sábado, 29 de diciembre de 2012

Lucidez de fin de año


<<¡Uf!... ¡terminé!>>... por segunda vez… quizá ahora la definitiva, ese libro, esa novela, que di por terminada en una entrada de este blog del domingo 27 de febrero de 2011.
Aquello resultó ser solo un primer borrador, en el que los personajes habían acudido ya todos a mi invocación, pero todavía eran figuras borrosas, tallas de papel y tinta sin terminar de esculpir.
Han pasado casi dos años, nada menos, y en el curso de ellos muchos otros acontecimientos insospechados e importantes han atravesado mi vida. Así es el transcurrir del tiempo, sí, pues de tiempo sobre todo estamos hechos los humanos, por mucha carne y hueso que vean nuestros ojos, palpen nuestras manos, huelan nuestras narices, por mucha inteligencia, amor, emoción o poesía que alberguen nuestros cerebros…tiempo somos, que fluye, que viene y se va, que solo en rarísimas ocasiones consigues que se quede quieto, siquiera por un instante, en un luminoso presente.
En escribiendo este libro yo he descubierto muchas cosas, escribir es ante todo un ejercicio de introspección, pero también una exploración de la inmensidad, real o imaginada, que te rodea.
De entre todo lo que he descubierto hay algo que se me apareció hace muy pocos días y que quiero entregar a los locos que todavía lean este blog como mi presente de fin de año. Se trata de lo siguiente:
Desde que los humanos empezamos a disponer de culturas suficientemente consistentes, establecimos una separación entre nosotros mismos y el resto de la naturaleza. Veíamos el mundo como radicalmente distinto de nosotros, pues éramos los hijos de Dios, los reyes de la Creación, los portadores de la razón, del “cogito ergo sum”, los que teníamos el derecho de usar todo lo que nos rodeaba para conseguir esa felicidad utópica que perseguíamos continuamente sin llegar a alcanzarla nunca. Éramos aquéllos para los que todo estaba permitido.


Lo que yo he descubierto es que eso que hemos venido creyendo es una falsedad. Pues nosotros somos tan naturaleza como la piedra, el mar, las hojas y flores de una planta, los pulmones de una lagartija, las branquias de un pez, el cerebro de una ballena o nuestro propio y despreciado culo. Somos más listos que una bacteria y quizá más ágiles que un elefante, también más astutos que un ciervo pero no más que un jaguar, más emotivos que un buitre pero no más que una ballena, más organizados que un abejorro pero no más que una abeja, más bellos y valientes que un buho pero no más que un colibrí.
Hasta en lo más malvado de nosotros no somos sino naturaleza, y como naturaleza que somos, sometida a una locura darwiniana por la supervivencia de nuestra especie, vamos camino de acabar con ese planeta Tierra que es nuestra casa común.
Siendo esto así, que lo es definitivamente, también albergamos los humanos, pero no solo los humanos sino con nosotros, como mínimo, la mayoría de los animales, un algo misterioso a lo que, sin saber bien de que se trata, algunos han llamado espíritu. Intuimos que en el espíritu  está la verdadera libertad, que es interior.  Una llamita débil que no acaba de prender y que se apaga muchas veces con facilidad. Pero está ahí, nosotros los humanos, aunque no solo nosotros, somos portadores de ella. 
Este espíritu, como quería Hegel, puede ser una cualidad de todo el Universo. Es el mismo espíritu que las culturas amerindias, los mapuches de Arauco y los williches de Chiloé entre otros, han sido capaces de ver en muchas fuerzas de la naturaleza, en los volcanes, los terremotos, el mar, el viento, la oscuridad y la luz.
Sí, ese espíritu misterioso lo tenemos los humanos, pero no lo olvidemos nunca,  no solo nosotros.
Debemos  cuidarlo, abrigarlo, proteger su llamita con nuestras manos de todos los vientos.  No solo en nosotros mismos, sino siempre que lo reconozcamos en otros seres, sea donde y cuando sea.

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