lunes, 4 de septiembre de 2017

El transcurrir del espaciotiempo

Mi ritmo de publicación en este blog ha disminuido. Mis lectores más fieles se preguntarán qué ha sido de mí y algunos pueden hasta llegar a preocuparse. Por eso quiero darles noticias mías. Me encuentro bien, aunque sometido a una continuidad de tratamientos quimioterápicos que inducen en mí una inevitable laxitud. El objetivo de la quimio es detener el crecimiento de las células tumorales, matándolas si es posible. Lo inevitable es que, falta de especificidad, también afecta la quimio a muchos tejidos sanos que necesitan crecer para renovarse: las células que tapizan tus mucosas, esa piel interior de tu cuerpo; las que forman tu cabello, tus glóbulos rojos y tu sistema inmunitario; las muchas que tienen que multiplicarse en ese todo tan complejo que es un cuerpo humano.

Trataré de contar mis novedades.

Empezaré por mis altibajos, que son ahora mucho menos psicológicos y más fisiológicos. Palpito al ritmo de los ciclos de quimioterapia, con sesiones cada dos o tres semanas, que me van llegando como grandes y solitarias olas de tempestad. Mi ánimo se mantiene estable pero expectante, atento a los acontecimientos, en una alerta permanente pero tranquila.

Luego está esa sensación de final de carrera. Ese reconocerte como próximo a tu meta física, a la que esperas encontrar tras cada una de las curvas o esquinas de tu camino, pero que de momento no se deja ver. Presientes la cercanía de la muerte con una naturalidad que ya no te sorprende. No te sientes viejo, menos todavía moribundo, porque no lo estás. Te asombras un poco al reparar en que la muerte es en muchos casos, ojalá en el tuyo, la culminación de la vida, y de esto te vas dando cuenta cada día, casi cada hora. Pero te asombras todavía más al evocar cómo en tu juventud, hasta en tu madurez, eras totalmente ajeno a este tipo de consideraciones.

Entonces descubres que lo que verdaderamente eres tú es un viajero en el espaciotiempo, como lo son desde tus semejantes hasta los millones de millones de cuerpos celestes que pueblan el firmamento. Aquellos mismos astros que viste en su profundidad, muchas veces entre nubes, en las noches oscuras y prodigiosas de Chiloé, y que ahora, en tu ciudad española de luz artificial, difusa y perenne, se te ocultan y solo puedes imaginarlos.

Ese espaciotiempo que, como Kant descubrió, es consustancial a nuestra existencia, te llama ahora poderosamente la atención. Tu muerte no va a ser sino tu expulsión definitiva del espaciotiempo. Te dolerá en los afectos que dejes muchísimo más que haya podido dolerte la extracción de la más maldita muela. Pero además te haces la misma pregunta que se ha hecho la mayoría de los humanos que ha estado antes que tú en tus circunstancias: si es que hay algo más allá de ese espaciotiempo al que naciste.

Tú quieres creer que sí, porque eres un hombre de fe. Pero eso no significa que seas capaz de hacerte una idea de la naturaleza de ese más allá. Incluso crees que te sería imposible siquiera barruntarlo desde dentro del espaciotiempo en que ahora estás.

Tu fe te dice que hay una vida eterna que no es espaciotemporal. También que esta vida eterna, aunque le haya sido prometida por Jesús a todos nosotros, hay que ganársela personalmente. Dudas de que esto pueda improvisarse a última hora, aunque tampoco crees que tenga que irse haciendo, paso a paso, a lo largo de toda una vida. Y es que la expresión ganarla o perderla, ahora lo ves, carece de sentido en este caso. Por eso concluyes que, siendo el significado de la muerte el de una salida violenta del espaciotiempo, te será imposible predecir con qué  vas a encontrarte en el más allá, si es que acaso te encuentras con algo.

Todo esto te lleva a rezar. Descubres la profundidad de la oración, su poder. Rezas durante una parte de tu paseo cotidiano con Curro, y al hacerlo no puedes evitar distraerte con lo que te rodea o con tus pensamientos, pero sabes que pese a todo este ruido tu oración no pierde su valor. Quizás como el om mani padme om que sigue el ritmo de los molinetes tibetanos de oración, al menos así te lo imaginas. Intentas rezar con tranquilidad, sin dobles intenciones, te esfuerzas en ello. Y entre tus oraciones se intercala con frecuencia una petición constante, pero nunca angustiada, de misericordia. Esa misericordia que, ya en el Antiguo Testamento, era vista como una manifestación en el espaciotiempo de Dios mismo.

Además, como telón de fondo de todo lo escrito hasta ahora, vives intensamente tu vida cotidiana, tus tareas pendientes, tus estudios, tus lecturas, tus relaciones con la gente a la que quieres, tu ir y venir, tu comer y dormir, tu soñar, tu imaginar, las tardes, las noches, los amaneceres, los días, el calor y la lluvia, el cielo y el suelo. Tus deudas pendientes, tu pasado, lo que fue, lo que pudo ser, lo que no pudo. Tus esperanzas, tus ambiciones, tus éxitos. Y dedicas el tiempo que te sobra, cuando tienes ganas, a reorganizar tu biblioteca a la vez que manoseas y relees fugazmente los libros que te dejaron marcadas sus huellas.


Bello, apasionante, que es ese vivir en el espaciotiempo. Bendito sea.

Quizá haya sido ésta, desde muy joven, mi pintura favorita:
El Senecio de Klee.