Llevo semanas sin poder escribir
entrada alguna de mi blog. La causa ha estado en Cataluña. Lo que ha ido
aconteciendo allí ha sido increíble. Ahora se ha llegado al final del primer
acto de la tragedia, esa declaración unilateral de independencia por el
gobierno regional catalán, que es una infamia y por lo tanto una vergüenza.
Seguida inmediatamente por una reacción del Estado, la proclamación del
Artículo 155 de la Constitución que implica el establecimiento de un estado de
excepción en Cataluña Todo esto es ya el comienzo del segundo acto de la
tragedia, iniciándose un período de gran incertidumbre que puede acabar mal, o
lo que sería todavía peor, no acabar. El único consuelo, la sola esperanza, es
que todo lo que va a pasar sirva para construir un futuro razonable, algo que
funcione al menos durante los próximos cincuenta años.
Me siento incapaz de darle una
estructura ordenada a estas líneas. Lo que me pide el cuerpo es que deje hablar
al corazón, aunque intentaré que la cabeza lo acompañe. Voy a disecar los
elementos que componen el laberinto catalán con la curiosidad y la pasión con
que lo haría uno de aquellos anatomistas que pintó Rembrandt.
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Primero está el casticismo. España es castiza como lo
es Cataluña. Somos gente de patria chica, de adhesiones inquebrantables a los
símbolos que definen nuestra aldea. Los
castizos más extremosos llegan a ver amenazante y hasta odioso todo lo que está
más allá de los cerros que trazan las fronteras de su terruño. Tienen su montón
de símbolos intocables: su equipo de fútbol, su virgen patrona, sus platos
típicos, sus tradiciones
Silbidos y pitos al Rey y al Himno Nacional en la final 2012 de la Copa del Rey en el Camp Nou del Barcelona |
locales. En mi Andalucía, los malagueños odian a los
sevillanos y los granadinos a los malagueños, sin que se haya podido averiguar
el porqué, mientras que los sevillanos persisten en atrincherarse en sus
grandezas pasadas y sus reliquias. Fuera de ella, los nacionalistas vascos se
creen los reyes del mambo, despreciando al resto de los españoles con sus
montañas como murallas, sus bosques como refugios, su presunto Rh negativo como
imagen de marca, y sus enrevesados apellidos y una lengua de pastores que en
realidad no puede hablar casi nadie como barrera étnica contra los maketos y otra gente inferior. Y los nacionalistas
catalanes se sienten, desde siempre, la vanguardia de España, lo más
industrioso, laborioso e inteligente que España ha parido; pero atención, en
contraposición a los nacionalistas vascos, los catalanes no ven como inferiores
a los que los rodean, sino que se sienten superiores a ellos: el matiz es muy
importante.
Naturalmente, andaluces, vascos y
catalanes tenemos virtudes a las que no me refiero aquí y que quizá hasta superan
a nuestros defectos. No hablo del resto de los españoles para no alargar
indefinidamente este memorándum aunque, en mi opinión, ese resto de los
españoles es mucho menos castizo que los tres vértices del triángulo
carpetovetónico que he intentado definir.
Para que un país así sea gobernable es imprescindible
una acción política que saque a la gente de su terruño, haciéndole ver que la
rodea un mundo mucho más grande, diverso y prometedor de lo que ella supone, el
cual está mucho más cerca y es mucho más accesible de lo que ella imagina. Esta
acción política integradora tiene que empezar por la educación de los niños y los
jóvenes. Pues bien: en la España del siglo XXI las cosas suceden exactamente al
revés. Porque está dividida en diecisiete Comunidades Autónomas cada una de las
cuales tiene poder absoluto sobre la educación primaria y secundaria. Como
consecuencia de ello, muchos niños y jóvenes han perdido su sentimiento de
españoles; éste es muy particularmente el caso en Cataluña y el País Vasco,
donde la educación de los jóvenes se ha manejado durante años con objetivos
nacionalistas, es decir, desintegradores de esa gran nación común que se llama
España.
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Ese sentimiento que tienen los
nacionalistas catalanes de superioridad frente al resto de los españoles los
lleva a una soberbia suicida y además no está sustentado ni por la antropología
ni por la historia. Esta falta de fundamento real lo hace todavía más alocado y
perverso.
Cataluña, como tierra de paso que
siempre ha sido, es una mezcla de gente de orígenes muy diversos. Y como una de
las dos puertas de entrada en la península Ibérica desde Europa, la otra es la
vasca, ha sido adelantada en la modernización e industrialización llegadas del
Norte. Un movimiento éste impulsado desde la misma España, con el apoyo
permanente de los gobiernos de Madrid, y que ha traído hasta Cataluña muchos
emigrantes procedentes de otras regiones españolas más pobres. Consecuencia de
todo ello es el hecho de que hoy los treinta apellidos más comunes en Cataluña
son castellanos, y que más del 60% de la actual población de Cataluña ha emigrado hasta ella desde el resto de España a lo largo del siglo XX; se trata de los
despectivamente llamados charnegos,
que se concentran principalmente en Barcelona y sus alrededores. De manera que,
simplificando inevitablemente las cosas, nos encontramos con dos orígenes bien
distintos para los nacionalistas y separatistas catalanes: una burguesía
catalana muy ligada a los negocios, puesto que en Barcelona dejó de hacerse
política durante los cuarenta años de franquismo; y gente trabajadora de origen
charnego, antes proletarios y hoy
clase media, que quieren reafirmar con su compromiso político una identidad
catalana de la que se sienten inseguros.
En cuanto a lo histórico, recurro
a lo que escribió en sus memorias (El
mundo visto a los ochenta años) y en 1934 don Santiago Ramón y Cajal,
nuestro insigne premio Nobel de medicina. Cataluña no destacó especialmente en
el conjunto de España hasta la segunda mitad del siglo XIX. Entonces la
burguesía catalana inició una industrialización que la llevó al dominio
económico de lo que quedaba del imperio español, Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
La pérdida en 1898 de la guerra con USA y de estos territorios creó una crisis
económica en Cataluña, que los gobiernos de Madrid compensaron con un
proteccionismo para las manufacturas catalanas en el conjunto del mercado español.
Inevitablemente, Cataluña se convirtió así en un polo importante de poderío
económico e industrial, a costa sin duda del desarrollo de otras regiones. A lo
largo de la primera mitad del siglo XX, Cataluña estuvo plenamente integrada en
España, como región dominante en lo industrial y económico y participante muy
activa en lo político y lo militar (recordemos como ejemplo al general Prim).
En 1934, y simultáneamente con el levantamiento comunista revolucionario de los
mineros de Asturias, Cataluña con su presidente Companys intentó, si no
independizarse de España, sí crear un estado casi independiente; yo creo que lo
hizo movido por una burguesía catalana que veía con terror el acercamiento de
una dictadura del proletariado en el más puro estilo estalinista, ése que llevó
en 1936 al Frente Popular y a continuación a una terrible guerra civil. A
Companys le costó la cárcel y después la vida. Ya en la segunda mitad de este siglo, Franco
favoreció sin duda los intereses económicos catalanes, pero la política, dado
el régimen dictatorial, estaba inevitablemente concentrada en Madrid. Eso es lo
que ha ido llevando a una desconexión creciente entre Barcelona y Madrid, que
lo es entre Cataluña y el resto de España. De todo lo escrito yo concluyo que
no puede hablarse de un agravio a los catalanes por los poderes políticos
centrales de España; al contrario, lo que ha habido es un proteccionismo.
Aunque una de las consecuencias de la dictadura ha sido que la burguesía
catalana se encerrara en sus negocios y en su casticismo, con las terribles
consecuencias que eso está teniendo en estos días.
Finalmente, una consideración económica:
tanto Cataluña como Vascongadas son regiones frontera entre España y Francia.
Por eso, lo mismo que existe un país vascoespañol existe otro vascofrancés, y
lo mismo que un país catalanoespañol existe otro catalanofrancés. Pues bien: toda
la excelencia económica de los lados españoles se vuelve mediocridad en los
franceses, que no destacan en nada dentro de la brillantísima Francia. He aquí
un argumento de peso, que en definitiva es antropológico, a favor de la idea de
que el desarrollo sobresaliente de Cataluña y el País Vasco son consecuencia de
su pertenencia a una España que los ha protegido, apoyado y engrandecido.
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Querría terminar afirmando que
una mayoría de los catalanes, es decir, de los ciudadanos españoles que viven
en Cataluña, no son nacionalistas, mucho menos separatistas. Pero estos últimos
se mueven, mientras que los primeros no lo hacen, al menos no lo han hecho
hasta ahora. Durante los últimos cuarenta años de democracia constitucionalista
en España, los gobiernos centrales no han hecho nada para enfrentar el problema
del separatismo con herramientas políticas. Se trata del PP (centroderecha) y el
PSOE (izquierda moderada), que se han ido alternando en el poder desde los 1980s
hasta hoy. Sí han sido capaces de unirse para acabar policialmente con el
terrorismo de ETA. Pero en lo estrictamente político han sido incapaces de
cooperar en temas de estado, como lo es el del nacionalismo. La consecuencia es
que poco a poco, a base de concesiones a las regiones más fuertes (Cataluña, País
Vasco y Madrid) y de “café para todos” que compense de algún modo el agravio
comparativo de las más débiles, se ha ido consolidando un estado autonómico
carísimo, irracional y en última instancia ingobernable. En el que pulula y
sobre el que vive una clase política demasiado numerosa y muy poco capacitada.
Aquí es donde está, me parece a mí, el corazón del problema.
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España necesita un Estado y unos
partidos políticos mayoritarios que recuperen muchas de las competencias que se
han ido cediendo a las autonomías. La enfermedad con la que nos enfrentamos no
es Cataluña, que se queda en síntoma de una patología mucho más profunda, la
del estado central. El reino de España es demasiado pequeño y pobre para
permitirse diecisiete ineficaces y enfrentados virreinos autonómicos. Esto es
lo que hay que reformar. No lo hará la clase política en cuanto a tal, que se
ha convertido en clase en el sentido marxista, con intereses propios que
defender. Tampoco podrá hacerlo una autocracia, porque España es ya un país socialmente avanzado, integrado en la Comunidad Europea. Solamente podrá
hacerlo media docena de verdaderos hombres (y mujeres) de estado que, liderando
unos pocos partidos fuertes y abiertos, sean valientes, tengan buena salud, compartan
una visión del futuro sencilla y sensata y vayan, llevándonos a todos los
demás, a por ella.
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