<<¡Uf!...
¡terminé!>>... por segunda vez… quizá ahora la definitiva, ese libro, esa
novela, que di por terminada en una entrada de este blog del domingo 27 de
febrero de 2011.
Aquello resultó ser
solo un primer borrador, en el que los personajes habían acudido ya todos a mi
invocación, pero todavía eran figuras borrosas, tallas de papel y tinta sin
terminar de esculpir.
Han pasado casi dos
años, nada menos, y en el curso de ellos muchos otros acontecimientos
insospechados e importantes han atravesado mi vida. Así es el transcurrir del
tiempo, sí, pues de tiempo sobre todo estamos hechos los humanos, por mucha
carne y hueso que vean nuestros ojos, palpen nuestras manos, huelan nuestras
narices, por mucha inteligencia, amor, emoción o poesía que alberguen nuestros
cerebros…tiempo somos, que fluye, que viene y se va, que solo en rarísimas
ocasiones consigues que se quede quieto, siquiera por un instante, en un luminoso presente.
En escribiendo este
libro yo he descubierto muchas cosas, escribir es ante todo un ejercicio de
introspección, pero también una exploración de la inmensidad, real o imaginada,
que te rodea.
De entre todo lo que
he descubierto hay algo que se me apareció hace muy pocos días y que quiero
entregar a los locos que todavía lean este blog como mi presente de fin de año.
Se trata de lo siguiente:
Desde que los humanos
empezamos a disponer de culturas suficientemente consistentes, establecimos una
separación entre nosotros mismos y el resto de la naturaleza. Veíamos el mundo
como radicalmente distinto de nosotros, pues éramos los hijos de Dios, los
reyes de la Creación, los portadores de la razón, del “cogito ergo sum”, los que
teníamos el derecho de usar todo lo que nos rodeaba para conseguir esa
felicidad utópica que perseguíamos continuamente sin llegar a alcanzarla nunca.
Éramos aquéllos para los que todo estaba permitido.
Lo que yo he
descubierto es que eso que hemos venido creyendo es una falsedad. Pues nosotros
somos tan naturaleza como la piedra, el mar, las hojas y flores de una planta, los pulmones de una lagartija, las
branquias de un pez, el cerebro de una ballena o nuestro propio y despreciado
culo. Somos más listos que una bacteria y quizá más ágiles que un elefante,
también más astutos que un ciervo pero no más que un jaguar, más emotivos que
un buitre pero no más que una ballena, más organizados que un abejorro pero no
más que una abeja, más bellos y valientes que un buho pero no más que un colibrí.
Hasta en lo más malvado de
nosotros no somos sino naturaleza, y como naturaleza que somos, sometida a una
locura darwiniana por la supervivencia de nuestra especie, vamos camino de
acabar con ese planeta Tierra que es nuestra casa común.
Siendo esto así, que
lo es definitivamente, también albergamos los humanos, pero no solo los humanos
sino con nosotros, como mínimo, la mayoría de los animales, un algo misterioso a
lo que, sin saber bien de que se trata, algunos han llamado espíritu. Intuimos que en el espíritu está la verdadera libertad, que es interior. Una
llamita débil que no acaba de prender y que se apaga muchas veces con
facilidad. Pero está ahí, nosotros los humanos, aunque no solo nosotros, somos
portadores de ella.
Este espíritu, como
quería Hegel, puede ser una cualidad de todo el Universo. Es el mismo espíritu
que las culturas amerindias, los mapuches de Arauco y los williches de Chiloé
entre otros, han sido capaces de ver en muchas fuerzas de la naturaleza, en los
volcanes, los terremotos, el mar, el viento, la oscuridad y la luz.
Sí, ese espíritu
misterioso lo tenemos los humanos, pero no lo olvidemos
nunca, no solo nosotros.
Debemos cuidarlo, abrigarlo, proteger su llamita con nuestras manos de
todos los vientos. No solo en nosotros mismos, sino siempre que lo reconozcamos en otros seres, sea donde y cuando sea.
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