En el curso de un viaje reciente
por el SW de USA, he tenido, en un momento dado, una extraña clarividencia. He
aquí que está anocheciendo y me encuentro en un camping periurbano de la ciudad
de Santafé, capital del estado de Nuevo México. El día ha sido muy caluroso.
Nos hospedamos en una cabaña de madera de un camping inmenso y solitario, rodeados
desde lejos por caravanas del tamaño de camiones de gran tonelaje, seguramente dotadas
de todas las comodidades. Ha empezado a correr una de esas ligeras brisas de la
tarde que, en circunstancias así, tanto bienestar aportan. Yo estoy sentado
ante una mesita de jardín, al pie de la cabaña, mientras que mi familia va
instalándose. El ambiente es apacible, abro el libro que estoy leyendo a lo
largo de este viaje, “An image of Africa”,
del gran escritor nigeriano Chinua Achebé.
Empiezo a sumergirme en su ensayo “The
trouble with Nigeria”, en el que va haciendo una disección de los problemas
insuperables de su amada patria.
Y en ese mismo instante me llega la
iluminación.
Quizá es el conjunto de
circunstancias que acabo de describir, las cuales me han permitido aislarme de
la inmensa banalidad de lo inmediato, situándome en una esfera contemplativa,
allí donde cualquier ventana misteriosa puede abrirse para tí en cualquier momento.
El caso es que mis oídos empiezan a llenarse, poco a poco, de un bramido sordo
que parece estar saliendo de las profundidades de la Tierra, aunque en realidad
me llega a través de la atmósfera. Está hecho de innumerables explosiones producidas
por los motores de miles de vehículos que circulan por las carreteras cercanas
hacia dentro y hacia fuera de Santafé, en este tiempo vespertino que todavía es
hora punta del tráfico. El contraste entre este bramido y el silencio apacible
que por otra parte me rodea es inmenso. Quizá por ese contraste sucede que,
misteriosamente, ambos van fundiéndose en una misma cosa, adoptando la forma de
una contradicción insalvable. Y en el seno de esta disonancia salta dentro de
mi cerebro una chispa, que es la de la iluminación y que se materializa en una
sentencia muy breve:
“Imposible que los humanos seamos capaces de controlar el cambio
climático, imposible que podamos detener la acumulación de CO2 en la atmósfera. La
inercia que nos lleva hacia el desastre es inmensa, imparable, nadie es
responsable de ella, y es por eso que nadie será capaz de detenerla”.
A pesar de lo ominoso de su
contenido, una iluminación como la descrita te estimula, llenándote con una
suerte de optimismo brillante difícil de describir, el que te produce haber
descubierto algo que te convence como una
verdad.
Enseguida te pones a reflexionar acerca de cómo se aplica este
descubrimiento a ti mismo, a tu forma de estar en el mundo, a lo que haces y
cómo lo haces. Tú eres plenamente consciente de la existencia de un cambio
climático de origen antrópico, conoces los efectos indeseables que puede tener,
más aún, que está teniendo ya. También sabes que todavía estamos a tiempo de
detener este cambio climático, bastaría con que redujéramos a cero la
acumulación de CO2 en la atmósfera. El único camino para ello sería reducir el
consumo mundial de combustibles fósiles, carbón, petróleo y gas, lo que implicaría,
inevitablemente, reducir el consumo de las energías derivadas de estas fuentes,
que son la electricidad, la combustión en motores de explosión y los consumos
domésticos de gas. Esto traería consigo cambios drásticos en los modos
habituales de vida en las sociedades avanzadas y en aquellas otras que han
entrado en un claro proceso de desarrollo tecnológico, es decir, en casi todo
el mundo.
Ahora te interrogas sobre tu vida
cotidiana. Estás en mitad del SW norteamericano, has llegado desde España hasta
aquí en una aeronave que ha sobrevolado Groenlandia, consumiendo grandes
cantidades de combustible y generando así un CO2 que ha ido vertiendo
directamente a la estratosfera, precisamente donde más daño hace. Cuando
vuelvas a tu casa usarás tu automóvil para un sinfín de desplazamientos, y como
la ciudad en que vives está aplastada por un verano tórrido, tendrás casi
permanentemente encendido el aire acondicionado de tu casa. Tampoco renunciarás
a ninguno de tus numerosos electrodomésticos, todos ellos hambrientos
consumidores de energía. ¿Estarías tú dispuesto a cambiar radicalmente de
estilo de vida, reduciendo drásticamente tus consumos? Sabes que no, que serías
incapaz de hacerlo, a no ser que te decidieras a encerrarte para siempre en el
corazón de tu Chiloé tan querido, llevando allí una vida de campesino cuya
única fuente de energía fuera la leña de tus bosques, que es renovable.
Aun
suponiendo que tú fueras capaz de tomar esa decisión tan drástica, ¿cuántos de
tus convecinos en España podrían hacerlo? ¿Cuántos ciudadanos de Europa o el
Mundo? Estás convencido de que prácticamente nadie.
Tu sensación de que lo que te
ilumina es verdadero se refuerza algunos días después, cuando estás visitando
el espléndido Museo Getty de Los Ángeles, situado en lo más alto de un cerro
que domina todo el paisaje. Ves desde allí los formidables rascacielos de Los
Angeles downtown hacia el Este, los
bellísimos azules del mar Pacífico hacia el Oeste. Y cuando diriges tu mirada
hacia el Norte contemplas algo así como una hendidura lejana que se abre entre dos
cerros boscosos. Por su centro corre una anchísima autovía,
cinco o seis carriles en cada dirección. La fotografías. Paralela a ella corre otra
autovía secundaria de la que ves cuatro carriles que van hacia el Norte. Y esta
impresionante estructura está llena de autos, incluso a esta hora temprana de
una tarde de domingo en que te encuentras frente a ella.
¿Quién podrá detener este modo de
vida, con todo el consumo, el derroche, la acumulación atmosférica de CO2, el
cambio climático, que trae inevitablemente consigo?
Nadie.
Ningún político
ilustrado, ningún dictador benevolente, ni siquiera todos los científicos o
todas las iglesias o toda la gente de buena voluntad aliados en un esfuerzo
común, ni siquiera ellos podrán conseguirlo a tiempo.
Porque lo que se nos echa encima
es la última consecuencia de nuestra cultura tecnológica y consumista. Y
cambiar una cultura es como arrancar una muela, solo se hace después de mucho
tiempo de un dolor continuado que culmina en el dolor intenso y corto del sillón del
dentista. Después de mucho tiempo de deterioro político, económico y social,
que van pasando inadvertidos hasta que todo culmina en un final que, dramático o no, marca ante todo la llegada de algo nuevo.
Algunos científicos han definido
el cambio climático que ya está aquí como la llegada de un nuevo período
geológico, al que han llamado Antropoceno, porque el agente causal de este
cambio es la acción humana.
Como cualquier otro período
geológico, el Antropoceno producirá convulsiones profundas en la faz de la
Tierra, en la atmósfera y la biosfera. Estas convulsiones
resultarán en sufrimiento para los humanos, en particular para los más pobres y
desvalidos. También para multitud de otras especies vegetales y animales,
muchas de las cuales desaparecerán. Abrirán a la vez, en lo más hondo de
nuestros cerebros, interrogantes que nos harán buscar vías de salvación.
Algunas de las decisiones que tomemos nos llevarán a los desastres de la guerra
y la injusticia. Otras traerán compasión, solidaridad y todo un montón de
valores que nos parecerán nuevos. Lo que ya ha empezado a acontecer será, en definitiva, no solo la irrupción de
un nuevo período geológico, sino también de una nueva época cultural y social.
Yo no viviré su climax, pero estoy seguro de que sí lo harán mis nietos.
Concluyo bajo la convicción de
que el cambio climático que viene no podrá detenerse, sino como mucho mitigarse.
Es una conclusión muy dura, por lo que tiene de desesperanzada, pero nos sitúa
en un marco de realismo que es condición necesaria para salvarnos.
No se trata de que los políticos
y los poderosos no quieran detener el cambio climático, sino que no pueden
hacerlo. La nave espacial que es nuestro planeta Tierra navega desde hace ya
tiempo sin nadie a los mandos. La sala de control, allí donde deberían estar
los mecanismos que permitieran dirigir su rumbo, esa sala de control, si es que
existe, está cerrada para la entrada de los humanos, esos seres que somos todos
nosotros y que se caracterizan por tener un cerebro, un corazón y una carne
palpitantes.
Recomiendo la lectura de un libro
muy lúcido que plantea esa necesaria actitud realista, “2052: A Global Forecast for the Next Forty Years”, publicado en
2012 y fácil de conseguir bajo formato Kindle a un precio razonable. Su autor,
Jorgën Randers, fue uno de los coautores, con los Meadows y en 1972, del famoso
“The Limits to Growth” y no ha dejado
de estudiar, durante los más de cuarenta años transcurridos, estos temas.
Mientras más ominoso es un asunto
más necesario es tratarlo con serenidad. Esto requiere una inocente ironía y un
compasivo sentido del humor. Por eso quiero terminar esta entrada con algunos
chistes del gran Andy Singer, que presento en forma de collage.