Como
en el año 2014, experimento la misma sensación vivísima del tiempo que pasa. No
es mi tiempo el que lo hace, sino el del mundo. Pero este mundo cuyo tiempo pasa
no me es indiferente. Por eso esta Nochevieja me es nostálgica y esperanzada y
temerosa y alegre, todo revuelto. Bebo un whisky mientras espero que lleguen
las campanadas de las doce, con mis doce uvas listas y la sensación recurrente de
que me asomo a los acantilados de Punta Tilduco, en Chiloé, con el vértigo y la
inmensidad oceánica por delante.
En
unas horas nos despertaremos en el Añonuevo. Ya entonces se habrá convertido en
humo mucha de la magia de estos momentos. Por eso ahora hay que vivirlos con la
intensidad que merecen y que solo puede ser, en mi caso, una intensidad hacia
dentro.
Mi
perro Curro se sienta junto a mí, él pendiente de las explosiones cercanas de
los petardos que ya van llenando la noche. Los tronidos para exorcizar el
miedo existencial. Curro ladra de vez en cuando, entre asustado y enfadado. En
la televisión ha empezado ya el espectáculo de la medianoche, que culminará en
las doce campanadas, invitación a la alegría de vivir.
¡Viva
la vida! Pues sí, larga y dichosa vida para los que viven. Eso es lo que
deseo con la intención de hacer todo lo posible por conseguirlo.
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