sábado, 3 de agosto de 2013

Una muerte

Te despertaron las llamadas alarmadas de tu hija, que velaba junto a ella. "¡Papá, papá!" Corriste junto al lecho de tu mujer, llegaste y la  voz quebrada de tu hija te gritó que había dejado de respirar.  La estrechaste por los hombros, parecía profundamente dormida. En su boca entreabierta empezaste a aplicarle con la tuya una respiración forzada. Fue tu último beso. Oías entrar el aire que le insuflabas, pero no volvía a salir. Tu insistías. Su cuello se relajó mientras sostenías su cabeza entre tus manos. La dejaste descansar sobre su almohada, alcanzaste el medidor de tensión y se lo adaptaste al brazo derecho. Cuando apretaste el botón de marcha tuviste la sensación de que estabas dándole una orden de vida a su cuerpo tan fatigado. Ya no recuerdas la tensión que finalmente quedó marcada en la pantalla digital, pero sí las pulsaciones que con las tensiones sístolica y diástolica  se alternaban en ella. Era una cifra, un 0 que te conmovió como un mazazo. No había pulso. Entonces te convenciste de que tu mujer acababa de morir y a la vez te diste cuenta de cuánto la querías.

Tu hija y tú llorabais. Os movíais alrededor de tu mujer, que era su madre pero también, ahora lo comprendías, la tuya, como dos hormigas desconcertadas. La acariciabais, arreglabais sus sábanas, intentabais ponerla en una postura cómoda, todavía con la esperanza, en vuestro estupor, de que abriría en cualquier momento los ojos como sí regresara de un mal sueño.

Luego seguisteis acariciándola con ternura.  Luchó incansablemente contra un mal destino dotada de una esperanza y una fuerza inagotables. Ahora cristalizaba en su rostro una belleza noble, serena, que nunca olvidarás.

Recordaste confusamente lo que desde hace mucho tiempo sabías, que la hora más importante de la vida es la hora de la muerte. También lo que nos define como humanos, esa convicción de que la muerte es intolerable, inaceptable, que nuestra primera obligación moral es luchar contra ella allí donde esté, acorralándola, neutralizándola, trascendiéndola .

Pero te distraía de este discurso, inundándote como sólo puede hacerlo una marea creciente, el amor que en esos mismos minutos terribles estabas sintiendo por ella. 

Por eso ya sólo pudiste  lamentarte y llorar. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

nada puedo decir de esos sentimientos,de momentos que sólo una persona en esas circunstancias puede sentir,pero hay que pensar que siempre estarán ellos cerca de nosotros, para tener la conformidad que físicamente no volveremos a mirar a través de sus ojos. ¡conformidad!

olo dijo...

La conformidad es difícil. Me atrevería a decir que si algo nos caracteriza como humanos, es decir, nos diferencia de los animales más próximos evolutivamente, es nuestra inconformidad respecto a la muerte de aquellos a los que queremos. Esta inconformidad nos motiva a actuar en al menos tres posibles direcciones: trascender la muerte mediante la religión, vencer la muerte mediante la técnica… y por último, por muy contradictorio que parezca (y lo es) matar a los que nos amenazan de muerte, que eso es la guerra.

No quiero decir con esto que esté en contra de esa conformidad, solo que es lo más difícil. En la vía religiosa, trascender la muerte es en primera instancia considerarla como un simple cambio de página; pero en lo más profundo quizá sea aceptarla en toda su hondura y con todas sus consecuencias. Esta puede ser la conformidad a la que usted se refiere.