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Murillo (1660).- Natividad con el anuncio a los pastores. |
Se acerca la Navidad, en la que los cristianos conmemoramos
el nacimiento del Niño Dios. Este acontecimiento pudo ser cierto o falso, nos es imposible dirimirlo con certeza científica, solo nos queda creerlo o no. Si sucedió
realmente, se trata de lo más trascendente que ha tenido lugar en la historia
humana. Si es falso que aquel niño fuera Dios, la leyenda de que sí lo es no
deja de ser una de las más bellas que la imaginación humana ha sido capaz de concebir.
Y ya se sabe que para encontrarle sentido a la vida nunca nos ha bastado a los
humanos con el logos (la razón, la ciencia),
también hemos necesitado siempre del mitos (la imaginación, la poesía).
En cualquier caso, los días que están llegando y que cierran
el año son hermosos y nos impulsan a disfrutarlos con una alegría fraternal. Pero
no lo conseguiremos sin poner además algo de nuestra parte. ¿Qué es ese algo?
En mi opinión, ante todo y sobre todo, SENTIDO DEL HUMOR, ése que nos da la capacidad de apreciar
lo humoroso que rodea y llena nuestras vidas.
La manifestación externa de este sentido del humor es más la
sonrisa que la risa. Llanto y risa son las dos formas básicas de expresar
nuestras emociones con gestos y sonidos. Pero la sonrisa es una risa silenciosa
que se dibuja levemente en nuestros rostros cuando descubrimos una
contradicción que nos resulta divertida. Es como un hallazgo, algo así como si
se nos revelara de pronto un secreto que había permanecido escondido. “¡Ajá!”,
nos decimos a nosotros mismos, “menuda sorpresa, ¿quién lo hubiera supuesto?”
Nuestro cerebro razona utilizando la comparación. Comparamos
hechos, objetos, premoniciones, experiencias, recuerdos, cualquiera otra clase
de ente asimilable por nuestra mente, y a partir de estas comparaciones
construimos juicios. A veces, cuando entramos en una comparación, nos
encontramos con contradicciones insuperables entre los términos de la misma,
que nos impiden emitir un juicio sintético. En algunos de estos casos contradictorios
salta finalmente, sorprendiéndonos, una chispa inesperada de humor, que arranca
nuestra sonrisa y hasta puede hacerla devenir en carcajadas.
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Arthur Koestler (1905-1983) |
El gran Arthur Koestler, una de los escritores más lúcidos y
brillantes del siglo XX, compuso un hermoso libro, “El Acto de Creación”, en el
que postulaba que esas contradicciones estaban en la base no solo del humor,
sino también de la creatividad , la invención científica y la sensibilidad
artística. Proponía que nuestra mente estaba poblada por numerosísimas “matrices
de pensamiento”, así llamaba a conjuntos particulares de representaciones
mentales de fenómenos, temas, recuerdos, sensaciones, especulaciones, visiones
del mundo, todo eso. Los humanos
razonábamos comparando matrices de pensamiento, normalmente dos a dos, pero a
veces hasta muchas a la vez. En la síntesis científica o en la invención
técnica, dos matrices de pensamiento que inicialmente nos parecían
contradictorias se fundían en una sola. En la contemplación artística
llegábamos a ver a través de una matriz de pensamiento otra bien distinta que
hasta entonces nos había permanecido oculta. Y en el humor, encadenábamos por
sorpresa una matriz de pensamiento con otra totalmente contradictoria, lo que podía
resultar extraordinariamente divertido.
Este proceso de nacimiento de lo humorístico se ve
claramente en algunos chistes sencillos.
El gordito se enfrenta con el problema de su sobrepeso. Lo lógico (la continuación lógica de esta matriz de pensamiento) sería decidir adelgazar, pero el gordito cambia de matriz de pensamiento, se da cuenta de que también es bajito... ¡y se le ocurre que la solución a su sobrepeso estaría en crecer!...
Una pareja duerme en la intimidad oscura de su habitación. El amante que yacía poco antes con ella tuvo que esconderse precipitadamente en el armario cuando el marido llegó y allí permanece encerrado. Entra sigilosamente un ladrón, que abre el armario sin ruido para empezar a robar... ¡pero se tropieza con el amante! Esta es la narración principal del chiste, una matriz de pensamiento que llevaría a una situación sin salida. Pero entonces cambia bruscamente la matriz, ladrón y amante se reconocen como aliados... ¡y se suplican silencio el uno al otro!...
La mujer de la izquierda ha iniciado un discurso complicado acerca de la dificultad de entender a los hombres.
Si la mujer de la derecha hubiera permanecido en esta matriz de pensamiento, que supone aceptar que los hombres son complicados, le habría contestado con una parrafada similar.
Pero lo que hace es cambiar de matriz de pensamiento. Para ella los hombres no son complicados... ¡sino asombrosa y estúpidamente simples!!...
¡¡GOOOOL!!
La mujer funcionaria de la oficina de empleo se mantiene en su matriz de pensamiento burocrática, atrincherada tras la pantalla de su ordenador.
Pero la mujer inmigrante de la derecha cambia radicalmente de matriz. No está buscando un empleo porque tenga alguna cualificación profesional específica... ¡¡sino porque lo necesita para sobrevivir!!
Mi madre tiene 98 años y con frecuencia me repite que lo
que a ella le ha permitido alcanzar esa edad tan avanzada es su sentido del humor. Nunca se
toma a ella misma demasiado en serio, de modo que las contradicciones que tiene
que superar continuamente entre su pasado y su futuro, cada día más frecuentes, no solamente no la irritan o deprimen, sino que le hacen
gracia. Ya no le tiene miedo a la muerte, solo le preocupa el sufrimiento que pueda venir asociado con ella. Piensa frecuentemente que, cuando por fin muera, su querido esposo, que la dejó hace más de veinte años, estará esperándola en la otra vida. A veces termina esta matriz de pensamiento con un cambio brusco a otra y dice con una sonrisa maliciosa: "aunque quién sabe... a lo peor lo sorprendo allí con otra!!"...
Muchas veces son los que nos rodean quienes nos ayudan a salvar mediante el sentido del humor una situación difícil o irritante.
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Trazada en rojo, la ruta de 620 km entre In Salah
y Tamanrasset. Cliqueando en la imagen
debería ampliarse.
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Eso es lo que me pasó a mí en el año 1981, cuando con mi
hermano y otro amigo emprendimos un viaje iniciático a través del Sahara,
mochila a la espalda y usando los medios de transporte locales. Me he acordado
mucho de esta aventura cuando años después he visto en Chiloé la llegada anual,
tambien iniciática, de los mochileros, jóvenes chilenos que caminan
incansables hacia las playas y bosques, las lluvias y vientos chilotes, en
busca de una magia vital que esta isla grande de Chiloé tiene y para intentar encontrarse a sí mismos.
En nuestro viaje africano, la primera etapa
verdaderamente sahariana era la que nos llevaba desde In Salah a Tamanrasset.
Transcurría a lo largo de 600 kms del desierto más puro y duro, a través de una pista
difícil marcada por las rodadas fantasmales de otros coches y camiones, muy
pocos, que de tarde en tarde, no más de cuatro o cinco cada día,la cruzaban hacia el Norte o el Sur. Los vehículos de transporte público que
hacían esta ruta eran camiones Mercedes con tracción en las cuatro ruedas a los que
se había acoplado un gran cajón con ventanillas que hacía de cabina de
pasajeros. Eran dos, para que cada día hubiera entre In Salah y Tam uno de ida y otro de vuelta.
Nosotros llegamos a In Salah una madrugada, cuando la nada oscura del desierto se convirtió de súbito en agrupaciones de casas de adobe donde muy de
vez en cuando una bombilla iluminaba malamente las calles. El gran autobús que nos había traído desde Ghardaia por una carretera asfaltada hizo su final de trayecto y nos dejó en una encrucijada, perdiéndose para siempre en la noche. Serían las dos de la madrugada
y nos recostamos contra una pared para pasar lo que quedaba hasta el amanecer.
Hacia frio y olia a orines humanos. En
la esquina frente a nosotros un hombre y una mujer apretados el uno contra la
otra, envueltos en un manto común sobre el que asomaba el gran
turbante negro de él, quizá intentaban dormir, pero de entre ellos salían con frecuencia las toses secas, desgarradas, sin un solo llanto, de un niño que debía estar enfermo. Por primera vez en aquel
viaje me sentí un vagabundo. Entonces empezó a llover, Dios mío, en mitad del Sahara
lloviendo una lluvia escasa pero capaz de mojarme las mejillas, quizá no lo había hecho antes en varios años. Me pareció un presagio benigno.
El microbús Mercedes que nos llevaría a Tam no llegaría de allí hasta por la tarde y no saldría con nosotros hasta el amanecer siguiente. Así que pasamos el dia
merodeando por los alrededores de In Salah, donde se despliega un extenso oasis de palmeras datileras rodeado por grandes dunas.
Ya por la tarde, éramos muchos esperando a que
abrieran la ventanilla del despacho de billetes, más de los que podrían caber en el microbús. Merodeábamos por los alrededores, sin
saber cuándo llegaría el momento. Cuando por fin
la ventanilla se abrió nos precipitamos todos a una
sobre ella y se inició un forcejeo extraño, porque era a la vez salvaje
y silencioso. Empezó a formarse algo que se parecía remotamente a una cola, pero el forcejeo seguía dentro de ella a nivel local, cada uno intentando apartar
a los que tenía delante a la vez que
evitando ser apartado por los que tenía detrás. Hubo hasta alguna que otra bofetada. Estábamos allí siete extranjeros, nosotros tres
españoles y cuatro italianos.
Vinieron unos gendarmes y nos llevaron a los siete hasta una puerta trasera del
despacho de billetes, lo que nos permitió comprar los nuestros. Luego,
cuando nos reencontramos en la calle a los argelinos con los que habíamos hecho cola, unos radiantes porque habían conseguido su billete y otros tristes porque tendrían que esperar un día más, ninguno tuvo un mal gesto hacia nosotros.
No teníamos dónde dormir, así que lo hicimos en el
palmeral, lejos del pueblo, sobre la pendiente suave de una duna y rodeados por palmeras
cercanas. Era una noche sin luna y un silencio absoluto lo empapaba todo.
Tendido boca arriba y con las botas puestas, tenía sobre mi el magnífico firmamento sahariano. Pasó muy alto un avión volando de sur a norte y yo sentí la nostalgia aguda de mi patria, mi mujer, mis hijos, todo
lo que había dejado atrás. Pero enseguida se me impuso la admiración que me producía el cielo magnífico, con miles de estrellas multicolores, desde el azulado hasta el
rojáceo pasando por el blanco y
las restantes tonalidades del espectro. Nunca antes había visto un cielo así, que es el cielo real,
visible allí gracias a la sequedad extrema de la atmósfera
en el desierto.
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El microbus Mercedes a mitad de camino entre In Salah y Tam. En la foto de la derecha y en primer plano Arrazola, nuestro gran elevador de mochilas. En la foto superior de la izquierda, con camisa blanca y las manos atrás, el compañero que me empujó. Casi en el extremo izquierdo de esta misma foto, con las manos en los bolsillos, un soldado argelino que se autoproclamó generosamente nuestro consejero durante todo el viaje. Entre aquel grupo de gente predominaba un espíritu solidario. En Africa, como en la Europa antigua,cuando la gente se pone en viaje se prepara espiritualmente para hacerlo, porque viajar es mucho más quedesplazarse físicamente. Si no que se lo pregunten a los subsaharianos que hoy se juegan la vida cruzandoel estrecho de Gibraltar para entrar en Europa.
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Dormimos
poco, a las cinco de la madrugada ya estábamos en marcha hacia el punto
de encuentro con el microbús, la misma encrucijada en que
nos había dejado un día antes el gran autobús que nos trajo desde
Ghardaia. Nos dimos cuenta enseguida de que allí
se preparaba otra batalla y nos trazamos un plan. Llegado el microbús, frenó ante nosotros, el ayudante del chofer bajó, abrió la puerta de la cabina de pasajeros y a continuación subió por la escalerilla de gato hasta el techo para recibir y
estibar allí los equipajes, en nuestro
caso tres mochilas grandes, que pusimos cómo pudimos lo más cerca posible de la base de la escalerilla. Mientras que
mi hermano José Mari se quedaba junto a ellas,
Arrazola entraba decidido en la pelea por subir escalerilla arriba hasta el techo
y yo me sumergía en la melé por alcanzar la puerta de la cabina, entrar dentro de ella y
reservar ocupándolos tres asientos. Con Arrazola ya
arriba, José Mari empezó a levantar con
sus brazos las mochilas, una a una, hasta que Arrazola pudo alcanzarlas.
Estos movimientos tenían lugar en el seno de un caos
en el que todos luchábamos contra todos. Cuando yo
estaba intentando acercarme a la puerta de la cabina apartando a otros, alguien me
dio un golpe fuerte en la espalda tratando de echarme a un lado. Me volví bastante cabreado y topé con un hombre más pequeño que yo, con un bigotito
negro muy fino y una toalla blanca anudada al cuello como bufanda. Ya lo conocía de la pelea en la oficina de billetes. Lo
sorprendente fue que aquel hombre me miraba sonriente, como si estuviéramos jugando un partido amistoso de rugby. Esa sonrisa me
desarmó, súbitamente comprendí lo que estaba pasando allí.
Aquello no era una pelea, nadie pretendía hacerle daño a otro, de hecho la fuerza de los golpes y empujones era llevada hasta el mismo límite de lo inofensivo usando lo que, paradójicamente y a pesar de las apariencias, era una exquisita cortesía. En ese momento hizo su aparición dentro de mí, como un relámpago, lo humoroso, lo
festivo. Todo lo que estoy contando sucedió en unos pocos segundos. Dándome cuenta de lo imbécil que había sido al indignarme, enseguida me vi
empujando con entusiasmo festivo a los demás para alcanzar la puerta de
la cabina, lo que al fin conseguí sin ser ni el primero ni el último.
A poco
estábamos los tres españoles sentados en dos asientos, como los demás pasajeros, rumbo a Tam, satisfechos de estar por fin allí, mirándonos unos a otros con una indisimulable simpatía y llenos de ese bienestar corporal
del que acaba de hacer su cotidiana gimnasia matutina. Sólo nos faltaba, y no la tendríamos por muchos días, una buena ducha tibia.
Me he
acordado muchas veces de esta anécdota conduciendo mi coche por
las calles infartadas por el tráfico de una gran ciudad. ¿Por
qué nosotros, la gente civilizada (eso es lo que nos creemos) de los países occidentales, nos
comportamos como un educado Dr. Jekyll cuando caminamos por la calle y como un
furibundo y ridículo Mr Hyde cuando detrás del volante de nuestro
coche intentamos abrirnos paso entre los demás? La respuesta es sencilla: no tenemos el suficiente sentido del
humor. Ese que nos haría comprender, con paciencia y
una sonrisa, al joven que acaba de obtener su carnet de conducir o al anciano
al que empieza a fallarle la vista o no tiene ya los reflejos suficientes, o al conductor avezado que sin embargo está cansado o distraído por algún problema, o al que sencillamente tiene más prisa que nosotros.
En general, en nuestras sociedades individualistas y mercantilizadas, hacinados en ciudades donde tropezamos continuamente unos con otros, nos falta el sentido del humor que nos permitiría ejercer la indispensable tolerancia. Esto no se reduce a un problema de tráfico, cala más hondo y nos va haciendo cada día un poco más insolidarios y alienados
Yo quiero aprovechar esta fiesta navideña, tan amorosa y entrañable, para pregonar con una sonrisa la necesidad del sentido del humor. Terminaré mi entrada con una sentencia muy sabia de aquel gran humorista que fue el italiano Pitigrilli:
¿EN QUÉ CONSISTE LA BUENA EDUCACIÓN? PUES EN COMPORTARNOS DELANTE DE LOS DEMÁS COMO SI ESTUVIÉRAMOS SOLOS, Y CUANDO ESTAMOS SOLOS COMO SI ESTUVIÉRAMOS DELANTE DE LOS DEMÁS.
Si los humanos fuéramos capaces de aplicar esta fórmula, el mundo tendría un futuro mucho más decente e interesante. También mucho, muchísimo, más divertido.
¡FELIZ NAVIDAD PARA TODOS!