domingo, 29 de octubre de 2017

El laberinto catalán

Llevo semanas sin poder escribir entrada alguna de mi blog. La causa ha estado en Cataluña. Lo que ha ido aconteciendo allí ha sido increíble. Ahora se ha llegado al final del primer acto de la tragedia, esa declaración unilateral de independencia por el gobierno regional catalán, que es una infamia y por lo tanto una vergüenza. Seguida inmediatamente por una reacción del Estado, la proclamación del Artículo 155 de la Constitución que implica el establecimiento de un estado de excepción en Cataluña Todo esto es ya el comienzo del segundo acto de la tragedia, iniciándose un período de gran incertidumbre que puede acabar mal, o lo que sería todavía peor, no acabar. El único consuelo, la sola esperanza, es que todo lo que va a pasar sirva para construir un futuro razonable, algo que funcione al menos durante los próximos cincuenta años.

Me siento incapaz de darle una estructura ordenada a estas líneas. Lo que me pide el cuerpo es que deje hablar al corazón, aunque intentaré que la cabeza lo acompañe. Voy a disecar los elementos que componen el laberinto catalán con la curiosidad y la pasión con que lo haría uno de aquellos anatomistas que pintó Rembrandt.

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Primero está el casticismo. España es castiza como lo es Cataluña. Somos gente de patria chica, de adhesiones inquebrantables a los símbolos que definen nuestra aldea.  Los castizos más extremosos llegan a ver amenazante y hasta odioso todo lo que está más allá de los cerros que trazan las fronteras de su terruño. Tienen su montón de símbolos intocables: su equipo de fútbol, su virgen patrona, sus platos típicos, sus tradiciones 
Silbidos y pitos al Rey y al Himno Nacional en la final 2012 de la Copa del Rey en el Camp Nou del Barcelona
locales. En mi Andalucía, los malagueños odian a los sevillanos y los granadinos a los malagueños, sin que se haya podido averiguar el porqué, mientras que los sevillanos persisten en atrincherarse en sus grandezas pasadas y sus reliquias. Fuera de ella, los nacionalistas vascos se creen los reyes del mambo, despreciando al resto de los españoles con sus montañas como murallas, sus bosques como refugios, su presunto Rh negativo como imagen de marca, y sus enrevesados apellidos y una lengua de pastores que en realidad no puede hablar casi nadie como barrera étnica contra los maketos y otra gente inferior. Y los nacionalistas catalanes se sienten, desde siempre, la vanguardia de España, lo más industrioso, laborioso e inteligente que España ha parido; pero atención, en contraposición a los nacionalistas vascos, los catalanes no ven como inferiores a los que los rodean, sino que se sienten superiores a ellos: el matiz es muy importante.

Naturalmente, andaluces, vascos y catalanes tenemos virtudes a las que no me refiero aquí y que quizá hasta superan a nuestros defectos. No hablo del resto de los españoles para no alargar indefinidamente este memorándum aunque, en mi opinión, ese resto de los españoles es mucho menos castizo que los tres vértices del triángulo carpetovetónico que he intentado definir.

 Para que un país así sea gobernable es imprescindible una acción política que saque a la gente de su terruño, haciéndole ver que la rodea un mundo mucho más grande, diverso y prometedor de lo que ella supone, el cual está mucho más cerca y es mucho más accesible de lo que ella imagina. Esta acción política integradora tiene que empezar por la educación de los niños y los jóvenes. Pues bien: en la España del siglo XXI las cosas suceden exactamente al revés. Porque está dividida en diecisiete Comunidades Autónomas cada una de las cuales tiene poder absoluto sobre la educación primaria y secundaria. Como consecuencia de ello, muchos niños y jóvenes han perdido su sentimiento de españoles; éste es muy particularmente el caso en Cataluña y el País Vasco, donde la educación de los jóvenes se ha manejado durante años con objetivos nacionalistas, es decir, desintegradores de esa gran nación común que se llama España.

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Ese sentimiento que tienen los nacionalistas catalanes de superioridad frente al resto de los españoles los lleva a una soberbia suicida y además no está sustentado ni por la antropología ni por la historia. Esta falta de fundamento real lo hace todavía más alocado y perverso.

Cataluña, como tierra de paso que siempre ha sido, es una mezcla de gente de orígenes muy diversos. Y como una de las dos puertas de entrada en la península Ibérica desde Europa, la otra es la vasca, ha sido adelantada en la modernización e industrialización llegadas del Norte. Un movimiento éste impulsado desde la misma España, con el apoyo permanente de los gobiernos de Madrid, y que ha traído hasta Cataluña muchos emigrantes procedentes de otras regiones españolas más pobres. Consecuencia de todo ello es el hecho de que hoy los treinta apellidos más comunes en Cataluña son castellanos, y que más del 60% de la actual población de Cataluña ha emigrado hasta ella desde el resto de España a lo largo del siglo XX; se trata de los despectivamente llamados charnegos, que se concentran principalmente en Barcelona y sus alrededores. De manera que, simplificando inevitablemente las cosas, nos encontramos con dos orígenes bien distintos para los nacionalistas y separatistas catalanes: una burguesía catalana muy ligada a los negocios, puesto que en Barcelona dejó de hacerse política durante los cuarenta años de franquismo; y gente trabajadora de origen charnego, antes proletarios y hoy clase media, que quieren reafirmar con su compromiso político una identidad catalana de la que se sienten inseguros.

En cuanto a lo histórico, recurro a lo que escribió en sus memorias (El mundo visto a los ochenta años) y en 1934 don Santiago Ramón y Cajal, nuestro insigne premio Nobel de medicina. Cataluña no destacó especialmente en el conjunto de España hasta la segunda mitad del siglo XIX. Entonces la burguesía catalana inició una industrialización que la llevó al dominio económico de lo que quedaba del imperio español, Cuba, Puerto Rico y Filipinas. La pérdida en 1898 de la guerra con USA y de estos territorios creó una crisis económica en Cataluña, que los gobiernos de Madrid compensaron con un proteccionismo para las manufacturas catalanas en el conjunto del mercado español. Inevitablemente, Cataluña se convirtió así en un polo importante de poderío económico e industrial, a costa sin duda del desarrollo de otras regiones. A lo largo de la primera mitad del siglo XX, Cataluña estuvo plenamente integrada en España, como región dominante en lo industrial y económico y participante muy activa en lo político y lo militar (recordemos como ejemplo al general Prim). En 1934, y simultáneamente con el levantamiento comunista revolucionario de los mineros de Asturias, Cataluña con su presidente Companys intentó, si no independizarse de España, sí crear un estado casi independiente; yo creo que lo hizo movido por una burguesía catalana que veía con terror el acercamiento de una dictadura del proletariado en el más puro estilo estalinista, ése que llevó en 1936 al Frente Popular y a continuación a una terrible guerra civil. A Companys le costó la cárcel y después la vida.  Ya en la segunda mitad de este siglo, Franco favoreció sin duda los intereses económicos catalanes, pero la política, dado el régimen dictatorial, estaba inevitablemente concentrada en Madrid. Eso es lo que ha ido llevando a una desconexión creciente entre Barcelona y Madrid, que lo es entre Cataluña y el resto de España. De todo lo escrito yo concluyo que no puede hablarse de un agravio a los catalanes por los poderes políticos centrales de España; al contrario, lo que ha habido es un proteccionismo. Aunque una de las consecuencias de la dictadura ha sido que la burguesía catalana se encerrara en sus negocios y en su casticismo, con las terribles consecuencias que eso está teniendo en estos días.

Finalmente, una consideración económica: tanto Cataluña como Vascongadas son regiones frontera entre España y Francia. Por eso, lo mismo que existe un país vascoespañol existe otro vascofrancés, y lo mismo que un país catalanoespañol existe otro catalanofrancés. Pues bien: toda la excelencia económica de los lados españoles se vuelve mediocridad en los franceses, que no destacan en nada dentro de la brillantísima Francia. He aquí un argumento de peso, que en definitiva es antropológico, a favor de la idea de que el desarrollo sobresaliente de Cataluña y el País Vasco son consecuencia de su pertenencia a una España que los ha protegido, apoyado y engrandecido.

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Querría terminar afirmando que una mayoría de los catalanes, es decir, de los ciudadanos españoles que viven en Cataluña, no son nacionalistas, mucho menos separatistas. Pero estos últimos se mueven, mientras que los primeros no lo hacen, al menos no lo han hecho hasta ahora. Durante los últimos cuarenta años de democracia constitucionalista en España, los gobiernos centrales no han hecho nada para enfrentar el problema del separatismo con herramientas políticas. Se trata del PP (centroderecha) y el PSOE (izquierda moderada), que se han ido alternando en el poder desde los 1980s hasta hoy. Sí han sido capaces de unirse para acabar policialmente con el terrorismo de ETA. Pero en lo estrictamente político han sido incapaces de cooperar en temas de estado, como lo es el del nacionalismo. La consecuencia es que poco a poco, a base de concesiones a las regiones más fuertes (Cataluña, País Vasco y Madrid) y de “café para todos” que compense de algún modo el agravio comparativo de las más débiles, se ha ido consolidando un estado autonómico carísimo, irracional y en última instancia ingobernable. En el que pulula y sobre el que vive una clase política demasiado numerosa y muy poco capacitada. Aquí es donde está, me parece a mí, el corazón del problema.

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España necesita un Estado y unos partidos políticos mayoritarios que recuperen muchas de las competencias que se han ido cediendo a las autonomías. La enfermedad con la que nos enfrentamos no es Cataluña, que se queda en síntoma de una patología mucho más profunda, la del estado central. El reino de España es demasiado pequeño y pobre para permitirse diecisiete ineficaces y enfrentados virreinos autonómicos. Esto es lo que hay que reformar. No lo hará la clase política en cuanto a tal, que se ha convertido en clase en el sentido marxista, con intereses propios que defender. Tampoco podrá hacerlo una autocracia, porque España es ya un país socialmente avanzado, integrado en la Comunidad Europea. Solamente podrá hacerlo media docena de verdaderos hombres (y mujeres) de estado que, liderando unos pocos partidos fuertes y abiertos,  sean valientes, tengan buena salud, compartan una visión del futuro sencilla y sensata y vayan, llevándonos a todos los demás, a por ella.

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