jueves, 16 de abril de 2015

Cirugía

Reginald Brill (1934).- Operación quirúrgica
Tras cinco días de abducción he vuelto a mi casa. Poco a poco voy recuperando mi normalidad, mientras se aleja de mí la sensación que he tenido de que esta vuelta lo era de un larguísimo viaje en el espaciotiempo. Creo que la causa de mis distorsiones ha estado en la anestesia recibida durante una intervención quirúrgica que duró cuatro horas. La anestesia total no es como el sueño, se parece más a una muerte temporal. El sueño es un jugueteo entre lo consciente y lo subconsciente, que toma forma de duermevela en los viejos y de grandes aventuras en los jóvenes. La anestesia es el silencio total, la lejanía infinita, el apagón absoluto.

Por eso el despertar de la anestesia es como una confusa resurrección. Sobre todo si tiene lugar en la soledad iluminada y ruidosa de una UCI, tan extraña y hostil. La reacción del resucitado puede llegar a ser brutal, ese fue mi caso, tras cerca de cuarenta horas en la UCI no pude más,  quería arrancarme las vías que me mantenían enchufado a líquidos curativos, librarme de las sábanas y salir corriendo y desnudo para mi casa, que por cierto no tenía idea de dónde podría estar. Solo la aparición de mis hijos me amansó. Luego, ya en una habitación normal del hospital, me mantuve durante más de un día en la desconfianza, con la sensación de haber sido abducido y estar en una tierra extraña y lejana; hasta a mi hermano, que intentaba tranquilizarme paseándome por el hospital y enseñándome sitios que ya conocía, llegué a mirarlo con sospecha, como a un tenebroso abductor que hubiera tomado su forma.

Todo esto fue pasando, con una rapidez que a mí me parecía lentísima. Ahora estoy en mi casa, ejercitando mi pulmón, soplando en un espirómetro mientras escribo o leo. Mi normalidad ha vuelto y el reencuentro con ella está siendo hermoso, como si lo fuera con un viejo amigo.

Ahora tengo tiempo y lucidez para admirar al cirujano que me ha intervenido. Es muy joven, poco más de treinta años, pero ya un experto reconocido en cirugía torácica. Estas intervenciones las hacen por lo que llaman toracoscopia, donde el cirujano introduce en tu tórax por una raja relativamente pequeña tres instrumentos, una cámara conectada a una pantalla que aumenta la realidad, un bisturí y una pinza, todo lo cual maneja por control remoto. Al evocar toda esta destreza, que acaba de sanar mi cuerpo, me doy cuenta de que una parte importante de lo más noble que hay en lo humano está en la alianza de cerebro, ojos y manos.  Y pienso en el poder creador de unas manos inteligentes y sensibles, no solo en los cirujanos, sino en pintores, escultores, músicos, artesanos, campesinos, marinos… tantos otros. También en lo inefable de las caricias de las manos de las mujeres que me han querido, empezando por mi madre. Y en lo confortante y a la vez comprometido de un estrechar de manos sincero.

Recobro mi orgullo por la ciudad en que he nacido, Sevilla, en la que se educó y formó el cirujano que me ha intervenido, aunque luego haya pasado por otros sitios eminentes de la cirugía. Sevilla es una vieja ciudad mediterránea aunque esté orientada hacia el Atlántico. En el siglo XVI fue una capital del mundo, enlace predominante de Europa con América, pero ya en el siglo XVII la pérdida de sus exclusivas comerciales y varias epidemias de peste empezaron a empujarla por la cuesta abajo de esa suave decadencia que comparte con las más ilustres ciudades mediterráneas: Venecia, Florencia, Estambul, Alejandría, Sevilla, todas ellas condenadas a vivir de sus recuerdos. Y sin embargo, como lo demuestran el caso de mi cirujano y muchos otros, llenas de vitalidades que brotan espléndidas cuando les llega su oportunidad.


Ahora espero la rápida curación de mi herida. El cirujano me dejará pronto en manos del oncólogo. Las expectativas son buenas, parece que se extirpó el tumor muy a tiempo. Pero el cáncer es un poderoso enemigo al que no se le debe dar nunca la espalda. Estoy tranquilo, quizá apreciando con algo más de fuerza todo lo que tengo, también tomando con algo más de seriedad todo lo que soy.

martes, 7 de abril de 2015

Expectante

Las palabras ruedan como guijarros llevadas por las turbulentas aguas, heladas, punzantes, de miles de ideas que se derraman desamparadas desde el cono helado que corona la montaña. Me parece imposible subir al tranvía que va a trepar por la empinada cuesta, tan lleno de gente está, pero me empujan, la multitud es porosa, hasta una señora a la que yo, pobre de mí, estaría dispuesto a considerar mi tía me cede su asiento. No veo nada de lo que he venido a ver, solo forros de tela sobre volúmenes de carne humana, tan cegado estoy que tengo tiempo para pensar en mi situación desesperada y a la vez llena de esperanza. El mundo que es la vida contiene en su mismísimo centro una contradicción irreparable y todos los que volamos apretujados allí dentro somos hijos de ella. Llega la noche que siempre ha sido para mí un descanso pero que también es la noche oscura del alma, surcada por pesadillas terribles. Hacia dentro de mi cerebro todo es mucho más inmenso, profundo, inexcrutable que el aparentemente infinito universo exterior. O no, en verdad lo ignoro. Sospecho que la realidad tiene una sola cara, que es una cinta de Möbius en la que las estrellas más lejanas y los sueños más hondos forman parte del mismo camino. Dormiré mal, de eso estoy seguro, me levantaré muy temprano y desayunaré pensativo el café con leche de siempre, mirando sin mirar cómo mi perro Curro me mira a mí. 

Pongo en marcha el cronómetro.

domingo, 5 de abril de 2015

Imperios, cuerpos.

Napoleón (1769-1821) como símbolo de lo imperial, a nivel de lo político pero también de lo individual.
Izquierda: En el puente de Arcole, pintado por Gros en 1796.
Centro:En el trono imperial, pintado por Ingres en 1806.
Derecha:Abdicando en Fontainebleau, pintado por Delaroche en 1845


Un imperio, por majestuoso y temible que parezca, no es sino una criatura más. Nace, crece, vive y muere. Solo que sus dimensiones en el tiempo son muy distintas a las de nosotros, individuos humanos. Llega un día, cuando han pasado cientos de años desde que el imperio se fundó, en que éste alcanza los límites de sus aspiraciones. Ya no puede crecer más. Entonces mucha gente dentro de ese imperio, entre la que se cuenta la más salvaje y despiadada pero también la más ingeniosa y crítica, empieza a dar patadas y mordiscos, físicos o dialécticos, a todo lo imperial que persiste en mantenerse arrogante. Así surgen por todas partes pequeños focos de rebeldía. Al principio son ferozmente neutralizados por las fuerzas del orden imperial. Pero antes o después, ineluctablemente, algunos de estos focos rebeldes resisten y empiezan a crecer. No lo hacen de dentro a fuera, sino a saltos, moviéndose en la oscuridad y brotando  en nuevos focos aquí y allá, desordenadamente, aleatoriamente. A partir de este momento el imperio está perdido, condenado a muerte. Su agonía puede ser lenta, incluso pasar por un período de espléndido desarrollo cultural, pero el tiempo que le queda de vida puede empezar a contarse. Se inicia la cuesta abajo.

Algo parecido pasa con nuestros cuerpos, esas complejísimas joyas animales gracias a las cuales tiene cada uno de nosotros la posibilidad de vivir en plenitud. Nacen minúsculos y necesitados de una madre, crecen alegres, entran pronto en una madurez muy larga y llena de posibilidades. Pero ya aquí, incluso antes de que llegue la vejez inevitable, empiezan los revolucionarios a jugar su papel destructivo. Un cuerpo humano es un imperio. Millones de células se han integrado dentro de él para formar una estructura muy compleja y perfectamente equilibrada. Todas cumplen disciplinadamente con el papel que les ha sido asignado, el equilibrio así alcanzado parece milagroso. Pero no lo es, en plena madurez de estos cuerpos hay ya células rebeldes que pugnan por recobrar su libertad. El sistema inmunitario es la policía imperial que mantiene el orden, eliminándolas. Pero antes o después... la lucha se hace encarnizada... va siendo más y más difícil apagar a tiempo todos los focos de incendio... 

Al imperio corporal le ha llegado la hora de la serenidad. 

La forma última, quizá la más depurada pero en todo caso la absolutamente obligatoria, del valor.


jueves, 2 de abril de 2015

Candor

Esta mañana se me ha aparecido como un fantasma antiguo la palabra candor. Dudo que los jóvenes de hoy la usen, hasta sospecho que muchos ni siquiera la conocen. Pese a todo es una palabra hermosa, sobradamente merecedora de no ser olvidada.

Enseguida me he acordado de Henri Rousseau, al que llamaron el Aduanero, aquel pintor francés de finales del XIX que reinventó la pintura naif, es decir, ingenua, candorosa.

Henri Rousseau.- El sueño (1910).- MOMA, New York
"El Sueño" es quizá la obra maestra de Rousseau, la culminación de su arte, también la última que pintó, cuando tenía 66 años, poco antes de morir. Hombre de origen pobre y vida pobre, que no conoció sino un éxito parcial muy al final de sus días, al que muchos denostaron precisamente por lo naif de su obra, su carencia de perspectiva y de técnica, se mantuvo sin embargo siempre fiel a su estilo, sin ceder nada de sus ingenuas y a la vez extraordinarias pretensiones. La contemplación de una pintura como ésta te llena de un placer tranquilo, por su sencillez pero también por la riqueza armoniosa de sus colores y de sus formas botánicas y animales, tan sencillas y a la vez tan precisas.

La mujer, que es sin duda la protagonista del cuadro, ocupa sin embargo una posición lateral, hasta en esto es humilde el artista. Y es en ella donde el cuadro pone de manifiesto la esencia honesta del candor. Estando desnuda como la naturaleza a la que quiere introducirnos,  no oculta sus dos largas y nada silvestres trenzas, ni mucho menos el hecho de que está tumbada en un sofá, lo más doméstico y urbano, lo menos campestre, que uno pueda imaginarse. Porque el candor es no solo luminoso e inmaculado, sino también, quizá sobre todo, honesto.  

La palabra candor tiene un doble significado: ingenuidad, inocencia, por un lado, y extrema claridad, luz sin mancha, por otro. Representa pues aquello que la inocencia tiene de inmaculado. Desde esta perspectiva, parecería que solo podrían manifestarse como candorosos aquellos humanos que son todavía niños y que por su corta edad tienen en blanco el cuaderno de sus agravios, decepciones y fracasos.

Rousseau testimonia que no es así. Que en cualquier ser humano, joven o viejo, por magullado que esté su ánimo a causa de las heridas del tiempo, hay siempre un territorio interior donde puede habitarlo el candor.

Un candor éste del viejo que solo puede ser una mezcla de inocencia y honestidad, más pasivo que activo, puesto de manifiesto sobre todo en la mirada tranquila con la que ve todo lo que lo rodea.