He entrado ya en mi segunda batalla contra el cáncer. Pronto
las cosas se me han complicado: a la semana de un primer ciclo quimioterápico
con carboplatino+etopósido, he tenido que ingresar en el hospital con fiebre
muy alta causada por una neutropenia severa. Después de tres días allí sometido
a un tratamiento antibiótico intenso, he vuelto a recuperar mi normalidad fisiológica
y estoy de nuevo en casa, listo para iniciar un segundo ciclo y más convencido
que nunca de lo maravillosa que es la vida, ese don que, por congénito, no
solemos apreciar mientras se tiene.
Pero no es de eso de lo que quiero hablar aquí, sino del
delirio que me ha sobrevenido durante el tratamiento hospitalario. Se trata de
una complicación derivada de la complicación que me llevó al hospital y ya se
sabe, las complicaciones suelen encadenarse unas con otras en una nefasta
cadena causal, Murphy lo predijo. La American Cancer Society describe el delirio como posible en
pacientes tratados con quimioterapia, y probable en los que de entre ellos
tienen más de sesenta años, una condición ésta que yo cumplo con brillantez. A
mí la experiencia del delirio me ha parecido fascinante, quizá como lo es
cualquier viaje que las circunstancias te obliguen a hacer a las profundidades
de tu cerebro. Es esta fascinación la que quiero compartir con mis lectores.
Empezaré con unas necesarias generalidades. La actividad
cerebral, como cualquiera otra, puede sufrir trastornos. Los más leves pueden
nombrarse como simples trastornos psicológicos, y cuando traspasan la línea de
la enfermedad como psicopáticos. Dicho esto, los trastornos relacionados con
nuestra percepción de la realidad podemos clasificarlos en función de su
duración en el tiempo: si muy cortos, los llamamos alucinaciones, que no son solo visuales; si cortos, de hasta pocos días, delirios; si, traspasando ya la barrera de la
enfermedad, llegan a durar semanas, brotes
psicóticos; y si son más largos o hasta crónicos verdaderas psicosis como la esquizofrenia, la
depresión, etc. Debo aclarar que toda esta descripción es personal y elaborada
con un afán divulgativo.
Una
diferencia fundamental entre la alucinación y el delirio es que mientras la primera
crea una realidad nueva, o mejor, una realidad irreal, el delirio percibe una
realidad verdadera pero, conservando sus parámetros básicos, la reconstruye,
reinterpretándola.
El
famoso cuadro de Mundt, El Grito, es
un buen ejemplo de un trastorno delirante: el puente, el río, la playa plomiza y la mar
lejanas, el cielo incendiado del crepúsculo y el humano que se tapa los oídos,
todos estarían allí, pero el genial Mundt delira para poder expresar a través de esa
escena real una angustia que subyace a todo lo aparente y nos conmueve profundamente.
Mientras que el no menos famoso cuadro de Grosz, Las danzas del hombre gris, podría ser
un buen ejemplo de alucinación. Nada en él es real, al menos no lo es ese
muñeco grotesco que quiere representar a
un humano y de hecho representa una visión alucinada de lo humano, cosificado
por las influencias de la desgracia, la injusticia y la guerra. En los oídos le
han atornillado dos chapas para que no oiga, el cerebro se lo han vaciado y
rellenado de bolas que podrían ser de acero para que no piense, la boca se la
han cosido para que no hable, la piel se le han convertido en vestido que cubre
un cuerpo totalmente vaciado, etc. Sin embargo el hombre-muñeco danza
frenéticamente al ritmo de las órdenes infernales que le llegan desde el taller
y la oficina que constituyen todo su horizonte.
Ahora paso a describir mi experiencia de delirio.
Mi habitación de hospital tiene una estructura sencilla: algo así como un cuadrado en cuya pared digamos Norte se apoya una cama clínica y a su lado, en la esquina NW, un sillón de reposo. En el centro del lado E se abre una gran ventana. En el lado S, apoyada en la esquina SE, una pequeña cama para el acompañante. Rematando todo en la esquina SW por un pequeño pasillo al que se abre un cuarto de baño y al fondo la puerta de salida.
Ingreso en ella desde Urgencias, ya de noche, y a lo largo de las muchas horas de oscuridad e insomnio, salpicadas de preocupación y stress, esta habitación se convierte en algo así como mi entero universo.
El día siguiente transcurre con tratamientos antibióticos y coadyuvantes por vía intravenosa. En todo momento desde que ingresé me ha acompañado, afortunadamente, alguna de mis dos hijas, M y P. Esta primera noche la paso con M. La próxima será P quien vele junto a mí.
Llegada esa segunda noche y cuando me toca echarme a dormir es cuando mi percepción de la realidad empieza a alterarse. No consigo coger el sueño. Me doy cuenta, y esto es ya alucinatorio pero todavía no delirante, de que mi habitación se ha convertido en una gran sala ocupada en su centro por un extraño templo. Entro en él. Está lleno de grandes tinas, ordenadas en filas y columnas, que contienen lo que podrían ser bellotas o nueces y en las que entrenadan algunos que me son totalmente desconocidos. Yo lo hago también. Nadando en seco entre las bellotas le rezo, quizá simplemente le increpo, a un Dios al que percibo frente a mí y al que pido compulsivamente mi curación a la vez que floto y nado entre las bellotas. La escena es profundamente pagana, en cuanto a que mi relación con ese extraño Dios solo tiene como motivo mi eventual curación.
De pronto no solo las tinas llenas de bellotas sino el templo que las contenía y hasta mi entera habitación desaparecen. Yo me encuentro solo en mitad de la noche y en el seno de un campo inmenso como el mar, con algunos árboles que destacan sobre un fondo muy lejano. Sé que hay otros que también se mueven por allí, aunque no los veo, pero los oigo sin entenderlos. También sé que todos recibimos órdenes de que vayamos bailando una danza grotesca, cuyo final será nuestra entrada en los Estados Unidos de América. Así paso un buen rato, cada vez más convencido de que aquello es una inmensa tomadura de pelo, y por ello crecientemente indignado.
Súbitamente, este campo cubierto por un extraño cielo nocturno, porque no tiene ni nubes ni estrellas ni Luna, también desaparece. Yo me encuentro de nuevo en mi habitación de hospital y es ahora cuando mis alucinaciones empiezan a tornarse en delirios. Porque esta habitación, manteniendo su topología, ha cambiado los ratios entre sus dimensiones y su entera apariencia. Ya no es una habitación de hospital sino algo que va adoptando distintas formas con una característica común que yo percibo con certeza: aquéllo es el punto de espera de un encuentro. Pero ¿de qué se trata? Mi sentimiento es que ese alguien que va a llegar tiene una naturaleza que oscila de manera delirante entre lo liberador y lo opresor, pero cuya llegada yo ansío porque acabará con mis incertidumbres.
Recuerdo todavía nítidamente, y por eso me apresuro en transcribirlo, una de esas apariencias cambiantes de mi habitación, quizá la más frecuente. Mi cama sigue estando en su sitio pero ya no es una cama, sino algo así como el hoyo remotamente cónico producido en la tierra madre por alguno de aquellos proyectiles de artillería de la I Guerra Mundial, que machacaron los campos de Verdun más que hubieran podido hacerlo todos los arados galos, romanos o francos que los surcaron durante veinte siglos.
La cama de mi acompañante, esta noche mi hija P, lo mismo está y entonces no es sino la sombra oscura de un centinela agazapado, que desaparece en la negrura de aquella esquina SE. El techo no existe, al menos si lo hace se pierde en las alturas, el sillón de descanso es un conjunto desordenado de alambradas y el pasillo un trozo de chapa que cuelga como una triángulo acuchillado de un vértice en lo alto y se mueve caoticamente cuando el viento lo empuja.
Mi delirio es alimentado por una obsesión: ese que tiene que llegar puede hacerlo en cualquier momento y yo debo salir a esperarlo. Porque para bien o para mal me sacará de allí y eso es lo que más ardientemente deseo.
Aquí empieza mi lucha delirante con P, mi hija/centinela. Cada vez que yo me levanto para huir de mi hoyo, su sombra se mueve en la oscuridad y avanza hacia mí, deteniéndome. "No papá", dice, "acuéstate, es madrugada y el médico no vendrá hasta mañana". En este forcejeo nos mantenemos durante un tiempo indefinido que a mí me parece interminable. Intento convencerla de que debemos esperar fuera, pero ella se niega a permitírmelo. "¿Cómo es posible?" pienso, y hasta llego a dudar que se trate de mi hija P, y hasta llego a ver, en medio de aquella delirante oscuridad, rasgos en su rostro que no me resultan familiares. Incluso empiezo a temer que todo aquello no sea sino una conspiración contra mí.
Así pasan las horas. A veces consigo vencer su voluntad diciéndole que tengo que ir al baño. Me lo permite y cuando paso ante la puerta del cuarto de baño no consigo rebasarla, la realidad me succiona desde allí dentro, porque el cuarto está lleno de luz y tiene un aspecto totalmente normal: todo en su sitio, todo real, limpio y ordenado. Pero en cuanto vuelvo a lo que debía ser mi habitación me encuentro de nuevo el campo devastado de Verdun.
Hasta que amanece. A medida que la luz del alba va entrando a través de la ventana me va expulsando de mi delirio. La chapa rasgada a la que movía el viento desaparece, la puerta vuelve a ser puerta. Mi hija P está allí, junto a mí, con el cansancio de una noche en blanco marcado en su bello rostro. Yo voy dándome cuenta de mis horas de delirio y confusamente intento pedirle perdón. No sé si lo hice, no puedo recordarlo.
En cualquier caso hubiera querido abrazarla. Nada más que eso.
(P.S. En agradecimiento a mis dos guardianas permanentes, M y P. Y a J, que estaba allí sin estarlo)