lunes, 26 de septiembre de 2016

Fronteras interiores de la sociedad de consumo: la Nación Navajo.


Muchos terrícolas que se sienten afortunados viven ya en el seno de una sociedad de consumo. Lo hace toda Europa, casi toda América y una parte creciente de Asia. Para las grandes áreas que todavía se quedan fuera, como sucede con buena parte del Oriente Medio  y casi toda Africa, la sociedad de consumo es el paradigma a alcanzar. La polaridad entre los que ya están y los que todavía no han llegado genera alta tensión en las fronteras exteriores de las sociedades de consumo, ante cuyas alambradas y muros de defensa, a lo largo de todo el Mediterráneo y del borde meridional de USA, se acumulan millones de personas que llegan hasta allí huyendo de la violencia y la desesperanza.


Pero ¿hay también fronteras interiores, barreras que dentro del territorio ocupado por las sociedades de consumo separan a los que no quieren pertenecer a ellas? Por supuesto que sí. No me refiero a los cinturones de miseria y abandono que rodean a muchas megalópolis y que no son sino la cara oculta de éstas, ni a los pequeños grupos humanos que por imperativos geográficos siguen sumidos en una cultura preindustrial y por ello anticonsumista, como pueden ser los Inuits del Ártico americano, o los Amerindios cazadores/recolectores de las selvas amazónicas. Sino a grupos humanos que pudiendo integrarse persisten en su deseo de mantenerse fieles a tradiciones ancestrales incompatibles con la sociedad de consumo, y que tienen tamaño suficiente para que pueda trazarse alrededor de ellos una frontera geográfica.


Yo acabo de encontrarme con uno de ellos: la Nación de los Navajos, enclavada en el SW de USA. 

Los Navajos fueron, junto con los Cheyenes, uno de los grupos amerindios más numerosos de Norteamérica. Una variante guerrera de los Navajos fueron los Apaches, pero los primeros, más numerosos, se adaptaron a una vida de pastores seminómadas de ovejas traidas por los españoles, en las vastas estepas de Arizona y Nuevo México. Cuando los yanquis expulsaron a los mexicanos de aquellas tierras, los Navajos mostraron cierta resistencia al nuevo colonizador. Pero finalmente aceptaron recluirse en una reserva india que con el tiempo no ha hecho más que crecer en tamaño hasta constituir lo que hoy se llama oficialmente la Navajo Nation, un territorio semiautónomo gobernado por los propios Navajos y dotado de unos poderes legislativo, ejecutivo y judicial propios.


La Navajo Nation (Navajo Country en el mapa) ocupa un territorio de 62.000 km2  (aproximadamente 2/3 de Portugal o Cuba) repartido entre los estados norteamericanos de Arizona (AZ en el mapa), Nuevo Mexico (NM) y algo de Utah (UT), con una población de solamente 166.000 habitantes, ya que se trata en buena parte de estepas semidesérticas.

En su territorio se encuentran algunas grandes bellezas de la naturaleza, entre las que destaca el inigualable Monument Valley, inmortalizado por Hollywood y John Ford.




Foto del Valle de los Monumentos tomada desde el Centro de Visitantes y Museo. Las inmensas y bellísimas Mesas tienen un significado religioso para el pueblo Navajo, como en general lo tienen todas las maravillas de la Naturaleza para los pueblos de tradición shamánica. Madre Tierra y Padre Cielo, con toda su majestad, justo frente a nuestros ojos.


En el Centro de Visitantes del Monument Valley hay una piedra tallada en la que se recogen los datos más significativos de la Navajo Nation y que reproduzco a continuación.




Primero se presentan las estadísticas demográficas y de nivel de vida de la Nación de los Navajos. Lo que se pone de manifiesto inmediatamente es que se trata de gente joven y muy pobre, que mantiene todavía una cultura propia aunque amenazada por la integración en USA y que tiene unos hábitos de vida fundamentalmente ganaderos. 
Después de estos datos hay un párrafo que merece la pena traducir:


<<Estas estadísticas muestran que muchas familias Navajo viven en la pobreza. Aunque nuestras vidas se enriquecen por el hecho de habitar una tierra muy hermosa en la que vivieron nuestros antepasados, y donde continuamos con nuestras tradiciones ganaderas y agrícolas, con la práctica de la artesanía y con nuestras ceremonias.  Hoy trabajamos duramente para mantener bien  vivas nuestra lengua y nuestras tradiciones en medio del mundo moderno.>>



Así es. En nuestra fugaz visita, apenas pudimos acercarnos al pueblo Navajo, algunos de cuyos asentamientos veíamos de lejos desde la carretera, perdidos en la árida y grandiosa estepa. El aspecto de estos asentamientos mostraba claramente que esta gente se encontraba absolutamente fuera de nuestra sociedad de consumo. Siempre se trataba de grupos de muy pocas casas, no más de tres o cuatro, frecuentemente solo una, rodeadas de un increíble maremagnum de chatarras variopintas, entre las que destacaban automóviles y camionetas que en otras circunstancias estarían ya desguazados. Tomé algunas fotos desde lejos y a la velocidad de un auto en la carretera, que no reflejaron bien la situación. Por eso he recurrido a una foto tomada de Google Earth que presenta uno de estos típicos asentamientos Navajo y que muestro a continuación.




Este asentamiento tiene una sola casa. Llama la atención la cantidad de objetos  que se desparraman a su alrededor, que mayoritariamente son automóviles, entre sedanes y camionetas. La mayoría de estos autos suelen estar en una situación de desguace, como si fueran los que la familia que vive allí ha venido usando sucesivamente durante muchos años. También puede distinguirse una autocaravana; la presencia de éstas era relativamente frecuente en los asentamientos navajos, poniendo de manifiesto un modo de vida de pastores seminómadas.

Pero lo que muestra la presencia de vehículos medio arruinados es que en una cultura como la de los Navajos no se tira nada. Las máquinas  que ya son inservibles se conservan, por si en algún momento fuera necesario usar para los fines más insospechados alguna de entre sus multitudes de piezas sueltas. Este comportamiento es absolutamente contrario a los mandatos de nuestras sociedades de consumo, establecidas sobre la base de una obsolescencia rápida de los bienes y servicios utilizados, la creación continua de nuevas necesidades y la aparición de nuevas soluciones para satisfacerlas. Todo esto coordinado, movido y fundamentado por el dinero como unidad fundamental de los intensísimos intercambios.


El comportamiento de los Navajos es habitual en culturas ligadas a la naturaleza y alejadas de lo urbano. Yo lo he observado en la gente de la mar de mi tierra andaluza, unos pescadores de altura que jamás tirarán nada de las herramientas y materiales de trabajo que han dejado de serles útiles porque, quién sabe, cualquier día en medio de la mar, alejados de toda asistencia técnica, un trozo de aquel alambre o un cojinete del motor de aquella otra bomba ya arruinada o el tubo de cobre en U de un grupo frigorífico ya desechado, pueden servirles para arreglar una avería de una máquina sin repuestos o enmendar cualquier otro entuerto. También lo he observado entre los campesinos de Chiloé, unos colectivos humanos casi totalmente autosuficientes, a los que precisamente esta autosuficiencia, al alejarlos de los mercados y mantenerlos así con poca plata, los aparta culturalmente de los hábitos de las sociedades de consumo.

No tuve ocasión de hablar tranquilamente con ningún Navajo. Solamente intercambiamos algunas palabras fugaces con un joven guia turístico en nuestra visita al Antelope Canyon. 


El Antelope Canyon se abre bajo una estrecha y

larga hendidura en el terreno y se recorre
como un largo túnel. El viento y la lluvia han 
 erosionado extrañamente las areniscas que
lo constituyen, y los juegos de luces son 
bellísimos.

Nos dijo que estábamos en la Navajo Nation, un territorio autónomo dentro de USA, 25.000 millas cuadradas en las que viven unas 100.000 personas. Que su abuela hablaba la lengua Navajo, su madre la entendía y él todavía es capaz de reconocer algunas palabras, pero se está perdiendo. Y que en todo el territorio está absolutamente prohibido beber alcohol, conservando así lo que en USA fue hace muchos años la Ley Seca.

Nos transportó a través del desierto hasta el cañón en una camioneta 4x4 algo maltratada por el uso y los años. De vez en cuando el camino estaba cubierto por arena blanda que le obligaba a meter la tracción. Observé que para sacarla de nuevo tenía que parar el vehículo y meter por unos instantes la marcha atrás, entonces la tracción saltaba. Me acordé de las viejas camionetas campesinas tan frecuentes en mi querido Chiloé, algunas de las cuales son de tercera o cuarta mano y que raramente se averían. Aunque cuando lo hacen siempre hay tiempo para esperar a que alguien pase y nos ayude a salir de la pana, lo que sin duda hará.


Me acordé mucho en este contacto con la Nación Navajo de Aldous Huxley y su extraordinaria novela Brave New World (traducida al español como “Un mundo feliz”). Aunque Huxley era inglés y su utopía novelada se desarrolla en Londres, dicen que se inspiró para escribirla en la sociedad industrial americana fraguada por Henry Ford y su Modelo T. El libro se publicó en 1932, y Huxley había visitado antes USA, donde quedó muy impresionado con el desarrollo de lo que era sin duda la primera sociedad de consumo. En la novela, que describe una sociedad utópica en la que los ciudadanos, totalmente controlados pero aparentemente felices porque están divididos en castas desde el nacimiento, reciben una educación hipnótica adecuada a su condición y consumen soma, una droga distribuida por el estado que los coloca en el séptimo cielo, ocupan también un papel destacado los llamados salvajes, gente que vive una vida primitiva, agrupados en clanes muy lejos de la sociedad utópica.  Estoy seguro de que Huxley se inspiró en estos Navajos de USA para dibujar a sus “salvajes”.

Y creo que la novela de Huxley es, hasta un cierto límite, premonitoria de lo que ha venido pasando después y merece ser leída de nuevo ahora. Eso es lo que yo voy a hacer.


Aldous Huxley con la portada de la primera edición de su Brave New World




miércoles, 21 de septiembre de 2016

Goya, pintor de almas

La pintura es mucho más que un arte visual. Los cuadros que los pintores crean tienen que hacerse y verse a través de los ojos, sí, pero el sentido de la vista lo es siempre de doble dirección. Cuando hacia dentro, los ojos son lentes muy perfectas que recogen las formas y los colores del espacio exterior y los conducen hasta el cerebro, que los integra en imágenes. Cuando hacia fuera, las memorias que llenan los pliegues del cerebro ayudan con sus datos a lo más noble del córtex cerebral para que cree  todo un mundo virtual que, integrado con las imágenes que le llegaron de afuera,  vuelva ahora desde el cerebro hasta los ojos y,  a través de ellos pero en la dirección opuesta, ilumine e interprete el espacio real que nos rodea. De manera que nunca vemos simplemente lo que está ahí fuera. Vemos lo que queremos y podemos ver. Seleccionamos los elementos del mundo real que, integrados con nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad cerebrales, resultan en nuestra particular visión del mundo.

El arte de la pintura alcanza una culminación cuando el pintor lleva hasta el límite este fenomenal juego de espejos. En el momento en que se decide a pintar algo, lo inspira un conjunto de formas y colores que llegan hasta su cerebro desde el mundo real. Pero allí están esperándolos su sensibilidad y su inteligencia de artista. De modo que lo que su mano traza con sus pinceles en el lienzo es mucho más de lo que sus ojos habían recibido.

Depende del particular genio de cada pintor lo que finalmente crea y nos ofrece. Hay pintores que lo son de almas, quiero decir que van más allá de lo real que han pintado, siendo capaces de plasmar en su obra lo inmaterial, más todavía, lo espiritual que estaba escondido dentro de aquellas formas y colores. Al hacerlo así animan, en el sentido más literal y profundo de este verbo, ese trozo de lo real que termina enmarcado en su lienzo. Para mí son grandes pintores de almas Rembrandt, Brueghel el Viejo, El Bosco, El Greco, Klee, Picasso, Bacon. Y muy particularmente, quizá en cabeza de todos, Goya.

En mi viaje reciente por el SW de USA visité en Los Ángeles el Museo Getty. Salvando las dimensiones gigantescas que lo americano tiene con respecto a lo europeo, este Museo Getty muestra muchas analogías con el Thyssen Bornemiza de Madrid. Siéndole imposible acumular la cantidad de tesoros que albergan las grandes pinacotecas imperiales de la vieja Europa (Madrid, Paris, Viena), intenta tener al menos una representación selecta y equilibrada de lo mejor de cada época, de manera que pueda ofrecer esa visión de conjunto que en los grandes museos se hace muy difícil. 

Yo, en el Getty, nada más llegar a la zona adecuada, empecé a buscar algo de Goya. Y no lo encontraba hasta que dí por fin con un pequeño cuadro, casi una insignificancia, que no conocía y represento a continuación:


El título de este cuadro es "Suerte de varas", en referencia a esa segunda fase de la lidia de un toro bravo, en la que, tras los capotazos y las banderillas de la primera fase, el desdichado toro es picado, lo que significa que el picador, montado a caballo y con sus piernas protegidas por armaduras, le clava al toro una lanza (una pica) en la espalda, entre los omoplatos, para que herido en sus músculos escapulares, pierda fuerza en su tercio delantero. Sin esta faena el matador no podría enfrentarse con el toro, que en posesión de toda su enorme potencia, constituiría un peligro mortal para el primero. En los tiempos de Goya esta suerte de varas era un espectáculo terriblemente cruel, porque a lo largo de ella varios caballos, que no iban protegidos, terminaban desventrados por el toro y morían allí mismo, en la plaza. Hoy día los caballos llevan un peto todo alrededor que impide que el toro les haga daño. Pero todavía cuando yo era pequeño persistía su desprotección, soy testigo de ello. La situación era fatal para los caballos y también muy peligrosa para los picadores, pues si el toro los derribaba, lo que acontecía con cierta frecuencia, podía herirlos gravemente y hasta matarlos. En mis tiempos de niño el espectáculo era, si cabe, todavía más patético que en el cuadro, porque al caballo del picador se le tapaba con un pañuelo el ojo del flanco desde el que el picador retaba al toro, para que no viendo lo que le esperaba no intentara huir.

Observemos el cuadro de Goya. Hay un caballo muerto y otro moribundo en la plaza, los dos víctimas del toro que está ante nosotros. El picador y su caballo han sufrido ya al menos una acometida de este toro, porque el caballo tiene el vientre abierto y las tripas colgando, mientras que el sombrero con el que preceptivamente se cubre el picador ha rodado por la arena. Los rostros y los gestos de todos los que están participando en esta tragedia, toro incluido, ponen de manifiesto que un nuevo ataque desesperado de éste es inminente. Los trazos de la pintura son confusos, los rostros no están dibujados con precisión, hay una mezcla de expectación y desconcierto en los ojos de la cuadrilla de banderilleros que rodea a los dos picadores. Pero el centro del drama está en la mirada y la figura del picador que espera, preparado, la acometida del toro. Manifiesta el hombre una resolución que lo tiene todo de desesperada, quiero decir que está más allá de cualquier clase de esperanza, que ha perdido cualquier rastro de miedo porque ha perdido la conciencia de todo aquello que no sea la cinemática, un tiempo y un espacio sangrientos, de lo que inmediatamente va a acontecer. Esta es la forma más típica que suele adoptar el valor.

Y bien: ser capaz de representar todo esto en una pintura es sencillamente genial. Goya es expresionista, de hecho fue el precursor de ese expresionismo que llegó de la mano de Alemania un siglo después. ¿Pero qué significa esto del expresionismo? Pues que la pintura representa mucho más de lo que sería capaz de representar la mejor fotografía. El pintor expresionista no es un simple testigo de lo que está viendo, interpreta todo lo anímico, lo espiritual, lo metafísico que sustenta a esa escena que está pintando. Es un medium que nos revela lo que hay detrás o dentro de lo que estamos viendo. Nada menos que todo eso. Y esta es la razón por la que muchas de las pinturas y los grabados del gran Goya nos sobrecogen.

Pero Goya es inacabable. Represento a continuación una de sus obras más conocidas, "La Familia de Carlos IV", rey de España del que Goya llegó a ser primer pintor de cámara, y por eso tuvo que pintar este cuadro. En el centro figuran el rey Carlos IV, hijo de Carlos III, este último uno de los mejores reyes que ha tenido España. A su lado, separados ambos por un pequeño infante, su esposa, la reina María Luisa de Parma. Y alrededor de ellos el resto de la familia real, mientras que en la penumbra se ve al pintor que trabaja, como era costumbre en la época, sobre la imagen del conjunto de la familia real en un enorme espejo que ocupa el sitio en que estamos nosotros. 




 
Me llamó siempre la atención en este cuadro la enorme vulgaridad de los rostros del rey y la reina. Al rey le falta esa majestad que es una combinación de serenidad y resolución.  A la reina dulzura, sensibilidad y subordinación al rey, apareciendo ella sin duda como la protagonista central del cuadro. Yo no acababa de comprender cómo los reyes le habían permitido a Goya pintar un cuadro así. Al fin lo he entendido, después de haber leído que tanto el rey como la reina como toda la familia real habían quedado muy satisfechos de este cuadro. Porque lo que hizo Goya fue PINTARLOS EXACTAMENTE COMO ERAN, pero no en sus figuras corporales, sino en sus almas. Y si eran así, difícilmente podrían ellos reparar en su pequeñez moral. María Luisa de Parma fue una mujer dominante y desleal,  públicamente infiel al rey su esposo con un guardia de corps, Manuel Godoy, al que convirtió en primer ministro. Y Carlos IV un hombrecillo bonachón y bienintencionado que desde su debilidad de carácter traicionó hasta al príncipe heredero, Fernando VII, cediéndole la corona de España a un hermano de Napoleón, al que los españoles llamaron despectivamente Pepe Botella.

Goya pintó las almas de todos ellos. Como lo hizo en los dos retratos que presento a continuación, el de Juan Martín el Empecinado, guerrillero en la Guerra de la Independencia contra Napoleón, y el de Fernando VII.


El Empecinado enfoca su profunda mirada sobre el mismísimo plano en que se encuentran nuestros ojos, mostrándose como un hombre valiente y arrojado, resuelto y generoso, con ideas pocas y claras. En Fernando VII hay disarmonía, posturas forzadas y una inquietante deslealtad en la mirada, consecuencia probable de su debilidad de carácter. Fue el peor rey que ha tenido España, protagonista de la destrucción del imperio español por las ambiciones opuestas y a la vez combinadas de Napoleón y los ingleses, dos imperios que emergían por entonces.

Goya, como Rembrandt y otros pintores de almas, cultivó también el autorretrato. De los muchos que se hizo presento aquí dos.



El de la izquierda es de un Goya joven (1.775, 29 años), recien vuelto a Madrid después de haber pasado varios años aprendiendo a pintar en Italia. Es un pintor neoclásico, acendradamente realista. Y un joven independiente, sensual, desaliñado, ambicioso, vitalista. El de la derecha, del Goya maduro (1.815, 69 años) con la mayor parte de su obra ya culminada y en momentos muy difíciles para España y para él mismo. Su manera de pintar, sus trazos, han cambiado totalmente. Ahora es un expresionista sin saberlo. En lo fundamental de su personalidad sigue siendo el mismo que fue de joven, pero el fondo de su mirada es, aunque igual de firme, más escéptico, y la  ligera inclinación que le da a su figura quizá muestre ese relativismo que van dando los años y la vida.