(I).- MUERTE.
Si la Tierra es vieja de 4.600 millones de años y representamos esta larguísima duración en una hora de reloj, los primeros mamíferos aparecieron hace algo menos de tres minutos, los primeros humanoides hace poco más de uno y el hombre tal y como lo conocemos hace una décima de segundo.
Lo vivo tuvo que hacer un largo camino evolutivo hasta
llegar a concretarse en la especie Homo
sapiens. Pero inmediatamente después los acontecimientos se precipitaron a una velocidad endiablada. El
desarrollo del cerebro, con un notable aumento de su volumen concomitante con la aparición de un neocortex dotado de poderes de abstracción antes inimaginables,
permitió que los humanos, quiero decir cada uno de ellos por separado,
tomaran aguda conciencia de sí mismos. El individuo, como algo radicalmente diferente al espécimen, hizo así su
aparición en el mundo. A partir de entonces las cosas cambiaron.
El Génesis,
al que tenemos que considerar aquí como
un antiguo mito, en el que un lenguaje figurado pretende mostrar hechos y
conceptos muy difíciles de comprender con los conocimientos de la época, simbolizó a esos primeros humanos con
conciencia de ser individuos en Adán y Eva. Una quiebra se había producido
entre el resto de los animales y Adán/Eva. Esta pareja había perdido la
inocencia animal. La manifestación más clara de esta pérdida estaba en la
conciencia que Adan/Eva habían adquirido de la muerte individual. Y fue la visión
aguda, dolorosa y hasta desesperada, de lo que es y significa este morir en
persona lo que los expulsó del
Paraíso.
Creo
necesario describir este drama con un poco más de detalle. El filósofo alemán Schopenhauer puso
de manifiesto cómo los animales tienen un instinto de supervivencia pero
carecen de una conciencia clara de la muerte, siendo incapaces de reflexionar
sobre su significado. Por eso son todavía nada más que especímenes. En
ellos es la especie y no el individuo quien importa. Pero con la aparición del
Homo sapiens se
culmina un acelerado proceso de individuación ligado al desarrollo cerebral. Una de las consecuencias singulares de
este proceso es el nacimiento del amor.
El amor
existe ya en los animales, pero todavía es más un instinto que un sentimiento. Las crías, dotadas de un cerebro
demasiado grande para las constricciones anatómicas del parto, tanto más cuanto
más cercanos evolutivamente son estos animales al hombre, nacen
indefensas, necesitadas de un desarrollo ulterior para alcanzar la
autosuficiencia. Sus madres, que las han parido con dolor, tienen ahora que
cuidarlas y protegerlas. Surge así en los mamíferos más evolucionados lo
que ya empieza a ser un amor de madre, que alcanza su plenitud en la madre
humana.
Por este
camino, a causa del espectacular desarrollo cerebral de los humanos, el amor se
hace símbolo y sentimiento, hasta puede llegar a convertirse en locura de amor.
La madre humana está dispuesta a
darlo todo por su hijo, hasta la vida. Este
amor es ya plenamente una propiedad transitiva, un vaciamiento de ese sí mismo del que ya el humano tiene
conciencia. Siendo el humano un animal
social, su amor se va haciendo extensivo a todos los componentes de la familia
o el clan. A la vez es capaz de concentrarse, orientándose en una dirección
individualizadora, llegando a ser así el amor entre un hombre y una mujer que
se juntan para iniciar un linaje. Este
amor de pareja obliga al reconocimiento del amado como un individuo único, tanto como uno mismo, mucho más
que un simple espécimen de la especie Homo
sapiens, cuyo objetivo en la vida no es otro que contribuir ciegamente a la
perpetuación de la especie. El objetivo del individuo humano es darse
enteramente en un amor recíproco, y a través de estas renuncias alcanzar la
felicidad.
De este
modo, a través del amor nace la Historia, como contrapuesta a la Naturaleza. El
amor y el individuo emergen simultáneamente de entre los grupos de especímenes
humanos del Paleolítico, el primero como una propiedad del segundo. Tienen,
como todo lo que ya es histórico, sus nombres propios, Adán y Eva, que reconociéndose
el uno al otro como individuos que ya son, se aman y se hacen compañía, crean
una familia y cuidan y protegen a su prole.
Pero así como la especie es prácticamente
inmortal, los individuos inevitablemente mueren. La muerte aparece así para los humanos como una pérdida
irreparable, el desmoronamiento, la pulverización del cuerpo que es en
definitiva el soporte material de la persona a la que amabas. Y tú te revelas contra ese destino, no lo
aceptas. Es de este modo como dejas de ser un animal, un simple espécimen. Y es
por esto por lo que ya no hay sitio para ti en el Paraíso. Al rebelarte contra
la Muerte has perdido la inocencia animal. Al Dios Creador no le queda otro
remedio que expulsarte. Tú, hombre/mujer, Adán/Eva, te lo has ganado.
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Pecado original y Expulsión del Paraíso.- Miguel Angel, Capilla Sixtina |
Ya fuera
del Paraíso, los individuos humanos se encuentran ante una terrible paradoja.
Su conciencia de ser mortales los hace sufrir el dolor de esa muerte que no
deja de hacerse presente en sus vidas y las de aquéllos a los que aman. Este
sufrimiento los obliga a reaccionar, haciéndoles emprender una lucha
encarnizada contra la Muerte. Se apoyan para esta lucha en dos poderosos Ejércitos:
uno es el de la Tecnología, el otro el de la Religión.
Con el primero combaten a la Muerte, con el segundo la trascienden.
Pero lo
que el individuo humano aborrece no es la Muerte en sí misma, sino la de aquellos a los que
ama y la suya propia. Paradójicamente, pero a la vez con una lógica aplastante,
esta Muerte tan odiada es también el mejor castigo que puede aplicarle a sus
enemigos, así como la mejor
defensa contra las amenazas de éstos.
Por eso el Homo sapiens que lucha contra la Muerte se
convierte también en un asesino. En su ejército tecnológico ocupan un lugar
destacado las armas de guerra, en su ejército religioso la tendencia a condenar
al infierno todo lo que se le opone, no solo sus enemigos, sino también el
resto de la Naturaleza y hasta el Cosmos entero si ello fuera posible.
Todas
estas circunstancias contradictorias, estas mezclas irresolubles del amor con
el odio, de la capacidad de construir con la de destruir, son las que el
lenguaje mítico religioso de las religiones abrahámicas ha nombrado como el
Pecado Original. Los humanos hemos nacido con él
en cuanto a que es la consecuencia inevitable de nuestra condición, producto a
su vez del inusitado desarrollo cerebral con el que culminó nuestra evolución estrictamente biológica,
ese momento en el que dejamos de ser especímenes de Homo sapiens para convertirnos en individuos
humanos portadores de un lenguaje y una cultura.
(II).- INMORTALIDAD.
Los acontecimientos que acabo de narrar y sus
consecuencias tienen lugar a través de escalas de tiempo aterradoramente
grandes. Si el primer homínido surge hace cuatro millones y medio de años, el Homo erectus, ése en el que el desarrollo
cerebral empieza a acelerarse
irreversiblemente, aparece hace algo menos de dos millones de años, el Neandertal algo más de 200.000, y el Homo sapiens poco más de 100.000. De
manera que ese drama terrible de Adan/Eva, que en el lenguaje mitológico del
Génesis no es más que un acto de rebeldía que lleva a la pareja a su expulsión
por Dios del Paraíso, resulta ser, en las escalas del tiempo físico a las que
estamos habituados, algo que transcurre a lo largo de varios cientos de miles
de años. Por eso este lenguaje religioso/mitológico es el único que puede permitirnos, a
nosotros y a todos los humanos con mucha menos cultura científica que nos han
precedido, intuir siquiera de forma aproximada, pero cierta, lo que ha venido
sucediendo.
Hay
abundantes pruebas paleontológicas de que los hechos han podido sucederse como
acabo de describirlos. A partir del Paleolítico más temprano, incluso antes,
cuando todavía eran los Neandertales los homínidos dominantes en el mundo,
aparecen las primeras muestras artísticas de cultura humana, en forma de
enterramientos. Que son obras de arte precisamente porque tienen la capacidad
de conmovernos. Ponen de manifiesto dos sentimientos que albergaban los humanos
que los construyeron. El primero es el del amor que sentían hacia los que
habían enterrado, que se refleja en el sinfín de detalles delicados que
llenan las tumbas. El segundo es el de la esperanza en que otra vida espiritual
sucedería a la vida física de los que han muerto, que también se manifiesta en
el hecho de que empiezan disponiéndolos en posturas delicadas, como si
estuvieran dormidos, que no muertos, de manera que su situación no sea la de la
desaparición definitiva, sino poco más que un dulce sueño.
Presento aquí un
enterramiento paleolítico especialmente delicado y complejo, el de las damas de Teviec, dos mujeres de 25 y 35 años que murieron
violentamente. Se las ha dispuesto en posturas de descanso, adornadas con collares y pulseras, rodeadas de conchas y caracoles que recubren de lujo y fantasía el espacio que las rodea. Antes de enterrarlas se las ha cubierto con un techo de astas de ciervo. Están así preparadas para seguir viviendo después de la muerte, todo lo que las rodea pone de manifiesto el amor que han sentido por ellas los que las han enterrado. Así se repite en las docenas de enterramientos neandertálicos y paleolíticos que se han descubierto.
A medida que van transcurriendo los siglos, pasan el
paleolítico y el neolítico, llega la época de los grandes imperios como el de
Egipto y la situación, en lo esencial, sigue siendo la misma: creencia firme en
la inmortalidad, en la existencia de otra vida para un componente espiritual del individuo que
sobrevive a la muerte, es decir, que la trasciende, en definitiva que la vence.
Triunfo final por tanto, por la vía metafísica o religiosa, de los hijos de Adan/Eva. Pero triunfo muy relativo.
Para empezar, inmortalidad no es lo mismo que
resurrección. Hay un largo trecho entre ambos conceptos. La inmortalidad lo es
del alma, condición necesaria para que a continuación pueda producirse la
resurrección del cuerpo. La mayoría de las grandes religiones, empezando por el
shamanismo, creen en la inmortalidad del alma. Pero muy pocas, solo las
religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo, islamismo), postulan además la
resurrección del cuerpo después de la muerte.
En cuanto a la propia inmortalidad del
alma tal y como se entiende en las grandes religiones orientales (brahmanismo y
budismo), no es más que una metempsicosis, donde el alma migra de un cuerpo a
otro, para finalmente, una vez que se ha purificado suficientemente, deshacerse
en la nada del nirvana. Este alma migrante a través de cuerpos cambiantes
carece ya de ese carácter netamente individual que mi alma, por ponerme como
ejemplo, tiene para mí. Lo individual, lo estrictamente biográfico, está
ligado al cuerpo y se desmorona irreversiblemente con la muerte.
La
derrota directa de la muerte, esa que Homo
sapiens ha venido
persiguiendo desde los tiempos de Adan/Eva, solo puede conseguirse a través de
la resurrección. Abolir la Muerte para quedarse solo con la Vida, conseguir así
que los individuos humanos se hagan inmortales como lo eran los dioses griegos,
es imposible. Pues Muerte y Vida forman una perfecta antinomia heraclitea. Si no
estás vivo tienes que estar muerto, eso es todo, te es imposible zafarte, en
este mundo sometido al tiempo, de ese mandato disyuntivo. Si los humanos
consiguiéramos algún día llegar a abolir técnicamente la muerte, la vida habría
perdido su sentido.
Pero si lo que sigue a la muerte es una resurrección, la antinomia vida/muerte permanece intocada. El esquema es ahora: naciste...viviste,
moriste...resucitaste. Y la resurrección consiste en que tú, después de morir, das un salto y te sitúas para siempre fuera del espaciotiempo, pero todo tú, con toda tu corporeidad, para vivir así eternamente.
Si la conciencia de ser mortales nos hizo cometer, en
Adan/Eva, el pecado original de revelarnos, por cierto en vano, contra la
Muerte, Dios a través de Jesús, el Dios-Hombre, nos redime de este pecado muriendo para conseguirnos el triunfo
definitivo sobre la muerte a través de la resurrección. Primero es Él mismo quien resucita. Luego lo haremos todos los
individuos humanos cuando nos llegue el fin de los tiempos.
Lo que acabo de formular es el anuncio de la resurrección de los muertos tal y como lo hace el cristianismo, es decir, en un lenguaje religioso, mítico, situado en la cara opuesta del lenguaje tecnológico y racional que domina nuestra época. Pero precisamente por eso el único lenguaje en el que al nivel actual de nuestros conocimientos puede formularse un mensaje tan revolucionario.
Este
anuncio provoca la negación desdeñosa y hasta escandalizada de
los que no creen en él. También la mezcla de espanto y
esperanza de los que sí creen. Yo quisiera contarme entre estos últimos. En este marco de lo religioso, la resurrección aparece como un misterio que los humanos de hoy somos todavía incapaces de comprender. No hay otro modo de anunciarlo. El lenguaje religioso forma parte de
los lenguajes comunicativos, opuestos a los lenguajes instrumentales, tal y
como los definió Habermas. Después de muchos miles de años, nuestro progreso tecnológico nos ha permitido comprender que el
mito comunicativo del pecado original
tiene una correlación instrumental en el desarrollo cerebral
del género Homo y su adquisición de una conciencia individual. La resurrección que nos proponen los Evangelios y San Pablo en un
lenguaje comunicativo no tiene todavía un correlato instrumental. Quiero decir que la resurrección, primero de Jesús y en el día del fin de los tiempos de todos los muertos, nos resulta
incomprensible, imposible desde una perspectiva científica. No nos queda otra opción que creer en ella o
rechazarla.
Esta verdad religiosa de la resurrección se escribe en dos capítulos bien distintos. Primero está la resurrección de Cristo al tercer día de su muerte. Luego la de todos los humanos, esa a la que se llama de los muertos o de la carne, en el fin de los tiempos.
La resurrección es el acontecimiento más decisivo y singular de la vida de Cristo, también el más escandaloso cuando visto con una lógica instrumental. Sin resurrección, Cristo no habría pasado de ser un hereje judío finalmente ajusticiado por los romanos. San Pablo considera esencial que los cristianos crean en ella: «Si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía es también nuestra fe» (I Corintios 15:14).
Pero para el cristianismo la
resurrección de Cristo representa mucho más que el final feliz necesario
para convertir una simple rebelión en una saga heroica. Si el Pecado Original
simboliza en lenguaje religioso el comienzo de la lucha contra la muerte de un hombre que se
siente individuo porque ha dejado de ser espécimen, la Resurrección de Cristo simboliza el
comienzo de una nueva alianza en la que Dios nos da a los humanos la capacidad de vencer
definitivamente a la muerte a través de la resurrección. Todo esto, lo repito, es demasiado
revolucionario y escandaloso para que pueda ser aceptado dentro de un marco de
lenguaje instrumental. Hace falta asumirlo como un mensaje escrito en lenguaje
religioso y apostar por ello en un acto de fe.
Históricamente, la
posibilidad de la resurrección aparece en el judaísmo casi a la vez que Cristo
nace, vive, muere y resucita en Palestina. Fariseos y esenios creen en la resurrección, no así los saduceos. El ritual judío actual
acepta la resurrección de los muertos. Lo mismo que lo hace el Islam en
términos muy parecidos a los del cristianismo. Constituyéndose así las tres
religiones abrahámicas en las más avanzadas conceptualmente de todo el mundo
religioso. Pues no solo trascienden la muerte mediante la inmortalidad, sino
que hacen esta una propiedad de todos y cada uno de los individuos humanos
mediante una resurrección personal, capaz de conservar la corporeidad de cada
individuo. De este modo, la victoria del individuo Homo sapiens sobre la Muerte alcanza su dimensión histórica completa.
Quiero terminar esta entrada haciendo un breve repaso de la iconografía de la resurrección.
En cuanto a la Resurrección de Cristo he elegido dos pintores renacentistas, el más espiritualizante, El Greco, y uno de los más sensuales, Rubens.
En ambos el cuerpo de Cristo, rotundo, lleno de vida y de fuerza, domina totalmente el escenario.
Se trata por cierto
de un cuerpo que al haber resucitado al tercer día no ha tenido tiempo de
desmoronarse en polvo. Aún así muestra los misterios de algo que ya es nuevo.
Los autores religiosos empiezan a hablar de "cuerpo glorioso", el
mismo Jesús le dice a la Magdalena cuando le sale al encuentro, noli me
tangere, no me toques. Ese
misterio de la carne resucitada permanecerá por el momento como algo
incomprensible, incompatible con lo que conocemos cientificamente. Caben otras
posibilidades, aunque meterse en especulaciones pseudocientíficas es tan
peligroso como inútil. Aún así, me atreveré a decir que el cuerpo no tiene por
qué limitarse a la materia que le da forma, que cuerpo es también, quizá sobre
todo, el conjunto de memorias de naturaleza inmaterial, los campos inmateriales
de fuerzas todavía desconocidas que constituyen una parte esencial de la
corporeidad, todo eso. Dicho esto, creo más honesto quedarme con el misterio de
algo que todavía es incomprensible para nosotros. Quedarme con él... es decir...
aceptarlo como tal misterio o descartarlo en el olvido, esas me parecen dos
posturas coherentes.
La iconografía de la
resurrección de los muertos es menos abundante. La mayoría de los cuadros que
la representan están más centrados en el simultáneo Juicio Final que en la
propia resurrección. Pero hay uno de Luca Signorelli que traigo aquí. La mitad
superior del cuadro está ocupada por dos ángeles que anuncian con largas
trompas el fin de los tiempos. Las trompas están adornadas con gallardetes que
simbolizan la resurrección mediada por Cristo, una cruz roja sobre fondo
blanco. La mitad inferior presenta distintas fases del proceso de resurrección
tal y como lo imagina el artista. Los esqueletos empiezan a emerger de un suelo
con aspecto de ceniza, a la vez se van cubriendo de carne y van tomando color
por la sangre que empieza a circular por ellos. Algunos resucitados se van
reconociendo como familiares o amigos, saludándose y ayudándose en el proceso
de emergencia. Otros claman al cielo o buscan a seres queridos o esperan a ser
encontrados.
Lo que a
mí me llama la atención de este cuadro es su presentación de la resurrección no
como un milagro instantáneo, sino como un proceso de reconstrucción y
reencuentro, consigo mismo y con los demás.
Acontece esta
resurrección de los muertos en el llamado fin de los tiempos, cuando se acaba
el tiempo, es decir, el espaciotiempo, pues uno es inconcebible sin el otro.
Posiblemente
el espaciotiempo, que como Kant propuso es una intuición innata en el
individuo humano, acaba para cada individuo en el mismo momento de su muerte.
El fin de los tiempos sería así una experiencia personal, repetida miles de
millones de veces, una por cada individuo humano que muere. La resurrección, de
tener lugar, lo sería para cada individuo en ese instante que ya no lo es. La
corporeidad del individuo que fue alcanza entonces su estadio culminante. Como
en el éxtasis místico, el individuo se libera finalmente del tiempo. Todo se le
hace presente.