domingo, 28 de agosto de 2016

¿Nos estamos despeñando en los abismos del Antropoceno?



En el curso de un viaje reciente por el SW de USA, he tenido, en un momento dado, una extraña clarividencia. He aquí que está anocheciendo y me encuentro en un camping periurbano de la ciudad de Santafé, capital del estado de Nuevo México. El día ha sido muy caluroso. Nos hospedamos en una cabaña de madera de un camping inmenso y solitario, rodeados desde lejos por caravanas del tamaño de camiones de gran tonelaje, seguramente dotadas de todas las comodidades. Ha empezado a correr una de esas ligeras brisas de la tarde que, en circunstancias así, tanto bienestar aportan. Yo estoy sentado ante una mesita de jardín, al pie de la cabaña, mientras que mi familia va instalándose. El ambiente es apacible, abro el libro que estoy leyendo a lo largo de este viaje, “An image of Africa”, del gran escritor nigeriano Chinua Achebé. Empiezo a sumergirme en su ensayo “The trouble with Nigeria”, en el que va haciendo una disección de los problemas insuperables de su amada patria.

 Y en ese mismo instante me llega la iluminación.

Quizá es el conjunto de circunstancias que acabo de describir, las cuales me han permitido aislarme de la inmensa banalidad de lo inmediato, situándome en una esfera contemplativa, allí donde cualquier ventana misteriosa puede abrirse para tí en cualquier momento. El caso es que mis oídos empiezan a llenarse, poco a poco, de un bramido sordo que parece estar saliendo de las profundidades de la Tierra, aunque en realidad me llega a través de la atmósfera. Está hecho de innumerables explosiones producidas por los motores de miles de vehículos que circulan por las carreteras cercanas hacia dentro y hacia fuera de Santafé, en este tiempo vespertino que todavía es hora punta del tráfico. El contraste entre este bramido y el silencio apacible que por otra parte me rodea es inmenso. Quizá por ese contraste sucede que, misteriosamente, ambos van fundiéndose en una misma cosa, adoptando la forma de una contradicción insalvable. Y en el seno de esta disonancia salta dentro de mi cerebro una chispa, que es la de la iluminación y que se materializa en una sentencia muy breve:

Imposible que los humanos seamos capaces de controlar el cambio climático, imposible que podamos detener  la acumulación de CO2 en la atmósfera. La inercia que nos lleva hacia el desastre es inmensa, imparable, nadie es responsable de ella, y es por eso que nadie será capaz de detenerla”.

A pesar de lo ominoso de su contenido, una iluminación como la descrita te estimula, llenándote con una suerte de optimismo brillante difícil de describir, el que te produce haber descubierto algo que te  convence como una verdad. 

Enseguida te pones a reflexionar acerca de cómo se aplica este descubrimiento a ti mismo, a tu forma de estar en el mundo, a lo que haces y cómo lo haces. Tú eres plenamente consciente de la existencia de un cambio climático de origen antrópico, conoces los efectos indeseables que puede tener, más aún, que está teniendo ya. También sabes que todavía estamos a tiempo de detener este cambio climático, bastaría con que redujéramos a cero la acumulación de CO2 en la atmósfera. El único camino para ello sería reducir el consumo mundial de combustibles fósiles, carbón, petróleo y gas, lo que implicaría, inevitablemente, reducir el consumo de las energías derivadas de estas fuentes, que son la electricidad, la combustión en motores de explosión y los consumos domésticos de gas. Esto traería consigo cambios drásticos en los modos habituales de vida en las sociedades avanzadas y en aquellas otras que han entrado en un claro proceso de desarrollo tecnológico, es decir, en casi todo el mundo.

Ahora te interrogas sobre tu vida cotidiana. Estás en mitad del SW norteamericano, has llegado desde España hasta aquí en una aeronave que ha sobrevolado Groenlandia, consumiendo grandes cantidades de combustible y generando así un CO2 que ha ido vertiendo directamente a la estratosfera, precisamente donde más daño hace. Cuando vuelvas a tu casa usarás tu automóvil para un sinfín de desplazamientos, y como la ciudad en que vives está aplastada por un verano tórrido, tendrás casi permanentemente encendido el aire acondicionado de tu casa. Tampoco renunciarás a ninguno de tus numerosos electrodomésticos, todos ellos hambrientos consumidores de energía. ¿Estarías tú dispuesto a cambiar radicalmente de estilo de vida, reduciendo drásticamente tus consumos? Sabes que no, que serías incapaz de hacerlo, a no ser que te decidieras a encerrarte para siempre en el corazón de tu Chiloé tan querido, llevando allí una vida de campesino cuya única fuente de energía fuera la leña de tus bosques, que es renovable. 

Aun suponiendo que tú fueras capaz de tomar esa decisión tan drástica, ¿cuántos de tus convecinos en España podrían hacerlo? ¿Cuántos ciudadanos de Europa o el Mundo? Estás convencido de que prácticamente nadie.

Tu sensación de que lo que te ilumina es verdadero se refuerza algunos días después, cuando estás visitando el espléndido Museo Getty de Los Ángeles, situado en lo más alto de un cerro que domina todo el paisaje. Ves desde allí los formidables rascacielos de Los Angeles downtown hacia el Este, los bellísimos azules del mar Pacífico hacia el Oeste. Y cuando diriges tu mirada hacia el Norte contemplas algo así como una hendidura lejana que se abre entre dos cerros boscosos. Por su centro corre una anchísima autovía, cinco o seis carriles en cada dirección. La fotografías. Paralela a ella corre otra autovía secundaria de la que ves cuatro carriles que van hacia el Norte. Y esta impresionante estructura está llena de autos, incluso a esta hora temprana de una tarde de domingo en que te encuentras frente a ella.



¿Quién podrá detener este modo de vida, con todo el consumo, el derroche, la acumulación atmosférica de CO2, el cambio climático, que trae inevitablemente consigo? 

Nadie. 

Ningún político ilustrado, ningún dictador benevolente, ni siquiera todos los científicos o todas las iglesias o toda la gente de buena voluntad aliados en un esfuerzo común, ni siquiera ellos podrán conseguirlo a tiempo.

Porque lo que se nos echa encima es la última consecuencia de nuestra cultura tecnológica y consumista. Y cambiar una cultura es como arrancar una muela, solo se hace después de mucho tiempo de un dolor continuado que culmina en el dolor intenso y corto del sillón del dentista. Después de mucho tiempo de deterioro político, económico y social, que van pasando inadvertidos hasta que todo culmina en un final que, dramático o no,  marca ante todo la llegada de algo nuevo.

Algunos científicos han definido el cambio climático que ya está aquí como la llegada de un nuevo período geológico, al que han llamado Antropoceno, porque el agente causal de este cambio es la acción humana.

Como cualquier otro período geológico, el Antropoceno producirá convulsiones profundas en la faz de la Tierra, en la atmósfera y la biosfera. Estas convulsiones resultarán en sufrimiento para los humanos, en particular para los más pobres y desvalidos. También para multitud de otras especies vegetales y animales, muchas de las cuales desaparecerán. Abrirán a la vez, en lo más hondo de nuestros cerebros, interrogantes que nos harán buscar vías de salvación. Algunas de las decisiones que tomemos nos llevarán a los desastres de la guerra y la injusticia. Otras traerán compasión, solidaridad y todo un montón de valores que nos parecerán nuevos. Lo que ya ha empezado a acontecer será, en definitiva, no solo la irrupción de un nuevo período geológico, sino también de una nueva época cultural y social.

Yo no viviré su climax, pero estoy seguro de que sí lo harán mis nietos.

Concluyo bajo la convicción de que el cambio climático que viene no podrá detenerse, sino como mucho mitigarse. Es una conclusión muy dura, por lo que tiene de desesperanzada, pero nos sitúa en un marco de realismo que es condición necesaria para salvarnos.

No se trata de que los políticos y los poderosos no quieran detener el cambio climático, sino que no pueden hacerlo. La nave espacial que es nuestro planeta Tierra navega desde hace ya tiempo sin nadie a los mandos. La sala de control, allí donde deberían estar los mecanismos que permitieran dirigir su rumbo, esa sala de control, si es que existe, está cerrada para la entrada de los humanos, esos seres que somos todos nosotros y que se caracterizan por tener un cerebro, un corazón y una carne palpitantes.

Recomiendo la lectura de un libro muy lúcido que plantea esa necesaria actitud realista, “2052: A Global Forecast for the Next Forty Years”, publicado en 2012 y fácil de conseguir bajo formato Kindle a un precio razonable. Su autor, Jorgën Randers, fue uno de los coautores, con los Meadows y en 1972, del famoso “The Limits to Growth” y no ha dejado de estudiar, durante los más de cuarenta años transcurridos, estos temas.

Mientras más ominoso es un asunto más necesario es tratarlo con serenidad. Esto requiere una inocente ironía y un compasivo sentido del humor. Por eso quiero terminar esta entrada con algunos chistes del gran Andy Singer, que presento en forma de collage.


Recomendaría entrar en el buscador de Google con las palabras claves  “Andy Singer cartoons” y abrir la pestaña de “Imágenes”. Para encontrar así una multitud de chistes verdaderamente proféticos de ese dibujante genial que Andy Singer es. 



miércoles, 3 de agosto de 2016

Un coyote en el jardín


Estoy en casa de una hija mía, en el área metropolitana de San Diego, California. Se trata de un paisaje totalmente urbanizado, pero al estilo de las grandes ciudades norteamericanas, solamente el downtown es una aglomeración de altísimos edificios con cemento omnipresente, el resto está compuesto por barrios interminables (suburbs) de casitas rodeadas cada una de su pequeño jardín.

Aquí, como en muchas otras ciudades, esa enorme área metropolitana tiene una topografía de colinas entre las que corretean arroyos y regatos que no son urbanizables, la mayoría de los cuales permanece en estado silvestre. Sucede así que el campo, entendiendo por tal ese territorio todavía no completamente ocupado por los humanos, puede llegar a penetrar muy hondo en la ciudad.

Y lo hace. En las fotos que acompañan a esta entrada doy fe de que lo hace. Se han tomado desde el otero que ocupa el centro de nuestro jardín y en ellas puede verse, en el bajo ocupado por un regato que separa nuestra casa de otra vecina, nada menos que un típico coyote, con ese aspecto malcomido que los coyotes tienen, sus grandes orejas azorradas y un aire general frustrado, tal y como lo representó en sus dibujos el gran animador Chuck Jones.


Pero ¿cómo puede estar a gusto un coyote en las cercanías de nuestro jardín? Debo decir que incluso puede que se trate de una familia de coyotes, aunque hasta ahora solo hemos visto ejemplares aislados. El caso es que esta situación es habitual en muchas ciudades norteamericanas. Años atrás, muy lejos de aquí, en Virginia y en un enclave urbano parecido a éste de San Diego, llegaban hasta el patio trasero de nuestra casa los ciervos y hacían sus madrigueras allí mismo las marmotas, siendo fácil ver sobrevolándonos a los pavos salvajes. Y muchos años antes, en Ithaca N.Y., los mapaches llegaban por la noche hasta nuestros cubos de basura, que destapaban y registraban.

Hay una causa general que hace posible estos hechos, y es la de la interpenetración de lo rural con lo urbano en las ciudades norteamericanas. Pero la causa específica, ésa que permite que estos fenómenos sucedan con tanta frecuencia es, en mi opinión, la ausencia de perros sueltos en estas ciudades. Y no es que los norteamericanos detesten a los animales mascota, todo lo contrario. Se trata simplemente que, salvo en ambientes muy rurales, como las grandes reservas indias que allí existen, yo acabo de verlo en la Navajo Nation que ocupa un espacio de 25.000 km2, no se tolera la existencia de perros sueltos, mucho menos la de perros abandonados.

Algo parecido he visto en Holanda, donde la interpenetración de lo rural con lo urbano es también grande y donde es fácil acercarse a infinidad de aves y ver corretear a los ciervos. El abandono de perros está severamente castigado como lo que en verdad es, un delito.

Cuando caí en la cuenta de estos hechos me acordé enseguida de mis queridos pudúes de Chiloé, y de la medida en la que perros cimarrones o simplemente no controlados por sus amos los están poniendo en peligro de extinción, al igual que a los zorritos de Darwin, todavía más amenazados. Algo parecido sucede con otros animalitos salvajes en España, donde el abandono de perros por unos amos que desconocen la piedad y los tratan como a muñequitos de peluche que pueden tirarse, es una práctica generalizada y no perseguida ni mucho menos castigada por las autoridades.

Creo que el verdadero Chiloé rural, el de las viejas tradiciones williches, ha sido siempre respetuoso con la naturaleza. Que el descontrol y el abandono de los perros son, tanto en Chiloé como en España, fenómenos de origen y naturaleza urbanos. De unos colectivos para los que el campo es simplemente la no ciudad, en consecuencia forman parte de eso desconocido a lo que no hay por qué respetar.

Y me parece que ya va siendo hora de que en nuestras viejas culturas de raíces ibéricas, esas en las que la gente vivía apretujada en aldeas al pie de grandes castillos, se empiece a perseguir como delincuentes a los que abandonan a sus animales mascotas y hacen sufrir innecesariamente a cualquier otro animal.

Recuerdo ahora la ética de Peter Singer: tenemos el deber de la compasión con todo ser vivo capaz de experimentar un sufrimiento parecido al nuestro. Ese es el caso de la mayoría de los animales.  ¡Me parece tan lógico, tan evidente, tan necesario para nuestro autorrespeto, que nuestras sociedades castiguen a los que no lo hacen...!