La imagen corresponde al incendio de este verano en el Coto Doñana, cerca de Sevilla. Pero quiere representar a la Destrucción, en su sentido más universal. |
Finalmente, lo que tenía que
pasar pasó. El terrible atentado de Barcelona estaba al caer, eso lo sabían
todos los que querían saberlo. Y según lo que nos cuentan, si no hubiera volado
por los aires la casa donde los terroristas preparaban sus explosivos, habría
sido todavía más sangriento.
Los capturados hasta ahora por la
Policía, todos o casi todos ya muertos, han sido los ejecutores materiales del
atentado, un puñado de jóvenes de origen marroquí sin preparación militar ni
ficha policial previa. Las características conocidas del asunto hacen inevitable
la conclusión de que formaban parte de un grupo terrorista organizado.
Posiblemente dependían organicamente del ISIS, es decir, tenían unos enlaces y
unos inspiradores que muy probablemente no aparecerán nunca.
Las víctimas, quince mortales,
otras tantas en estado muy grave y hasta un centenar más de heridos,
pertenecían a casi treinta naciones distintas y representaban fielmente al
tropel de turistas que llenaba estos días Barcelona, es decir, al ancho mundo.
Todos, indudablemente, inocentes hasta la mismísima médula de sus huesos. Pero
de eso precisamente se trataba, de cometer un crimen inútil, injustificable.
Algo que pusiera claramente de manifiesto el alcance diabólico, refinado, ciego
y bestial, del odio químicamente puro.
Porque ha sido el odio quien se
ha asomado a Barcelona. El odio es el rey de los demonios. Cuántas veces lo
hemos visto saltar como una chispa en un rincón cualquiera para ponerse a
recorrer el mundo aleatoriamente, como un remolino al rojo vivo, creciendo y
creciendo y destruyéndolo todo a su paso. Luego nosotros los humanos podemos
analizar el asunto con nuestras herramientas, racionalizarlo, encontrar mil
motivos más o menos ocultos que expliquen, sin justificarlo, lo que ha
sucedido. Pero esto no es sino un ejercicio de autocompasión que nos permite mantener
a salvo nuestras esperanzas.
El odio no tiene explicación.
Como fuerza ciega que es lo único que tiene, aquí y ahora, es un comienzo y un
final. Aparece inesperadamente, destruye y vuelve a esconderse. Hasta que
reaparece de nuevo.
Merece la pena detener el
pensamiento en este asunto. Sin sobrecogerse, sin salir a la búsqueda de una
explicación. Simplemente oliendo, palpando, viendo y escuchando al odio.