martes, 26 de abril de 2016

El Club

Se trata de una extraordinaria película chilena, ganadora de numerosos premios internacionales, que he tenido la suerte de ver. 

 Hoy, cuando el  mundo del cine está dominado por un Hollywood entregado irreversiblemente a los efectos especiales y la apología de la violencia, es difícil encontrar una película de tanta intensidad dramática y tanta calidad.

“El club” es una extraña residencia, en un pueblito de la costa chilena, donde las autoridades eclesiásticas han confinado a varios sacerdotes disciplinados por causas graves:  uno ha sido pedófilo, otro se ha dedicado al tráfico de reciennacidos, un tercero se ha visto involucrado en asuntos turbios en los tiempos de la dictadura militar, y al fin hay uno, afectado de demencia senil, del que todo el mundo ha olvidado por qué está encerrado allí. Se supone que aquello es “una casa de oración y penitencia”, de modo que los allí confinados tienen prohibido bajar al pueblo e interaccionar con sus convecinos. Este extraño club está administrado por una monja cuyos perfiles son ambiguos, en cuanto a que no está confirmada su condición de tal ni clara la medida en que ella pueda estar también confinada allí por culpas mayores.

El caso es que este extraño club ha llegado a ser una casa, más que de penitencia, de olvido. Un olvido que todos los que allí viven han aceptado como tabla de salvación. Se han acomodado a las circunstancias de una vida austera y solitaria pero fácil. Cada uno ha dispuesto del tiempo suficiente para construir su propia historia justificativa. La monja que dirige la casa les ofrece a todos una vida confortable por rutinaria. Y para rematar esta catedral de fantasía, todos juntos han podido desarrollar una pasión inocente, las carreras de galgos, gracias a que el azar ha llevado hasta las mismas puertas del club a un galgo ganador al que cuidan como un pequeño ídolo y del que obtienen premios de dinero con los que pueden ir satisfaciendo sus pequeños caprichos.

De pronto, todo se derrumba. Un cura represaliado que acaba de incorporarse a la casa muere violentamente. Las autoridades eclesiásticas inician una investigación, con lo que se incorpora al club un jesuita joven y duro que está dispuesto a llegar hasta el final, haciendo saltar por los aires todas las contradicciones y misterios que envuelven aquel club fantasmal. Los acontecimientos se precipitan y el final es tan radical como inesperado.

Todos los componentes de esta película son, en mi opinión, sobresalientes, como lo es el equilibrio entre ellos, mérito de su director, Pablo Larrain, que hace cine de arte mayor. Los actores se expresan mucho más por sus gestos que por lo que dicen, pues el guión es sobrio y los textos hablados se limitan a lo indispensable. Destaca la formidable actuación de la monja, Antonia Zegers, su capacidad de expresar las varias facetas de su complejo personaje. La fotografía está impecablemente al servicio de la película, con esa melancolía de la orilla de un mar como el chileno, más de crepúsculos que de amaneceres.


Debo decir que he visto la película dos veces, porque no me pareció haber captado toda su complejidad en el primer pase. También que al final me he sentido solidario de todos los personajes de aquel drama. Convencido de que, al igual que aquellos clérigos confinados bajo el mandato amable de una monja maternal, todos terminamos siendo condenados por una vida que inevitablemente nos erosiona. Como el camino es largo y cansado, como está lleno de fracasos, todos terminamos acomodándonos, inventándonos una falsa vida cuyo relato interior está lleno de autojustificaciones.  Pero también a cualquiera de nosotros, como a los personajes de “El Club”, puede llegarnos un día en que la verdad esencial de nuestra vida  se abra paso como un torrente de acontecimientos inesperados.  Y si como ellos nos obstinamos en ignorarlo, nuestra vida nunca llegará a ser la aventura de búsqueda y superación que podría haber sido. 

Esta es, en resumen, una de las muchas deducciones que podrían hacerse de una película que sin embargo, más que hacerte pensar,  te conmueve. Eso precisamente es lo que consigue el arte verdadero.

domingo, 24 de abril de 2016

¡Pobre España!

Somos tiempo, ésta es la única variable independiente de nuestro Universo. El espacio, sin tiempo, sería inconcebible, como lo serían la masa, la materia, la energía, los sentimientos, los pensamientos, las vivencias. Esta dependencia del tiempo se nos pone más claramente de manifiesto cuando cerramos los ojos y dejamos que sean las innumerables memorias que conviven en nuestro cerebro las que se apoderen de nuestra conciencia. Sentimos ese vértigo del transcurrir y el devenir que son señales inequívocas de que estamos vivos. Tantos recuerdos, tantísimas expectativas, un futuro todavía por hacer pero ya inseparable de nuestro pasado se extiende ante nosotros. Aquí estamos, eso somos. Esperando, viviendo, añorando.

Todos los fenómenos que somos capaces de percibir se desarrollan en el tiempo. Quizá por eso la inmensa mayoría de ellos tienen una cinética ondulatoria. Vienen y van, suben y bajan, crecen y encojen, exactamente igual que lo hacen las olas del mar, con el mismo aspecto caótico, imprevisible. Fuerza y debilidad, felicidad y desgracia, deseo y hartazgo, se desplazan inevitablemente unos a otros.

Y esto, que sucede en la naturaleza inanimada, en todos los seres vivos y en nosotros los humanos, también pasa en la historia. A períodos de plenitud siguen inevitablemente otros de decadencia, a la paz la guerra, a la abundancia la pobreza que puede llegar a ser miseria. Esta profunda verdad la reflejó Orwell en las primeras líneas de su “1984”. Sobre la gigantesca fachada del Ministerio de la Verdad están escritos en letras enormes los tres lemas del Socing, ese socialismo inglés que gobierna en Londres: “La guerra es la paz, la esclavitud es la libertad, la ignorancia es la fuerza”.  El genio de Orwell deslizó esta verdad incontrovertible bajo el aspecto de una contradicción, y ahí ha quedado para que nunca la olvidemos.

La historia particular de España, como cualquier otra, también tiene una cinética ondulatoria, abundante en contradicciones y miserias. Ahora parece que se va precipitando hacia tiempos de tribulación desde aquellas cimas de plenitud de los años 1970’s, ya tan lejanas, cuando el pintor Genovés creo su cuadro “El Abrazo” como símbolo de unos tiempos de unión entre todos los españoles, que recién salidos del franquismo compartíamos muchas esperanzas. ¿Pero era solamente esperanza lo que compartíamos? No. También había miedo, mucho miedo al futuro: los de derechas temían la llegada de los comunistas, los de izquierdas temían la vuelta de los militares, y todos temían el terror de ETA. Fue la mezcla de miedo y esperanza la que nos ayudó a entendernos y a alcanzar metas que habíamos creído inalcanzables. Con la generosa ayuda de la Europa del Mercado Común, naturalmente.

Pues lo mismo debería ser ahora. A la indignación, las tendencias centrífugas, la desazón, la desesperanza que ahora parecen llenarnos, deberíamos intentar con todas nuestras fuerzas añadirle el miedo.

Miedo a perder mucho de lo que habíamos venido ganando, pero sobre todo miedo a perder el futuro que estamos obligados a ganar para nuestros hijos y nuestros nietos.

Y con ese miedo, la esperanza que es confianza en que, si queremos, podremos superar nuestras dificultades.


El miedo y la esperanza cogidos de la mano. Es lo que necesitamos. 

Quizá en eso consista el valor.

Juan Genovés (1976).- EL ABRAZO.- Museo Reina Sofía, Madrid

miércoles, 13 de abril de 2016

De ricketsias, carcinomas, causalidades y casualidades

2015 ha sido para mí un año agitado y lleno de incertidumbres. En enero me detectaron, recién vuelto a España desde Chiloé, una ricketsiosis que resultó producida por Orientia tsutsugamushi, enfermedad bien conocida en Extremo Oriente, donde causa la llamada fiebre de los matorrales, pero prácticamente inexistente en el continente americano, donde solo se han detectado algunos rarísimos casos precisamente en Chiloé. Aunque me curé pronto con su antibiótico de referencia, la Doxiciclina, mi internista quiso que me hiciera un Tac para verificar si quedaba algún daño interno. Y aquí vino la gran sorpresa: se encontró un nódulo en el pulmón derecho que los patólogos clasificaron como “tumor neuroendocrino de células grandes”, con malignidad elevada, aunque la prognosis mejoraba porque el tamaño del nódulo era todavía pequeño. Se procedió por ello a una resección inmediata del lóbulo inferior del pulmón derecho y posterior tratamiento quimioterápico. En estas batallas estuve metido hasta fines de agosto del 2015, cuando entré en un régimen de revisiones periódicas que hasta ahora han sido cada trimestre.

Hace unos días he superado con éxito la segunda revisión, pues ni radiográfica (TAC) ni bioquímicamente se han encontrado en mi entero cuerpo rastros de malignidad. Mi oncólogo se ha mostrado optimista; la próxima revisión trimestral solo será bioquímica. Si las cosas siguen bien el régimen de las revisiones pasará a ser semestral, para culminar en un alta definitiva cuando se cumplan tres años desde el comienzo de la enfermedad.

Me detengo en contar todo esto porque quiero ahondar un poco en esa coexistencia de lo causal con lo casual que constituye el entramado básico de nuestras vidas.

En mi caso, lo causal ha estado independientemente en cada uno de dos acontecimientos probados por la medicina: Orientia tsutsugamushi ha causado una infección tratable con Doxiciclina y un pequeño nódulo pulmonar ha resultado ser  un cáncer de pulmón. Y lo casual en la simultaneidad con que estos dos fenómenos han hecho su aparición en mi cuerpo. Ambos son muy poco frecuentes, pero además las infecciones por O. tsutsugamushi han sido estudiadas exhaustivamente en Extremo Oriente y nunca han estado asociadas con efectos cancerígenos. Gracias a esta simultaneidad, la infección por O. tsutsugamushi, a través de la decisión también casual de mi internista de hacer un TAC exploratorio, ha permitido una detección precoz del cáncer de pulmón y aumentado así mucho las posibilidades de que, a través de la resección pulmonar y la quimioterapia, aquél pueda ser erradicado definitivamente.  Sabido es que la peligrosidad del cáncer de pulmón arranca no solo de su malignidad, sino de que no presenta síntomas detectables hasta que la enfermedad está muy avanzada.

A mí esta rara combinación de circunstancias me produjo asombro y un sentimiento de agradecimiento al Chiloé mágico y legendario que está en el centro de mis afectos, por haberme enviado a O. tsutsugamushi para avisarme a tiempo del cáncer que me amenazaba (ver mi entrada en este blog del 26marzo2015, “Orientia tsutsugamushi”). Pero creo que lo que me ha sucedido tiene un significado mucho más general, y es por eso que me he decidido a escribir esta entrada de hoy.

Uno puede intentar reducir su vida a una gran cantidad de cadenas causa-efecto, cada una de las cuales opera independientemente. Formularé algunos ejemplos: mis genes (causa) determinan muchos de mis trazos físicos y psíquicos (efecto); mis hábitos de vida (causa) condicionan mi salud futura (efecto); la educación que he recibido (causa) determina mi desarrollo profesional (efecto); etc, etc.

Pero la situación real es mucho más compleja. Mi vida es una madeja enmarañada de muchísimas cadenas causales diferentes, que no son independientes, sino que se entrecruzan, complementan, refuerzan, neutralizan, inhiben y potencian de un sinnúmero de maneras distintas. Así, mi salud futura (efecto) dependerá de interacciones complejas entre mis genes (causa A) y mis hábitos de vida (causa B). Además, para complicar más las cosas, muchas de las cadenas causales que soy capaz de indentificar no son biunívocas, sino probabilísticas. Así, el hábito de fumar más de un paquete de cigarrillos diario aumentará mucho mis probabilidades de padecer cáncer de pulmón, pero muchos grandes fumadores morirán tranquilamente de viejos en su cama, mientras que muchos no fumadores  desarrollarán un cáncer de pulmón que terminará matándolos.

Todas estas complicaciones causales introducen la CASUALIDAD en mi vida. Lo casual es lo que sucede o acontece sin que se hagan patentes causas que lo determinen. Tiene tanta importancia lo casual en la configuración que va adoptando esta vida mía que yo podría verla como un camino cuyos grandes hitos o cambios de etapa han venido marcados por casualidades: cómo conocí a la que terminaría siendo mi mujer; cómo encontré mi primer trabajo, ése que le marcó a mi vida un rumbo decisivo; qué enfermedades graves en mi entorno familiar influyeron decisivamente en mis destinos; qué contratiempos accidentales fueron erosionando mis ilusiones juveniles; cómo y por qué empecé a envejecer; todo eso y mucho más.

De manera que para recorrer de una manera lo más satisfactoria posible el inevitablemente azaroso camino de mi vida yo necesito de dos habilidades bien distintas:
1).- La habilidad REDUCCIONISTA, que consiste, como propuso Descartes, en reducir un problema a sus partes elementales e intentar comprender, independientemente, cada una de éstas.
2).- La habilidad HOLISTA, que consiste en abarcar el problema en su totalidad. Lo dejó dicho Hegel: “la verdad está en el todo”.

O lo que es lo mismo, yo debería proponerme un lema de vida que podría formularse así: todo asunto sobre el que yo tenga que resolver debo considerarlo  igual a la suma de las partes que veo en él y algo más que no alcanzo a ver. Siempre existe ese algo más. Por eso los niños, biológicamente dotados para aprender, tienen esa enorme capacidad de asombro. Siempre puede ocurrir lo inesperado.


Para que, actuando así, yo sea capaz de enfrentar  mi vida con una mezcla equilibrada de Reduccionismo y Holismo. Es decir: de análisis y síntesis; ciencia y experiencia; técnica y sensibilidad; razón e intuición; inteligencia e instinto; esfuerzo e inspiración.


En este dibujo del genial Escher hay que ser capaz de ver las partes que lo componen,
es decir, los gansos blancos y los grises. Pero hay algo más: la disposición de estas partes
en un todo lleno de simetrías multiples .