miércoles, 3 de agosto de 2016

Un coyote en el jardín


Estoy en casa de una hija mía, en el área metropolitana de San Diego, California. Se trata de un paisaje totalmente urbanizado, pero al estilo de las grandes ciudades norteamericanas, solamente el downtown es una aglomeración de altísimos edificios con cemento omnipresente, el resto está compuesto por barrios interminables (suburbs) de casitas rodeadas cada una de su pequeño jardín.

Aquí, como en muchas otras ciudades, esa enorme área metropolitana tiene una topografía de colinas entre las que corretean arroyos y regatos que no son urbanizables, la mayoría de los cuales permanece en estado silvestre. Sucede así que el campo, entendiendo por tal ese territorio todavía no completamente ocupado por los humanos, puede llegar a penetrar muy hondo en la ciudad.

Y lo hace. En las fotos que acompañan a esta entrada doy fe de que lo hace. Se han tomado desde el otero que ocupa el centro de nuestro jardín y en ellas puede verse, en el bajo ocupado por un regato que separa nuestra casa de otra vecina, nada menos que un típico coyote, con ese aspecto malcomido que los coyotes tienen, sus grandes orejas azorradas y un aire general frustrado, tal y como lo representó en sus dibujos el gran animador Chuck Jones.


Pero ¿cómo puede estar a gusto un coyote en las cercanías de nuestro jardín? Debo decir que incluso puede que se trate de una familia de coyotes, aunque hasta ahora solo hemos visto ejemplares aislados. El caso es que esta situación es habitual en muchas ciudades norteamericanas. Años atrás, muy lejos de aquí, en Virginia y en un enclave urbano parecido a éste de San Diego, llegaban hasta el patio trasero de nuestra casa los ciervos y hacían sus madrigueras allí mismo las marmotas, siendo fácil ver sobrevolándonos a los pavos salvajes. Y muchos años antes, en Ithaca N.Y., los mapaches llegaban por la noche hasta nuestros cubos de basura, que destapaban y registraban.

Hay una causa general que hace posible estos hechos, y es la de la interpenetración de lo rural con lo urbano en las ciudades norteamericanas. Pero la causa específica, ésa que permite que estos fenómenos sucedan con tanta frecuencia es, en mi opinión, la ausencia de perros sueltos en estas ciudades. Y no es que los norteamericanos detesten a los animales mascota, todo lo contrario. Se trata simplemente que, salvo en ambientes muy rurales, como las grandes reservas indias que allí existen, yo acabo de verlo en la Navajo Nation que ocupa un espacio de 25.000 km2, no se tolera la existencia de perros sueltos, mucho menos la de perros abandonados.

Algo parecido he visto en Holanda, donde la interpenetración de lo rural con lo urbano es también grande y donde es fácil acercarse a infinidad de aves y ver corretear a los ciervos. El abandono de perros está severamente castigado como lo que en verdad es, un delito.

Cuando caí en la cuenta de estos hechos me acordé enseguida de mis queridos pudúes de Chiloé, y de la medida en la que perros cimarrones o simplemente no controlados por sus amos los están poniendo en peligro de extinción, al igual que a los zorritos de Darwin, todavía más amenazados. Algo parecido sucede con otros animalitos salvajes en España, donde el abandono de perros por unos amos que desconocen la piedad y los tratan como a muñequitos de peluche que pueden tirarse, es una práctica generalizada y no perseguida ni mucho menos castigada por las autoridades.

Creo que el verdadero Chiloé rural, el de las viejas tradiciones williches, ha sido siempre respetuoso con la naturaleza. Que el descontrol y el abandono de los perros son, tanto en Chiloé como en España, fenómenos de origen y naturaleza urbanos. De unos colectivos para los que el campo es simplemente la no ciudad, en consecuencia forman parte de eso desconocido a lo que no hay por qué respetar.

Y me parece que ya va siendo hora de que en nuestras viejas culturas de raíces ibéricas, esas en las que la gente vivía apretujada en aldeas al pie de grandes castillos, se empiece a perseguir como delincuentes a los que abandonan a sus animales mascotas y hacen sufrir innecesariamente a cualquier otro animal.

Recuerdo ahora la ética de Peter Singer: tenemos el deber de la compasión con todo ser vivo capaz de experimentar un sufrimiento parecido al nuestro. Ese es el caso de la mayoría de los animales.  ¡Me parece tan lógico, tan evidente, tan necesario para nuestro autorrespeto, que nuestras sociedades castiguen a los que no lo hacen...! 


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