miércoles, 21 de septiembre de 2016

Goya, pintor de almas

La pintura es mucho más que un arte visual. Los cuadros que los pintores crean tienen que hacerse y verse a través de los ojos, sí, pero el sentido de la vista lo es siempre de doble dirección. Cuando hacia dentro, los ojos son lentes muy perfectas que recogen las formas y los colores del espacio exterior y los conducen hasta el cerebro, que los integra en imágenes. Cuando hacia fuera, las memorias que llenan los pliegues del cerebro ayudan con sus datos a lo más noble del córtex cerebral para que cree  todo un mundo virtual que, integrado con las imágenes que le llegaron de afuera,  vuelva ahora desde el cerebro hasta los ojos y,  a través de ellos pero en la dirección opuesta, ilumine e interprete el espacio real que nos rodea. De manera que nunca vemos simplemente lo que está ahí fuera. Vemos lo que queremos y podemos ver. Seleccionamos los elementos del mundo real que, integrados con nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad cerebrales, resultan en nuestra particular visión del mundo.

El arte de la pintura alcanza una culminación cuando el pintor lleva hasta el límite este fenomenal juego de espejos. En el momento en que se decide a pintar algo, lo inspira un conjunto de formas y colores que llegan hasta su cerebro desde el mundo real. Pero allí están esperándolos su sensibilidad y su inteligencia de artista. De modo que lo que su mano traza con sus pinceles en el lienzo es mucho más de lo que sus ojos habían recibido.

Depende del particular genio de cada pintor lo que finalmente crea y nos ofrece. Hay pintores que lo son de almas, quiero decir que van más allá de lo real que han pintado, siendo capaces de plasmar en su obra lo inmaterial, más todavía, lo espiritual que estaba escondido dentro de aquellas formas y colores. Al hacerlo así animan, en el sentido más literal y profundo de este verbo, ese trozo de lo real que termina enmarcado en su lienzo. Para mí son grandes pintores de almas Rembrandt, Brueghel el Viejo, El Bosco, El Greco, Klee, Picasso, Bacon. Y muy particularmente, quizá en cabeza de todos, Goya.

En mi viaje reciente por el SW de USA visité en Los Ángeles el Museo Getty. Salvando las dimensiones gigantescas que lo americano tiene con respecto a lo europeo, este Museo Getty muestra muchas analogías con el Thyssen Bornemiza de Madrid. Siéndole imposible acumular la cantidad de tesoros que albergan las grandes pinacotecas imperiales de la vieja Europa (Madrid, Paris, Viena), intenta tener al menos una representación selecta y equilibrada de lo mejor de cada época, de manera que pueda ofrecer esa visión de conjunto que en los grandes museos se hace muy difícil. 

Yo, en el Getty, nada más llegar a la zona adecuada, empecé a buscar algo de Goya. Y no lo encontraba hasta que dí por fin con un pequeño cuadro, casi una insignificancia, que no conocía y represento a continuación:


El título de este cuadro es "Suerte de varas", en referencia a esa segunda fase de la lidia de un toro bravo, en la que, tras los capotazos y las banderillas de la primera fase, el desdichado toro es picado, lo que significa que el picador, montado a caballo y con sus piernas protegidas por armaduras, le clava al toro una lanza (una pica) en la espalda, entre los omoplatos, para que herido en sus músculos escapulares, pierda fuerza en su tercio delantero. Sin esta faena el matador no podría enfrentarse con el toro, que en posesión de toda su enorme potencia, constituiría un peligro mortal para el primero. En los tiempos de Goya esta suerte de varas era un espectáculo terriblemente cruel, porque a lo largo de ella varios caballos, que no iban protegidos, terminaban desventrados por el toro y morían allí mismo, en la plaza. Hoy día los caballos llevan un peto todo alrededor que impide que el toro les haga daño. Pero todavía cuando yo era pequeño persistía su desprotección, soy testigo de ello. La situación era fatal para los caballos y también muy peligrosa para los picadores, pues si el toro los derribaba, lo que acontecía con cierta frecuencia, podía herirlos gravemente y hasta matarlos. En mis tiempos de niño el espectáculo era, si cabe, todavía más patético que en el cuadro, porque al caballo del picador se le tapaba con un pañuelo el ojo del flanco desde el que el picador retaba al toro, para que no viendo lo que le esperaba no intentara huir.

Observemos el cuadro de Goya. Hay un caballo muerto y otro moribundo en la plaza, los dos víctimas del toro que está ante nosotros. El picador y su caballo han sufrido ya al menos una acometida de este toro, porque el caballo tiene el vientre abierto y las tripas colgando, mientras que el sombrero con el que preceptivamente se cubre el picador ha rodado por la arena. Los rostros y los gestos de todos los que están participando en esta tragedia, toro incluido, ponen de manifiesto que un nuevo ataque desesperado de éste es inminente. Los trazos de la pintura son confusos, los rostros no están dibujados con precisión, hay una mezcla de expectación y desconcierto en los ojos de la cuadrilla de banderilleros que rodea a los dos picadores. Pero el centro del drama está en la mirada y la figura del picador que espera, preparado, la acometida del toro. Manifiesta el hombre una resolución que lo tiene todo de desesperada, quiero decir que está más allá de cualquier clase de esperanza, que ha perdido cualquier rastro de miedo porque ha perdido la conciencia de todo aquello que no sea la cinemática, un tiempo y un espacio sangrientos, de lo que inmediatamente va a acontecer. Esta es la forma más típica que suele adoptar el valor.

Y bien: ser capaz de representar todo esto en una pintura es sencillamente genial. Goya es expresionista, de hecho fue el precursor de ese expresionismo que llegó de la mano de Alemania un siglo después. ¿Pero qué significa esto del expresionismo? Pues que la pintura representa mucho más de lo que sería capaz de representar la mejor fotografía. El pintor expresionista no es un simple testigo de lo que está viendo, interpreta todo lo anímico, lo espiritual, lo metafísico que sustenta a esa escena que está pintando. Es un medium que nos revela lo que hay detrás o dentro de lo que estamos viendo. Nada menos que todo eso. Y esta es la razón por la que muchas de las pinturas y los grabados del gran Goya nos sobrecogen.

Pero Goya es inacabable. Represento a continuación una de sus obras más conocidas, "La Familia de Carlos IV", rey de España del que Goya llegó a ser primer pintor de cámara, y por eso tuvo que pintar este cuadro. En el centro figuran el rey Carlos IV, hijo de Carlos III, este último uno de los mejores reyes que ha tenido España. A su lado, separados ambos por un pequeño infante, su esposa, la reina María Luisa de Parma. Y alrededor de ellos el resto de la familia real, mientras que en la penumbra se ve al pintor que trabaja, como era costumbre en la época, sobre la imagen del conjunto de la familia real en un enorme espejo que ocupa el sitio en que estamos nosotros. 




 
Me llamó siempre la atención en este cuadro la enorme vulgaridad de los rostros del rey y la reina. Al rey le falta esa majestad que es una combinación de serenidad y resolución.  A la reina dulzura, sensibilidad y subordinación al rey, apareciendo ella sin duda como la protagonista central del cuadro. Yo no acababa de comprender cómo los reyes le habían permitido a Goya pintar un cuadro así. Al fin lo he entendido, después de haber leído que tanto el rey como la reina como toda la familia real habían quedado muy satisfechos de este cuadro. Porque lo que hizo Goya fue PINTARLOS EXACTAMENTE COMO ERAN, pero no en sus figuras corporales, sino en sus almas. Y si eran así, difícilmente podrían ellos reparar en su pequeñez moral. María Luisa de Parma fue una mujer dominante y desleal,  públicamente infiel al rey su esposo con un guardia de corps, Manuel Godoy, al que convirtió en primer ministro. Y Carlos IV un hombrecillo bonachón y bienintencionado que desde su debilidad de carácter traicionó hasta al príncipe heredero, Fernando VII, cediéndole la corona de España a un hermano de Napoleón, al que los españoles llamaron despectivamente Pepe Botella.

Goya pintó las almas de todos ellos. Como lo hizo en los dos retratos que presento a continuación, el de Juan Martín el Empecinado, guerrillero en la Guerra de la Independencia contra Napoleón, y el de Fernando VII.


El Empecinado enfoca su profunda mirada sobre el mismísimo plano en que se encuentran nuestros ojos, mostrándose como un hombre valiente y arrojado, resuelto y generoso, con ideas pocas y claras. En Fernando VII hay disarmonía, posturas forzadas y una inquietante deslealtad en la mirada, consecuencia probable de su debilidad de carácter. Fue el peor rey que ha tenido España, protagonista de la destrucción del imperio español por las ambiciones opuestas y a la vez combinadas de Napoleón y los ingleses, dos imperios que emergían por entonces.

Goya, como Rembrandt y otros pintores de almas, cultivó también el autorretrato. De los muchos que se hizo presento aquí dos.



El de la izquierda es de un Goya joven (1.775, 29 años), recien vuelto a Madrid después de haber pasado varios años aprendiendo a pintar en Italia. Es un pintor neoclásico, acendradamente realista. Y un joven independiente, sensual, desaliñado, ambicioso, vitalista. El de la derecha, del Goya maduro (1.815, 69 años) con la mayor parte de su obra ya culminada y en momentos muy difíciles para España y para él mismo. Su manera de pintar, sus trazos, han cambiado totalmente. Ahora es un expresionista sin saberlo. En lo fundamental de su personalidad sigue siendo el mismo que fue de joven, pero el fondo de su mirada es, aunque igual de firme, más escéptico, y la  ligera inclinación que le da a su figura quizá muestre ese relativismo que van dando los años y la vida.



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