Ahora que nuestra vida diaria, aquí en España, está salpicada continuamente por lo que hacen o postponen, dicen o callan, los políticos, se me ocurre pensar en la necesidad de la acción.Un político debería ser capaz de distinguir entre su ideología y su acción de gobierno. Pero el mismo problema tenemos la gente de a pie, los vulgares ciudadanos. Entre ellos yo, que debería discriminar entre mis sentimientos y creencias, por un lado, y mis compromisos y objetivos, por el otro.
Los políticos se convierten en peligrosos fracasados cuando les importa más su ideología que el servicio a su país. Y la gente corriente, como yo, se topa con la frustración cuando lo que le mueve en el mundo es nada más que un puñado de creencias apilado contra otro de sentimientos.
No es que yo desprecie la ideología en los políticos o las creencias en los ciudadanos. Muy al contrario: creo que son una base indispensable para el compromiso y la acción. Pero estos últimos exigen mucho más. Requieren convicciones, propósitos y metas. Por la otra cara de la moneda heraclitea, también necesitan de nuestra habilidad para descubrir a tiempo si el camino que hemos tomado lleva o no a esa meta nuestra. Un camino del que no existe mapa y por eso exige exploración, tanteos, idas y venidas continuados. Las mejores botas para esta tarea son las de la capacidad de autocrítica, el complemento indispensable y permanente de la fuerza de voluntad.