sábado, 25 de octubre de 2014

Perdido en el camino de las Huachas (Chiloé)

Son mucho los caminos rurales que existen en Chiloé. Algunos de ellos son enlaces fundamentales para comarcas enteras, y su conservación suele ser excelente. Pero otros muchos solo sirven a grupos campesinos muy pequeños, a veces hasta nada más que dos o tres familias. Cuando llueve mucho, y eso es moneda corriente en Chiloé, estos caminos casi particulares sufren el embate de la naturaleza y muchas veces quedan inhabilitados por semanas. Se vuelven trampas peligrosas.

No digo esto por decirlo, sino porque anteayer mismo fui víctima de uno de esos caminos perversos. Pero debo añadir enseguida que por encima de mi desgracia está el conocimiento que, gracias a ella, tuve de la calidad humana de la gente de Chiloé. Y también mi relación con el barro chilote. Ahora creo que no se puede ser totalmente de aquí si no se ha empapado uno alguna vez de barro, untado de él por todas partes como si uno fuera un pan y el barro la manteca de la tierra. Eso hice yo ayer, sin haberlo deseado y finalmente a mucha honra.

Entro ya en mi historia. Tenía que ir desde Duhatao a Castro, la capital de la isla. En vez de seguir la ruta habitual, primero de Duhatao a Ancud por caminos en parte ripiados y en parte asfaltados, y luego de Ancud a Castro por la ruta 5, último tramo de la Panamericana que cruza el continente de Norte a Sur, decidí ahorrarme 25 kms cruzando de Duhatao a Chepu por el camino de las Huachas, un precioso camino rural que atraviesa un lindo paisaje de bosques y praderas. Después del temporal que había durado una semana, anteayer el día estaba radiante, luminoso, con lo que mi decisión parecía y era acertada.

A mitad de este camino caí en una trampa. He pasado muchas veces por aquí y el camino principal ha sido siempre inconfundible con los ramales derivados de él gracias a su aspecto, siempre más ancho y mejor ripiado. Hay un punto en el que del camino de las Huachas se desprende otro que lleva a Tehuaco Alto, una zona boscosa en la que viven muy pocas familias. Lo peligroso es que en esta desviación lo que aparenta serlo es el propio camino de las Huachas, que sufre un giro de 90º, mientras que el de Tehuaco Alto aparece como la prolongación sin curva alguna del de las Huachas. Lo que sucede ahora, y yo no lo sabía, es que las familias de Tehuaco Alto han empezado a mejorar su camino a partir del de las Huachas; lo han ensanchado y ripiado en el extremo más próximo a éste último, de modo que en el punto de intersección el que ahora parece camino principal es el de Tehuaco Alto. Y yo, que conducía mi camioneta, como suelo hacer muchas veces, pensando en otras cosas, disfrutando del paisaje, tratando de identificar a los árboles que veía, etc, caí en la trampa como puede caer una pobre mosca en la que le ofrece una planta carnívora. Me metí en el camino de Tehuaco Alto sin darme cuenta de lo que estaba haciendo.

En esta foto satelital (Google Earth) de la región a la que se refiere esta entrada, los bosques son de color verdioscuro y las praderas verdiclaro. El triángulo Duhatao-Puchilcan-Río Chepu es particularmente boscoso, quizá la zona más boscosa que persiste en el NE de Chiloé. El camino de las Huachas está representado en rojo, y el de Tehuaco Alto en amarillo.  En cuanto a los puntos numerados:
1.- Donde me equivoqué, dejando el camino de las Huachas por el de Tehuaco Alto.
2.- Donde empecé a tener problemas con el barro y finalmente se atascó sin remedio mi camioneta.
3.- La casa de don Alfonso Pérez.




Un encuentro, normal en la zona, de mi camioneta
con un grupo de vacas y terneros. Detrás va la
 vaquera, empujándolas. Hay que pararse y esperar
que pasen. Tienen, naturalmente, preferencia.

Quizá tenga que empezar explicando que incluso un camino como el de las Huachas tiene un carácter marcadísimamente rural. Los protagonistas de estos caminos, aquellos que marcan las reglas del juego, no son los automóviles, sino el ganado. Puedes encontrarte de frente, como me pasó a mí la mañana de los hechos y muestro en la foto, con un rebaño de vacas con sus ternerillos que ahora están naciendo, o una yunta de bueyes o un cerdo durmiendo la siesta o una pareja de campesinos a caballo de sendas yeguas cada una de las cuales lleva su potrillo trotando detrás. La primera regla de tráfico es, por lo tanto, respetar y evitar al ganado. La segunda, no toparte de frente con otra camioneta en un cambio de rasante, porque el camino es estrecho y todos tendemos a conducir por el centro. La tercera no correr, ir sin prisas, disfrutando de los mil detalles hermosos del paisaje... ¡pero, naturalmente, sin perder de vista el camino!


Dicho todo lo anterior, a poco de penetrar equivocadamente en el camino de Tehuaco Alto, empecé a sospechar que allí había algo raro. El ripio estaba sin apisonar, algunos trozos del camino parecían todavía muy crudos y esta crudeza aumentaba a medida que yo avanzaba. Los alrededores se veían demasiado solitarios, sin casas ni ganados, el bosque aumentaba a medida que íbamos subiendo. En un momento dado un árbol había caído sobre el camino y lo atravesaba, casi impidiendo el paso. Pensé que era una consecuencia de los últimos temporales, pero no se me ocurrió pensar también que si aquel camino tuviera una mínima circulación ya lo habrían quitado. Así que orillé el árbol como pude y seguí avanzando. 

Llegué a la cima del cerro y la soledad era total. Allí el camino estaba ya ensanchado con máquina, pero muchos de sus segmentos ni siquiera habían sido ripiados todavía. Había grandes charcos que suponían riesgos de atasque para mi camioneta. Fui superando unos cuantos con una determinación y un éxito que me sorprendieron. Mientras más obstáculos iba salvando más me convencía de que ya no podría volver atrás, así que yo seguía y seguía adelante, eso sí, cada vez más escamado. Hasta que llegué al charco que el destino había preparado para que mi camioneta, que se iba pareciendo más y más a un barco cubierto de fango, quedara definitivamente varada. El charco era bien largo, larguísimo. Paré la camioneta antes de entrar en él, dudando; pero cuando recordé todos los obstáculos que ya había dejado atrás, comprendí que no me quedaba otra que seguir. Así que me lancé. Superé con éxito algunos pozos de fango, pero irremisiblemente uno me atrapó y allí quedé.

Mi camioneta atascada en el barro sin remedio.
Las tablas bajo la rueda delantera derecha son
muestra de mi lucha titánica y fracasada por
vencer al barro.
Entonces pasé a la segunda fase de mi odisea. Bajé del coche, busqué piedras y empecé a meterlas bajo las ruedas para ayudar a éstas a salir del atasco. También unos tablones que encontré después. Tuve cierto éxito, llegando a avanzar unos veinte o treinta metros, de pozo en pozo. Al mismo tiempo, entre ir y venir por más piedras y tablas, agacharme para colocarlas, empujarlas, etc, fui tomando, inevitablemente, mi primer contacto con el barro chilote. Al principio ni me daba cuenta, tan convencido estaba todavía de que saldría de aquélla. Pero obstinado en mi lucha contra el barro, enrabietado a veces, convencido cada segundo un poco más de la inutilidad de mis esfuerzos, resbalando y cayendo algunas veces, hundiendo una u otra bota en verdaderos pozos de barros movedizos que podrían haberme tragado todo entero, me fui convirtiendo en un hombre rebozado en barro, solo el rostro, ni siquiera el pelo, quedó libre de él. Entonces me di por vencido, sin perder el honor pero derrotado, convencido ya de que el barro podía más que yo. Mi camioneta quedó como puede verse en la foto.

Y yo pasé a la tercera fase, la de los encuentros. Me dispuse a buscar alguien que me echara una mano e inicié mi marcha cuesta abajo. A mi alrededor había sobre todo bosque, y no encontré  la primera casa hasta que estuve ya a un kilómetro de donde había quedado mi camioneta. Nada más empezar a acercarme, vi en un corral una hermosa pareja de bueyes y me sentí salvado. Pero cuando llegué a la casa, di varios veces los buenos días a gritos, me acerqué y llamé a la puerta, sin tener ninguna respuesta, comprendí que no había nadie.

Seguí mi camino cuesta abajo y 700 metros más allá encontré otra casa. Nada más gritar los buenos días salió un señor, que resultó ser don Alfonso Pérez. Con este encuentro comenzó la cuarta y definitiva fase, en la que no solo se resolvieron mis problemas sino que aprendí varias cosas valiosas sobre Chiloé y su gente.

Lo primero que me sorprendió de don Alfonso fue que él no se sorprendiera de mi presencia. Sabía, en efecto, desde que me vio aparecer que yo era un turista atrapado en el barro del cerro, porque mi caso no era el primero. Luego me contó de una familia italiana, también de un gringo con su gente que se presentó pidiendo ayuda a las diez de la noche. Probablemente mi caso tampoco sería el último, porque el camino de Tehuaco Alto tardaría todavía tiempo en estar habilitado. 

Yo, por el esfuerzo realizado en mi lucha titánica contra el barro y por las consecuentes descargas de adrenalina, estaba sediento, tenía la boca hiperseca, tanto que me costaba trabajo hablar. Así que lo primero que le dije a don Alfonso fue que necesitaba un vaso de agua. Él entró en su cocina y volvió con un maravilloso vaso de chicha fabricada por el mismo con las manzanas de su huerta. Estaba deliciosa, no solo me quitó la sed sino que me devolvió el habla y la vida.

Lo seguí hasta la zona de trabajo de la granja donde estaban sus dos hijos y la señora Sandra, su esposa. Los muchachos, altos y fuertes, quizá mellizos, de entre veinte y treinta años, uncieron la yunta de bueyes y cogiendo la cadena para el remolque partieron hacia donde había quedado la camioneta. Don Alfonso y doña Sandra volvieron conmigo hacia la casa y entramos en la amplia cocina chilota. Allí don Alfonso me sirvió otro vaso de chicha y empezamos a hablar mientras doña Sandra, silenciosa y amable, me preparaba un par de huevos fritos, esos huevos incomparables de las gallinas de campo chilotas que se alimentan de gusanitos y semillas rebuscados por ellas mismas, y un plato de macarrones con carne, más un delicioso pan hecho por ella y un café. Yo, mientras comía con ganas, les iba contando un poco mi vida, la chicha había lubricado mi garganta y devuelto mi voz y mis ganas de hablar. Don Alfonso me contó la suya, muestra típica de la de otros muchos chilotes. Cuando se hizo un hombre partió para trabajar en la Patagonia argentina. Muchos años después volvió con plata suficiente para comprarse la propiedad que es su hogar y en la que llevan viviendo treinta años. Allí criaron a sus dos hijos, que estudiaron pero cuando se hicieron hombres quisieron volver al campo con sus padres. Eso era todo. Vivían felices allí, en medio de aquellas soledades. Don Alfonso sabía que cuando el camino de Tehuaco Alto, que llegaría hasta Coipomó, estuviera terminado, aquella zona se poblaría mucho más. "Es ley de vida", me dijo, "comprarán tierras por aquí, la mayoría de los que llegarán será gente buena, pero también algunos no lo serán tanto, y eso no se podrá evitar". Que ellos eran felices allí se veía en muchos detalles. La entrada hacia la casa desde el camino estaba adornada con una hilera de mañíos perfectamente podados, frente a la cocina había un pequeño jardín, con dos precios rododendros repletos de flores, incluso en la zona de trabajo de la granja lucia una hortensia de grandes flores blancas.

Desde el primer momento hubo empatía entre don Alfonso y yo. Llegó un momento en que me atreví a preguntarle por el Trauco. Él se rió y me dijo que no creía en esas cosas. Yo le dije que la mitología chilota me merecía un gran respeto, que para mí el Trauco no era un enanito grotesco, sino el espíritu del bosque. Quizá esto lo animara, porque empezó a contarme que los viejos, su padre y su abuelo, se tomaban muy en serio esas cosas. Le hablé entonces de la caca del Trauco, que la había yo visto y fotografiado cerca de mi casa, y que yo creía que en realidad era un hongo.También le conté que cuando le enseñé las fotos a mi amiga la Sra Marta, reconoció enseguida la caca del Trauco y me dijo que debía ir con dos machetes cruzados y con uno de ellos destruir la caca haciéndole una cruz.  Entonces se animó y me contó una de esas historias preciosas que cuentan los chilotes cuando les das espacio y respeto para que lo hagan. Me dijo que en la zona de trabajo de su granja, donde las cuadras y galpones, aparecían con cierta frecuencia cacas de Trauco. Y que ellos, siguiendo la tradición de sus mayores, lo que hacían era quemarlas. Enseguida me contó que hace ya años aparecieron un día dos cacas de Trauco juntas y que en el momento de terminar de quemar una de ellas, se oyó salir del bosque el llanto de una guagüita (un bebé). Siendo imposible que dentro de aquel bosque, alejados como estaban de cualquier otra familia, pudiera haber un bebé, lo único que cabe después de escuchar algo así es el silencio, en mi caso un silencio maravillado. Y callados nos quedamos.

Enseguida partimos, "porque los muchachos tienen que haber llegado ya a la camioneta", dijo don Alfonso. Empezamos a subir los 1.700 metros de cuesta al paso vivo marcado por él. Yo, después de meses de vida sedentaria y de mi lucha contra el barro, no podía con mi cuerpo. Así que le pregunté a don Alfonso cuántos años tenía. "Sesentaycuatro", me contestó". Le dije que yo tenia setentaycuatro y sin más explicaciones le di la llave de la camioneta. "Ande usted y abran la camioneta para sacarla del barro, que yo le sigo".

Eso hicimos. Cuando llegué arriba ya habían sacado la camioneta del barro, pero todavía tenían la yunta de bueyes unida a la camioneta con la cadena de remolque, porque más abajo quedaba otro charco peligroso que pasar.

La familia Pérez,  con su yunta de bueyes, salvando a mi camioneta del barro. Uno de los hijos, el más próximo,
actúa como boyero. El otro, atrás del todo, conducirá la camioneta para ayudar a los bueyes a sacarla del barro.
Don Alfonso, en medio, coordinando la operación.
Ya en la camioneta, llevé a don Alfonso hasta su casa. Habíamos superado todos los peligros del camino y él me indicó una desviación algo más adelante por la que volvería seguro al camino de las Huachas. Le pregunté si le debía algo. Me dijo que no. Le insistí, le pedí que me aceptara siquiera diez lucas (10.000 pesos chilenos, escasamente 15 euros) para que los muchachos pudieran beberse unas cervezas cuando bajaran al pueblo.  Me contestó simplemente, "Nunca le he cobrado nada a ningún turista que me haya pedido ayuda. A usted tampoco". Así que no me quedó otra que estrecharle la mano con fuerza y darle las gracias.


Realizado el salvamento de la camioneta, los bueyes vuelven
despacio, pareciera que pensativos, a la tranquilidad de su
corral.
Quiero terminar esta larga historia con algunos comentarios acerca de lo que yo he aprendido.


1).- En Chiloé llueve mucho, pero precisamente por eso, cuando el terreno está en pendiente el paso sobre él de siglos y siglos de lluvias le ha hecho que drene bien. Por eso, andando por el campo no es fácil tropezarse con el barro, que sin embargo lo acecha a uno en los caminos. Basta con que un tramo no esté ripiado y sea llano (y los caminos suelen hacerse con tantos tramos llanos como posible) y con que el terreno sea arcilloso para que se formen grandes charcos que no drenan. Con muchos días de lluvia sobre ella, la arcilla de estos tramos termina empapándose de agua y convirtiéndose en un barro blando y a la vez tenaz, muy parecido a las arenas movedizas de las viejas películas del Oeste (que no eran arenas, sino arcillas), en el que si metes por inadvertencia el pie te hundes hasta la rodilla o el muslo, y en el que tu camioneta, por mucha tracción 4x4 que tenga, puede quedar atrapada. La mejor solución para sacarla de esa trampa es una yunta de bueyes con una cadena. La mejor prevención es ripiar el camino, que consiste en apisonar sobre él con maquinas una masa de grava, que drena bien el agua de lluvia, mezclada con algo de arcilla, que la cementa; esto solo se hace con los caminos principales.
Si eres un campesino chilote tienes forzosamente que usar los caminos de allí, y si los usas, antes o después, en camioneta o a pie, conduciendo ganado o bajándote de un autobús averiado, te tropezarás con el barro chilote y correrás un gran riesgo de ponerte de barro hasta las cejas. 
Por eso yo, que así me puse, me  considero ahora algo más chilote que antes. Y me siento orgulloso de este avance.  

Don Alfonso Pérez, todo un caballero
chilote. Uno más de entre muchos que
hay.
2).- Don Alfonso es un buen representante de Chiloé y su cultura, que lo es de campesinos autosuficientes en una tierra naturalmente boscosa. Al ser autosuficientes (les basta con la leña y la madera de sus bosques, la papa de sus labranzas, las algas y mariscos comestibles de sus playas, la carne y la lana de sus ovejas, la leche de sus vacas, la fuerza de sus bueyes, la rapidez de sus caballos, les basta con todo esto que ya tienen para cubrir sus necesidades básicas) tienen un déficit permanente de la plata (el dinero) necesaria para comprar enseres domésticos, la atención médica, los complementos alimenticios básicos como la harina, el azúcar, el café, el mate, etc. Esta plata la han venido consiguiendo durante años por emigración a la Patagonia argentina y chilena, para trabajar en explotaciones petrolíferas y grandes haciendas de ganado ovino. Emigraban solo los varones, y las hembras quedaban cuidando la casa y la tierra.  Hoy la sociedad rural chilota se va convirtiendo al consumismo, gracias principalmente a la televisión satelital que llega mediante antenas parabólicas al rincón más apartado. También hay fuentes de plata locales, siendo importante el trabajo asalariado en la industria salmonera y mejillonera, que han tenido una implantación espectacular en Chiloé.


3).- En la cultura genuina de Chiloé hay componentes ancestrales que tienen gran fuerza y un enorme interés cultural. Están presentes en la mayoría de los campesinos, incluso en personas como don Alfonso que ha vivido muchos años fuera de Chiloé,  tiene en su granja una tecnología avanzada (usa cercas eléctricas para controlar su ganado, practica el ordeño mecánico, etc) y  manifiesta un nivel cultural y de conocimientos alto. Este fondo ancestral lo es mitológico y muy rico en personajes. Tiene sin duda un origen religioso animista, ligado al chamanismo practicado durante muchos siglos por sus pobladores originarios williches, todavía presente hoy día en las sanadoras machis. 
Este chamanismo ancestral de Chiloé se ha mantenido vivo allí gracias a la enorme fuerza de la naturaleza chilota, en particular de sus bosques inmensos y misteriosos, también de sus mares. Uno lo percibe y lo vive allí con emoción. Cuanto te sumerges en un bosque nativo de Chiloé, uno que lo sea de verdad, jamás tocado por el hombre y sus herramientas, te sientes impresionado, como si estuvieras en un misterioso templo de la naturaleza. Y experimentas dentro de ti la llamada del espíritu del bosque.
Esto lo vives en Chiloé todos los días, lo percibes en mil detalles si eres suficientemente observador. Yo lo describo aquí en mis diálogos con don Alfonso sobre el Trauco. Pero lo he experimentado con casi todos los campesinos chilotes con los que he podido tener un contacto humano. Recuerdo un hombre que conocí cerca de Queilen, al Sur de Chiloé. Era fiscal de la iglesia de su pueblo (una interesante figura religiosa que dejaron hace siglos los misioneros jesuitas y que todavía pervive) y había estado, como don Alfonso, muchos años en la Patagonia argentina. Yo estuve con él solo unas horas. Un par de años antes había tenido lugar la tremenda erupción del volcán Chaiten, en la costa continental, justo frente a Chiloé, y cuando yo conocí a este hombre todavía emanaba del volcán una poderosa fumarola, visible desde Chiloé en lo alto del cielo. Hablando de todo un poco, este hombre se me expresó más o menos así: "La explosión del Chaitén... eso ha sido una seria advertencia que nos ha hecho la Madre Tierra, harta ya de todos los estropicios que le estamos haciendo nosotros a ella".
Esta visión de la Tierra y la Naturaleza como algo nunca completamente explicable, y por eso sagrado, que está en el fondo de la más primitiva de las religiones, el animismo, a mí me conmueve profundamente. Porque me hace ver que los seres humanos, siendo los únicos animales capaces de concebir y comprender símbolos abstractos, desde donde desarrollar lenguajes y culturas, tenemos también un componente espiritual innato, probablemente único entre todos los animales, que nos hace aprehender y vivir lo sagrado.
Por eso, y lo digo sin ironía, con profundo respeto para los ateos que lo son por honrada convicción,  la simple indiferencia tan generalizada hoy día hacia lo espiritual y lo religioso, me parece un ejemplo más de evolución regresiva: lo mismo que los Homo sapiens perdimos el pelo del cuerpo, las garras, la agudeza de los sentidos y posiblemente algunas capacidades parapsicológicas, también estamos perdiendo, a lo largo de nuestro camino evolutivo,  la capacidad de relacionarnos con los trascendente (lo que va más allá de las apariencias racionales) y de experimentar lo sagrado. A mí esto me parece una maquinización de lo humano y, por lo tanto, una desgracia. Por eso admiro a la gente que todavía se atreve a respetar al Trauco.


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P.S. 

El triángulo boscoso entre Duhatao, Puchilcan y Chepu es sin duda una tierra de contactos con el Trauco, quizá porque lo es de interacción entre el bosque nativo y una presencia humana creciente. En mi blog hay otras tres historias que hablan del Trauco en esta zona:
8 Marzo 2011.- El Trauco o Roende. Sus andanzas.
6 Junio 2013.- Un Trauco emerge del bosque.
10 Febrero 2014.- La caca del Trauco y otras sorpresas.




viernes, 24 de octubre de 2014

Naturaleza chilota

Llegué el 18de octubre de 2014  a Duhatao pero hemos tenido un temporal muy fuerte y hasta el miércoles 22 por la tarde no he podido dar mi primer paseo. Lucía un Sol suave y la naturaleza entera estaba exultante, como sucede siempre después de una tempestad.


La primera sorpresa agradable me la dieron los ciruelillos que planté hace dos años, que están reventones de flores. En estos días de transición entre invierno y primavera, el ciruelillo es el único árbol que está en plena floración en Chiloé (pronto lo hará también el ulmo). Sus hermosas flores de un rojo anaranjado contrastan con el verde oscuro de las hojas, dotando al conjunto de una gran belleza. Los ciruelillos quizá sean aquí la primera oportunidad para los picaflores de alimentarse de néctar, y no de los insectos que los nutren en invierno. Pero en Duhatao los picaflores todavía no se ven.



La familia de lobos marinos que habita una roca cercana a Punta Tilduco estaba allí, disfrutando de la tarde. Pueden verse sus cuerpos con muy poco aumento en la parte derecha de la foto. Hasta febrero no migrarán hasta la cercana isla de Metalqui para reproducirse y padecer los esperados males del amor(no pillar hembra en los machos jóvenes, soportar al viejo jefe  macho del harén al que le ha tocado pertenecer en las hembras jóvenes).


Los tordos andaban por todas partes disfrutando de la amable tarde. Son pájaros alegres donde los halla, vuelan en grupos de unos diez, mientras la mayoría busca golosinas entre la hierba uno permanece de vigilancia, para dar la alarma si se acerca algún enemigo. A mí uno de estos vigilantes me dejó fotografiarlo como quise. Debió considerarme inofensivo.


Ya hay bastantes insectos voladores, muchos libando las flores del ciruelillo. Por eso los diucones, hábiles cazadores de insectos en vuelo, también abundaban, siempre posados en el extremo de ramas, esperando su oportunidad. Uno de ellos me dejó que lo fotografiara mostrando su trazo más significativo, el gran ojo rojo.

jueves, 16 de octubre de 2014

Hacia Chiloe



En el tren. 15 octubre 2014

Mi asiento mira hacia delante. Intensa sensación de tiempo, paisajes y paisajes se me van quedando atrás a gran velocidad.

Abandono el árbol padre bajo el que me he cobijado, España, de raíces profundas y amplia copa, en busca como voy de Chiloe, una tierra misteriosa y sencilla de la que también formo parte.

Como si dejara atrás a la mujer madre, España, para ir al encuentro, que siempre es búsqueda, de la mujer soñada, Chiloe. Cuando la reencuentre, cuando observe de nuevo su comportamiento, su estar en el mundo, volveré a comprobar que la conocía desde siempre, incluso desde antes de haber nacido. Que de alguna manera misteriosa estaba hecha para mi y yo para ella.

En el aeropuerto. 16 octubre 2014

Después de haber dormido y comido, releo con un talante más racional, menos poético, las líneas que escribí en el tren.

Un humano, hombre o mujer, es por naturaleza nómada, aventurero. Va por la vida buscando sus ideales, explorando incansable para encontrar la realidad que hay tras sus sueños. Unos llegan mas lejos que otros, eso es inevitable, pero lo importante, lo
decisivo, no es llegar, sino partir. Todos los humanos parten, dentro de todas las personas con gesto aburrido o crispado o mirando al suelo que me cruzo en esta Terminal 4 del aeropuerto de Barajas hay un sueño, su sueño, pugnando por realizarse, vivo ya, haciéndole así su vida digna de ser vivida.

Mi sueño es Chiloe. O un barco tan fastamal cómo el Caleuche anclado en una de sus ensenadas. O uno de sus bosques inmensos, impenetrables e impenetrados, que más parece el fondo de un mar.




En el avión. 16 octubre 2014, 5:00 PM chilenas

A cuatro horas de llegar a Santiago, después de una siesta de ocho horas inducida por una píldora de somnífero. La larga estancia en el avión empieza ya a atormentarnos a todos los pasajeros. Una joven que viaja en el asiento anterior al mio ha encontrado una postura que puede resultarle cómoda, teniendo en cuenta la flexibilidad segura de su cuerpo: pies sobre la cabeza del vecino de delante.

Ahora yo me siento entremedio de dos mundos, dos vidas. Inmerso en el vacío estratosferico, protegido de los 40 grados bajo cero exteriores por la cascarita que es mi avión, gracias a la técnica. Grande que es ella, podríamos sentirnos orgullosos y sin embargo no cesamos de criticarla.

Sin esta técnica aeronáutica mi relación con España y Chiloe a la vez, mi doble vida, se vería muy dificultada. La técnica nos libera de muchas de nuestras limitaciones, deberíamos rendirle un tributo de agradecimiento.

Solo hay un pequeño problema: la técnica, por su propia condición, se enfrenta con la naturaleza, pelea con ella, la doma, la pone al servicio del hombre. Es nuestro perro guardián y a la vez nuestro perro de caza y de presa. Pero el hombre es parte indisociable de la naturaleza. Este es nuestro conflicto, nuestra contradicción. Pertenecemos a dos mundos incompatibles, estamos divididos, somos esquízoos, vivimos permanentemente al borde de la locura.

Esa es nuestra desgracia y nuestra grandeza.

 Grandeza? Si, en cuanto a que solo nosotros podremos tender un puente que nos salve a todos.

Esa es nuestra responsabilidad.



En vuelo sobre Puerto Montt, 17 octubre 2014, 8:45 AM chilenas






A punto  de aterrizar en Puerto Montt puede decirse que estoy ya en el Sur, un Sur chileno tan geográfica y meteorológicamente legítimo como el de Chiloé. Sin embargo...
La foto muestra el campo típico de la comarca de Puerto Montt. Profundamente humanizado, ausente de bosques, hecho de pampas con un trazado muy geométrico, predominando las líneas rectas. Bello, sí, con una agricultura y una ganadería admirables, pero ha dejado de ser prístino, cosa que buena parte de Chiloé lo sigue siendo. Ha perdido ese encanto de lo natural, lo antiguo y hasta lo salvaje, que Chiloé todavía tiene.

Pero que puede perder también.








En Duhatao (Chiloé)17 octubre 2014, a la puesta del Sol.








La foto tomada desde Punta Tilduco, 100 metros sobre el nivel del mar, dice lo que yo no podría expresar con palabras.

 La tristeza infinita del mar crepuscular, las nubes tempestuosas, el Sol poniente ocultándose tras ellas, sus rayos que pese a todo emergen hacia lo alto.

Belleza, en definitiva, cantidades inmensas de belleza. Y melancolía, mucha, muchísima melancolía.

Por fin Chiloé.

domingo, 12 de octubre de 2014

Vientos de Palabras


Antes de partir para Chiloé intento dejar organizada mi nueva biblioteca, donde de entre mis libros innumerables recojo una selección de los que me parece que tendré que releer o consultar. A medida que los voy recolocando en las nuevas baldas, me doy cuenta de la gigantesca cantidad de palabras que los humanos hemos parido desde que aprendimos a hablar, de los escritos innumerables que hemos dejado impresos para siempre en una multitud de libros.

Súbitamente, se apodera de mí la sensación de que hay demasiadas palabras rodando por el mundo. Lo penetran todo como un viento huracanado, llegan tumultuosas hasta el rincón más íntimo. Con frecuencia nos confunden, a veces hasta nos enloquecen de miedo o de ira. Pero sobre todo, lo que hacen permanentemente  es despistarnos, ensordecernos, cegarnos.

Que piense esto un hombre como yo, que intenta ser un constructor de sueños y esperanzas mediante las palabras, ¡es, sencillamente, decepcionante!

Lo que nos hizo definitivamente a los humanos dueños (que debería ser hermanos mayores) de los animales y por ello de las tierras y mares que habitamos, fue el poder de la palabra, esa inocente asignación de nombres que derivó en el lenguaje, la construcción de símbolos y el pensamiento abstracto.

Y ahora nos vemos cercados por un desaliento confuso, aunque todavía suficientemente lúcidos para comprender que estamos convirtiendo las palabras en ruidos interesados, como los que emite una selva tropical a la hora del crepúsculo: un estridente croar de batracios junto al aullar de simios que parecen sombras entre los árboles junto al grigrear de insectos innumerables junto al graznar de loros multicolores. Todo a la vez. Caótico, desordenado, sin dirección. Todo fundido en un complejo bramido de vida. Nada más.

Me detengo un momento a pensar que quizá exagero. Pero no. Nunca antes en la historia han estado los humanos sometidos a un vendaval igual de palabras habladas y escritas, a través de los medios de comunicación, las redes sociales y  la movilidad e interpenetración de todos con todos y contra todos

¿Seremos los humanos capaces de recuperar el valor sagrado de las palabras sencillas, estaremos todavía a tiempo? Esas tan indispensables para nosotros como el oxígeno que respiramos. Amor, esperanza, desprendimiento, valor… por el lado de las buenas; egoísmo, miedo, odio, indiferencia… por el de las malas; bueno y malo como adjetivos calificativos de lo que uno mismo hace.

¿Seremos capaces de volver a articular con ellas un lenguaje que nos permita entendernos unos a otros? ¿Ese lenguaje universal que subyace común bajo las pieles de todos los idiomas y que estamos corrompiendo y degradando, perdiéndolo como dicen que se perdió en Babel?


¿Por qué no vamos a serlo? Pero para ello no nos bastará con hablar y escuchar, viajar y experimentar. Tendríamos también que aprender a leer y recordar, recuperando así  la capacidad de abstracción y el sentido del tiempo. Para que nuestro embobamiento con el futuro pueda compensarse con un conocimiento del pasado. Porque, aunque no queramos creerlo, el hacia dónde vamos depende mucho, muchísimo, del desde dónde venimos. Lo que no nos cierra ningún horizonte, sino que nos da peso, lastre, como a una nave, para que los vientos tornadizos de la verborrea no nos arrastren hacia sus caprichos.

domingo, 5 de octubre de 2014

Navegando hacia Chiloé desde el Sur

Pronto estaré en Chiloé.  Ya  me siento volando por la estratosfera desde España hacia el otro extremo del Mundo, un extremo que también es el mío. Hacia Chiloé, sí, esa intercalación de una <<o>> profunda en el nombre de Chile, que obliga a su <<e>> final a clavarse en el lomo un acento que es una banderola de señales, un ulular del viento entre los árboles o sobre las olas, un grito de alegría tranquila, un misterio.

Aunque en realidad yo empecé a navegar hacia Chiloé hace ya algunos meses. Porque desde entonces vengo jugando en mi PC una aventura virtual que me he inventado yo, la de cruzar en mi velero desde el Atlántico al Pacífico por el Pasaje de Drake, ese mar tempestuoso y ventoso que, al Sur del Cabo de Hornos, media entre el continente americano y la Antártida.

Una carta meteorológica de UGRIB como las que uso en mi
juego. Las curvas son isóbaras, y las flechas marcan la
dirección y la intensidad (por el color y el número de
plumas en la base) del viento.
Uso cartas meteorológicas reales, descargadas  de UGRIB. Salgo del puerto argentino de San Julian para navegar a vela hasta Ancud, en el extremo NW de Chiloé. Una o dos veces al día consulto la información meteorológica, determino la posición de mi barco y trazo el rumbo para la próxima singladura.

En San Julián han empezado siempre para los marinos las aguas magallánicas, frías y traicioneras porque el tiempo puede cambiar súbitamente de una calma a un temporal huracanado y éstos son frecuentes. Alcanzada la Tierra del Fuego, yo intento cruzar hacia Hornos por el estrecho de Le Maire, pero éste es peligroso con vientos fuertes del W porque, en tales circunstancias, las corrientes de marea creciente, que corren siempre hacia el Norte, empujan a un barco pequeño hacia los arrecifes de la isla de los Estados. De manera que si el tiempo está malo dejo la isla de los Estados al W y entro en Drake por fuera de aquélla. Luego, si puedo, me acerco lo más posible al cabo de Hornos para intentar ver su imponente, dramática belleza. Pero enseguida arrumbo hacia el SW y me alejo de la costa chilena, hacia el océano profundo del Pasaje de Drake, donde los peligros son menores. Siguiendo los usos de los capitanes

Mis tres últimas travesías entre San Julián y Ancud. En la segunda, trazada en amarillo, tuve que
contornear la isla de los Estados porque las condiciones en el Estrecho de Le Maire no eran favorables.
La tercera, en rojo, es la que realizo ahora, así que escribo este texto desde mitad del Pasaje de Drake.
La línea verde marca el paralelo de los 58ºS, que no debe atravesarse nunca hacia el Sur por el
peligro de los hielos flotantes
de los clípers que cruzaron por allí en el siglo XIX, para cargar el guano chileno que fertilizaba los campos europeos o llevando buscadores de oro hacia California y el Yukon, me pongo como límite meridional de mi navegación los 58ºS, porque más abajo aumenta mucho el riesgo de encontrar hielos flotantes. Y así voy navegando, ciñendo los fuertes vientos del W y barajando las grandes olas que llegan muy enfadadas y formadas desde el lejanísimo mar de Tasmania, hasta que alcanzo la longitud de los 80ºW, también según las viejas recetas de los capitanes cliperos. Alcanzada esta longitud ya estoy libre de los peligros de las costas chilenas y puedo arrumbar hacia el Norte, yo hacia Chiloé, aunque el Pacífico entero es ahora mío. Finalmente, cuando alcanzo la latitud de Ancud, viro hacia el E y entro en el canal de Chacao, para arribar a ese puerto ilustre del que zarpó un día la goleta que consiguió para Chile todo el SW americano, y que es también mi patria, mi casa.

Jugando así me preparo para el día que podría llegar en que el destino me abriese una ventana para emprender este viaje en real, a bordo de un barco de verdad y a través de ese océano austral que tantos marinos afortunados han podido cruzar. Así soy yo. Las pocas cosas extraordinarias que he hecho en mi vida se han cumplido porque cuando llegó la ocasión, que siempre lo hace por sorpresa, estaba preparado. Y, como lo hacen los niños, una forma eficaz de prepararse es soñando y jugando.


Pero si he traído esta aventura virtual aquí es para decir que cuando arribas a Ancud desde el Sur terrible, después de casi un mes navegando por unas aguas peligrosas y contorneando unas tierras que hoy todavía son salvajes, es decir, prístinas y a la vez desoladas, cuando avistas por fin la tierra de Chiloé, ésta se te aparece dulce  y tranquila, como lo que un marino antiguo llamaría “un regalo de Dios”. Entrando ya en el canal de Chacao empiezas a ver de cerca las jugosas pampas de un verde dorado entremezcladas con las manchas misteriosas y verdioscuras de los bosques. Entonces te das cuenta de que tienes ante ti un admirable equilibrio entre lo humano  y lo natural, lo civilizado y lo silvestre. Frágil como todo lo bello, está allí ante tus ojos, abierto en una invitación al abrazo. Y casi sin darte cuenta te ves desposeído de la sensación de soledad, de exilio y peligro, que te venía embargando durante tu insensato viaje. 

Llegas a tu casa, a tu otra patria, eso es lo que sientes.


viernes, 3 de octubre de 2014

Del Nickjournal (4).- Dos héroes de nuestro tiempo: Wegener y Prusiner

Nelson (1758-1805)
(Publicado por Olo en el Nickjournal el 9 de Junio del 2007. Traido ahora aquí porque tiene alguna relación con la entrada anterior).


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En tiempos en que las sociedades humanas se sentían más inermes que hoy ante la naturaleza y el azar, los héroes eran personajes destacados, a los que se veneraba como a semidioses. Defino a un héroe como un individuo atrapado en una encrucijada de fuerzas que lo superan y que, a pesar de que estas fuerzas se le oponen y pueden destruirlo, no cede en sus propósitos. Todas las grandes naciones imperiales, y España e Inglaterra son ejemplos típicos, han sido, de necesidad, productoras de héroes, porque su gente ha ido de conquista muy lejos y por caminos muy arriesgados. Pero hoy el concepto de héroe se nos ha quedado perdido en el desván. ¿Quién sería capaz de escribir en cinco minutos una lista de los quince héroes españoles que considera más destacados? Y no es que nos falle la memoria de esas personas, es el propio concepto el que se nos encasquilla en los repliegues del cerebro, sin encontrar salida. En mi caso, el último héroe militar que recuerdo, con todos sus avíos mitológicos, ni siquiera es español, sino inglés: el almirante Horacio Nelson, que en aquella mañana de Octubre de 1805, frente a Trafalgar y a una flota francoespañola muy superior en número de barcos y armamento a la suya inglesa, se obstinó en vestirse con todos sus entorchados de almirante, contra la opinión de su estado mayor, que sabía como él que los fusileros de los barcos enemigos acechaban en las gavias el momento del
Agonia de Nelson a bordo del Victory,
en plena batalla de Trafalgar.
abordaje para disparar selectivamente contra los oficiales que identificaban, tanto más encarnizadamente cuanto mayor graduación ostentaban. Y así le partieron la espalda de un balazo a poco de empezar el combate, y murió antes de que terminara, sin ver su victoria. Pero él tenía la convicción de que aquel combate había que ganarlo, como casi todos, desde el ejemplo de los mandos, y quería ser coherente con el mensaje que las banderas señaleras de su navío estaban ya lanzándole a toda la flota: “Inglaterra espera que cada uno cumpla con su deber”.

Hoy los jóvenes pueden seguir viendo, como lo hicimos nosotros, la estatua de Nelson en todo lo alto del Trafalgar Square londinense, pero estoy seguro de que a la mayoría no les dirá nada. Sin embargo, creo que todavía hay sitio en nuestras sociedades para los héroes y que estos, por lo tanto, siguen existiendo. Aparentemente no son como los antiguos, pero les caracteriza la misma abnegación obstinada, o abnegada obstinación, por resistirse a fuerzas que se oponen a sus convicciones. ¿A sus qué? Sí, a sus convicciones, es decir, a aquello en lo que creen aunque no se haya demostrado todavía que sea cierto, y por cuya defensa, conscientes de que un individuo no es, en definitiva, gran cosa, están dispuestos a llegar hasta donde haga falta.

Los héroes modernos no suelen estar en los campos de batalla o en las regiones inexploradas, sino en la ciencia, la política, el activismo, incluso el comercio. Traigo aquí el recuerdo de dos héroes científicos, uno de los cuales todavía vive: Alfred Wegener y Steve Prussiner.

Alfred Wegener (1880-1930)
Wegener, un berlinés nacido en 1880, fue el descubridor de la deriva de los continentes, pieza fundamental de la tectónica de placas y por lo tanto de toda la geología moderna. Tuvo la desgracia de no ser geólogo de formación, sino astrónomo, y de profesar como meteorólogo y valeroso explorador de Groenlandia. Muchos otros científicos habrían visto antes que él un mapamundi, y apreciado las notables correspondencias entre las costas de Sudamérica y África. Pero él vio allí la deriva continental, y creyó en ella, obstinándose durante la mayor parte de su vida en probarla científicamente, a partir de la publicación en 1915 de su libro “El origen de los continentes y los océanos”. Fue él quien dio aquí el nombre de Pangea al continente primigenio.Hizo hallazgos muy valiosos, como la demostración de que el registro fósil del litoral sudamericano era muy similar al del africano, fuerte evidencia a favor de que las dos costas habían estado alguna vez fundidas. Pero los geólogos le exigían propuestas falsificables de un mecanismo para la deriva continental, y él no conseguía dar con ellas. En aquellos años los geólogos
Teoría de la deriva de los continentes
de Wegener
eran un cuerpo cerrado, dentro del que destacaban los relacionados con la industria petrolera, gente enérgica y rotunda. A Wegener le organizaron todo un congreso en América para ponerlo a prueba, y luego lo denostaron, se mofaron de él y no le permitieron integrarse en su selecto círculo. Hubo, por supuesto, algunas excepciones, como Du Toit, precisamente un geólogo sudafricano que al trabajar en el hemisferio sur podía comprender mejor sus argumentos. Pero Wegener se convirtió para la mayoría de la comunidad científica a la que debía de haber pertenecido, la de los geólogos, en un extraño, una especie de soñador sospechoso, un tipo sin suerte que consiguió por fin, con muchas dificultades, solo dos años antes de su muerte, una plaza de profesor en una universidad secundaria, la de Graz en Austria. Siguió practicando la meteorología, aunque sin dejar nunca su trabajo sobre la deriva continental. Murió heroicamente a los 50 años, en el curso de una operación de salvamento de un grupo de colegas meteorólogos que había quedado aislado en Groenlandia.

Dorsales oceánicos. El del Atlántico separa la placa tectónica
Sudamericana de la Africana.
Tuvieron que transcurrir cincuenta años desde su muerte para que otros geólogos, mapeando pacientemente el fondo de los océanos, pusieran claramente de manifiesto la presencia de los dorsales magmáticos oceánicos y fundaran por fin, con absoluta consistencia científica, la tectónica de placas. Solo entonces, y en esto la ciencia demostró una vez más que a pesar de ser corporativista, obcecada y hostil, también termina siendo siempre justa, la Geología le reconoció a Wegener sus méritos de precursor genial.

El otro héroe científico que todavía vive es Steve Prusiner, nacido en Iowa en 1942, descubridor de los priones como agente etiológico de enfermedades cerebrales degenerativas, de las que son ejemplo la de las vacas locas o el síndrome de Creutzfeldt-Jakob, bien famosas a través de la prensa de hace algunos años. Era un bioquímico joven al que la casualidad lo llevó a encontrarse estudiando en San Francisco otras
Stanley Prusiner (1942-  )
enfermedades similares, como el Scrapie de las ovejas. Por más que purificaba extractos infecciosos procedentes de animales enfermos, no lograba encontrar en ellos ni rastro de DNA, solo proteína. Pero el paradigma vigente entonces exigía que cualquier agente infeccioso tenía que ser como mínimo un virus, dotado de un corazón de ácidos nucleicos. Un científico brillante y ambicioso hubiera abandonado pronto una línea de investigación tan poco prometedora y resbaladiza, al borde mismo de lo herético. Pero Prusiner era obstinado. Se limitó a hacerse la pregunta: ¿y si el agente infeccioso es, pura y simplemente, una proteína, digan lo que digan los dogmas? Esta fue su visión, y en su búsqueda siguió. Propuso en 1982 la hipótesis de los priones, proteínas que, según la forma en que se organicen dentro de las células cerebrales, causan o no efectos degenerativos en ellas; algo así como los hinchas en un estadio, que pueden estar disfrutando del partido, sentados ordenadamente en las gradas, o acumulados en una masa malherida en la estrechez de una escalera de salida, llevados por una estampida de pánico. Aunque esta propuesta fue publicada en una de las revistas más prestigiosas, los Proceedings of the National Academy of Sciences, le costó muchos enemigos, que lo denostaron públicamente. Perdió la financiación más importante y prestigiosa de que disponía, la del Howard Hughes Medical Institute, y le faltó poquísimo para no ser promovido a profesor con tenure, es decir, ser expulsado de su universidad. Pero Prusiner persistió, y terminó probando científicamente su teoría, con todo rigor, hasta sus últimas consecuencias. En 1997 le concedieron el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en solitario, lo que no se había hecho nunca en los diez años anteriores y muy raras veces en la historia del Nobel desde la II Guerra Mundial. La Academia Sueca quiso mostrar así el reconocimiento a su valor tan especial, es decir, a su madera de héroe.

También hay que decir aquí que la ciencia oficial nunca le cerró totalmente sus puertas a Prusiner. No le faltaron valedores científicos de su apuesta, pocos pero comprometidos, ni se le negó un sitio en las páginas de revistas prestigiosas, porque los trabajos que enviaba a ellas eran rigurosos. Pero tuvo que soportar la presión de los escolásticos, los partidarios del orden establecido, esos que toda institución que quiera persistir en el tiempo necesita para que no la destrocen en poco tiempo los locos y los oportunistas, pero que también pueden aplastar a los innovadores y los héroes.

Así es la condición humana, incluso la de los científicos, que tienen vísceras como cualquier hijo de vecino. Y porque es así, y así va a seguir siendo, siempre necesitaremos
a los héroes que, estoy absolutamente seguro de ello, nunca nos faltarán. Y si no al tiempo.
(Escrito por Olo)
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Placas tectónicas y choques de civilizaciones


El conflicto que se vive estos días en Hong Kong, la antigua colonia británica que hoy forma parte de la República Popular de China, es un buen ejemplo de los conflictos entre civilizaciones. Allí están chocando un modo de entender la vida propio de la civilización occidental, el de los jóvenes honkongueses que quieren democracia y libertad, con un modo autocrático de entender lo político y lo social, el del gobierno chino, heredero por una parte de las viejas dinastías imperiales y por otra del comunismo más rancio.

El choque es violento, estruendoso, llamativo. Pero no es más que un pequeño terremoto. Las divergencias entre las dos civilizaciones que ahora están chocando allí son mucho más profundas y solo podrán resolverse en períodos de tiempo mucho más largos que las semanas, como mucho meses, en que los estudiantes rebeldes quieren satisfacer sus reivindicaciones.

Algo parecido sucedió hace ya cuatro años con la llamada Primavera Árabe, que incendió el Magreb y el Oriente Medio, empezando en Túnez y teniendo como resultado más notable la caída del régimen egipcio. Mucha gente con una visión superficial de los hechos piensa que la Primavera Árabe ha fracasado. Pero si resultó efímera es porque no fue más que un terremoto. Por debajo de ella está el conflicto permanente y subterráneo entre dos civilizaciones, la occidental y la islámica, un conflicto que dará lugar a nuevos terremotos y que tardará muchos años en resolverse del todo. Este conflicto es sutil. En el caso de la Primavera Árabe, quienes representaban a la civilización occidental no eran sino los jóvenes tunecinos y egipcios que luchaban por una sociedad más libre y laica, más democrática y menos corrupta.

Estos choques de civilizaciones presentan muchas analogías con los que tienen lugar en otros entornos del universo. La inmensa mayoría de los fenómenos reales están hechos de movimiento, incluso lo que es absolutamente estático solo puede concebirse como tal en relación a lo que se mueve.

Son muchos los móviles que ocupan simultáneamente el espacio total, tanto el material como el inmaterial. Inevitablemente estos móviles interfieren, a veces uno empuja a otro, en otras ocasiones  hay dos  o más que chocan, o se acercan o alejan. Un determinado móvil puede explotar fragmentándose en mil pedazos que se alejan unos de otros, o mil móviles pueden implosionar llevados por una atracción irresistible, fundiéndose en un solo móvil integrado.

Esta situación afecta a todos los órdenes de la naturaleza, desde el atómico al cosmológico, pasando por los órdenes planetarios y dentro de la Tierra por los órdenes de las distintas esferas que la componen, y dentro de la Biosfera terrestre por protistos, vegetales y animales. También afecta a órdenes que son inmateriales, como los campos de fuerza físicos o las actividades cerebrales. Y a los órdenes que podrían considerarse estrictamente espirituales, como el de las ideologías, las culturas, las civilizaciones, las vivencias y los valores individuales, lo filosófico, lo ético, lo religioso, lo místico. Como clamaba Heráclito, panta rei, todo fluye, y este fluir no es sino movimiento turbulento, lleno de choques y huidas, de encuentros y desencuentros.

Un ejemplo muy claro de esta situación está en la Geología. Desde Wegener la historia geológica de la Tierra puede interpretarse y describirse mediante el concepto de las Placas Tectónicas. Cuando la Tierra era todavía muy joven, la Corteza terrestre fue el resultado del enfriamiento de unos materiales que se solidificaron en un solo continente ancestral, el Gondwana, que flotaba sobre el Manto, mucho más caliente y por ello más fluido y viscoso. Al irse enfriando, este Gondwana fue cuarteándose en varias Placas que, flotando como lo hacían sobre el Manto, empezaron a derivar sobre él como barcos sin gobierno, separándose unas de otras y dando así nacimiento a los Continentes. Los cuales, con el paso de millones de años de navegar sin descanso, habiendo aumentado la distancia entre ellos, tomaron rumbos más y más  caóticos, de modo que algunos se alejaban y otros se acercaban entre sí. Así, la Placa Norteamericana  se aleja de la Europea, la Sudamericana de la Africana, mientras que esa misma Placa Sudamericana y la Placa de Nazca, situada en el océano Pacífico, llevan mucho tiempo chocando y empujándose la una a la otra. En este gigantesco choque geológico,  Nazca se escurre por debajo de Sudamérica, empujándola hacia arriba y plegando su borde marítimo. Así es cómo se ha generado y se sigue generando la inmensa cordillera de los Andes.

En esta enorme e incansable colisión se producen lo que, vistos a escala planetaria, podrían considerarse pequeños incidentes locales. Un trozo nazqueño de corteza lleva tiempo apretándose contra otro sudamericano. Tanto se han apretado que se tensan y flexionan más y más hasta que en un momento imprevisible se produce una rotura y ¡plaf!, lo que sigue es un terremoto catastrófico. O se abre una grieta que deja paso al magma de las capas inferiores del Manto y lo que nace es un nuevo volcán, o una cadena de volcanes próximos.

Donde quiero llegar con esta alegoría geológica es a que lo que a nosotros los humanos nos parecen inmensas catástrofes, como un gran terremoto o una gran erupción volcánica no son, a escala geológica, sino acontecimientos muy secundarios.

Y quiero llegar a eso porque algo parecido sucede con las civilizaciones. El enfrentamiento de la civilización occidental de corte cristiano con la civilización islámica  lleva ya en marcha catorce siglos, casi desde que el Islam nació. Durante este tiempo en España floreció durante siete siglos una avanzada cultura islámica, en Al Andalus; los turcos conquistaron y luego perdieron una parte importante de Europa Oriental; ahora los islámicos invaden pacíficamente Europa a través de la inmigración; y el terrorismo de origen islámico es una amenaza permanente. Pero todo esto, además de la Primavera Árabe y otros fenómenos recientes, no son, cuando vistos desde una escala histórica, sino incidentes locales. Lo permanente es el enfrentamiento, que es atracción, entre la placa europea y la islámica, un enfrentamiento que posiblemente durará mucho tiempo.

Algo parecido empieza a verse entre Occidente y China. Las dos civilizaciones, puestas en contacto, aprietan la una contra la otra, generando conflictos que a nosotros humanos nos parecen muy importantes pero que a escala histórica no son sino incidentes locales. Así la alta competitividad manufacturera china, basada en salarios bajísimos y férrea disciplina social, que está resultando en una profunda y dolorosa crisis económica en Europa. O incidentes que irán a más como la revuelta actual en Hong Kong, derivada de que las democracias de corte occidental son una forma de organización que hace la vida mucho más agradable a los ciudadanos que una autocracia como la china. Etcétera.


Si nos acostumbramos a evaluar los conflictos del mundo con esta escala histórica, nos será mucho más fácil entenderlos y, a partir de aquí, afrontarlos.