Mi ritmo de publicación en este blog ha disminuido. Mis
lectores más fieles se preguntarán qué ha sido de mí y algunos pueden hasta
llegar a preocuparse. Por eso quiero darles noticias mías. Me encuentro bien,
aunque sometido a una continuidad de tratamientos quimioterápicos que inducen
en mí una inevitable laxitud. El objetivo de la quimio es detener el
crecimiento de las células tumorales, matándolas si es posible. Lo inevitable
es que, falta de especificidad, también afecta la quimio a muchos tejidos sanos
que necesitan crecer para renovarse: las células que tapizan tus mucosas, esa
piel interior de tu cuerpo; las que forman tu cabello, tus glóbulos rojos y tu
sistema inmunitario; las muchas que tienen que multiplicarse en ese todo tan
complejo que es un cuerpo humano.
Trataré
de contar mis novedades.
Empezaré por mis altibajos, que son ahora mucho menos
psicológicos y más fisiológicos. Palpito al ritmo de los ciclos de
quimioterapia, con sesiones cada dos o tres semanas, que me van llegando como grandes
y solitarias olas de tempestad. Mi ánimo se mantiene estable pero expectante,
atento a los acontecimientos, en una alerta permanente pero tranquila.
Luego está esa sensación de final de carrera. Ese
reconocerte como próximo a tu meta física, a la que esperas encontrar tras cada
una de las curvas o esquinas de tu camino, pero que de momento no se deja ver.
Presientes la cercanía de la muerte con una naturalidad que ya no te sorprende.
No te sientes viejo, menos todavía moribundo, porque no lo estás. Te asombras
un poco al reparar en que la muerte es en muchos casos, ojalá en el tuyo, la
culminación de la vida, y de esto te vas dando cuenta cada día, casi cada hora.
Pero te asombras todavía más al evocar cómo en tu juventud, hasta en tu
madurez, eras totalmente ajeno a este tipo de consideraciones.
Entonces descubres que lo que verdaderamente eres tú es
un viajero en el espaciotiempo, como lo son desde tus semejantes hasta los
millones de millones de cuerpos celestes que pueblan el firmamento. Aquellos mismos
astros que viste en su profundidad, muchas veces entre nubes, en las noches
oscuras y prodigiosas de Chiloé, y que ahora, en tu ciudad española de luz
artificial, difusa y perenne, se te ocultan y solo puedes imaginarlos.
Ese espaciotiempo que, como Kant descubrió, es
consustancial a nuestra existencia, te llama ahora poderosamente la atención.
Tu muerte no va a ser sino tu expulsión definitiva del espaciotiempo. Te dolerá
en los afectos que dejes muchísimo más que haya podido dolerte la extracción de
la más maldita muela. Pero además te haces la misma pregunta que se ha hecho la
mayoría de los humanos que ha estado antes que tú en tus circunstancias: si es
que hay algo más allá de ese espaciotiempo al que naciste.
Tú quieres creer que sí, porque eres un hombre de fe.
Pero eso no significa que seas capaz de hacerte una idea de la naturaleza de
ese más allá. Incluso crees que te sería imposible siquiera barruntarlo desde
dentro del espaciotiempo en que ahora estás.
Tu fe te dice que hay una vida eterna que no es
espaciotemporal. También que esta vida eterna, aunque le haya sido prometida por
Jesús a todos nosotros, hay que ganársela personalmente. Dudas de que esto
pueda improvisarse a última hora, aunque tampoco crees que tenga que irse
haciendo, paso a paso, a lo largo de toda una vida. Y es que la expresión
ganarla o perderla, ahora lo ves, carece de sentido en este caso. Por eso
concluyes que, siendo el significado de la muerte el de una salida violenta del
espaciotiempo, te será imposible predecir con qué vas a encontrarte en el más allá, si es que
acaso te encuentras con algo.
Todo esto te lleva a rezar. Descubres la profundidad de
la oración, su poder. Rezas durante una parte de tu paseo cotidiano con Curro,
y al hacerlo no puedes evitar distraerte con lo que te rodea o con tus pensamientos,
pero sabes que pese a todo este ruido tu oración no pierde su valor. Quizás
como el om mani padme om que sigue el
ritmo de los molinetes tibetanos de oración, al menos así te lo imaginas. Intentas
rezar con tranquilidad, sin dobles intenciones, te esfuerzas en ello. Y entre
tus oraciones se intercala con frecuencia una petición constante, pero nunca
angustiada, de misericordia. Esa misericordia que, ya en el Antiguo Testamento,
era vista como una manifestación en el espaciotiempo de Dios mismo.
Además, como telón de fondo de todo lo escrito hasta
ahora, vives intensamente tu vida cotidiana, tus tareas pendientes, tus
estudios, tus lecturas, tus relaciones con la gente a la que quieres, tu ir y
venir, tu comer y dormir, tu soñar, tu imaginar, las tardes, las noches, los
amaneceres, los días, el calor y la lluvia, el cielo y el suelo. Tus deudas
pendientes, tu pasado, lo que fue, lo que pudo ser, lo que no pudo. Tus
esperanzas, tus ambiciones, tus éxitos. Y dedicas el tiempo que te sobra,
cuando tienes ganas, a reorganizar tu biblioteca a la vez que manoseas y relees
fugazmente los libros que te dejaron marcadas sus huellas.
Bello, apasionante, que es ese vivir en el espaciotiempo.
Bendito sea.
Quizá haya sido ésta, desde muy joven, mi pintura favorita: El Senecio de Klee. |