por la Guardia Civil desde que al alba vieron al barco derivar hacia la costa. Ahora corrían hacia la playa. Cuando el amigo llegó hasta el patrón se arrodilló junto a él y le cogió las dos manos con fuerza, pero no se atrevió a hablarle. El patrón entreabrió los ojos, que había tenido cerrados. Todavía llevaba entre los dientes la medalla de la Virgen del Carmen. El amigo notó cómo las manos del patrón se apretaban débilmente a las suyas. Luego se aflojaron.

El patrón había muerto, como lo hicieron los miembros de la tripulación del marrajero, cuyos cuerpos, no todos, fueron recuperados al cabo de semanas o meses en sitios muy alejados de la Aceitera, llevados por las feroces corrientes del Estrecho, caóticamente. El amigo no pudo olvidar jamás aquellos momentos. La madre y la mujer del patrón odiaron a la mar desde entonces, como tantas otras mujeres marineras que han perdido en la mar a sus hombres.

Cuando pienso en los acontecimientos que se describen en esta narración, no puedo evitar que se me venga a la cabeza un concepto que la gente ilustrada de hoy consideraría como supersticioso, el de la predestinación. Para el protagonista de una tragedia, el que va a morir o la que ha visto morir a los que quería, es difícil aceptar que esa muerte que llega es la consecuencia estúpida de un azar que tuerce inesperadamente el rumbo que hasta entonces llevaban sus cosas. Es mucho más consolador asumir que hay un plan supremo, el mismo que rige todos los movimientos del universo, en el que estaban previstas esas muertes. Las cuales han tenido lugar por un designio misterioso que, aunque nosotros no lo podamos comprender, las dota de sentido.

Eso es el destino, cuya aceptación nos ayuda a los pobres humanos a afrontar la adversidad.