Se trata de una extraordinaria
película chilena, ganadora de numerosos premios internacionales, que he tenido
la suerte de ver.
Hoy, cuando el mundo del cine está dominado por un Hollywood
entregado irreversiblemente a los efectos especiales y la apología de la
violencia, es difícil encontrar una película de tanta intensidad dramática y
tanta calidad.
“El club” es una extraña residencia,
en un pueblito de la costa chilena, donde las autoridades eclesiásticas han
confinado a varios sacerdotes disciplinados por causas graves: uno ha sido pedófilo, otro se ha dedicado al
tráfico de reciennacidos, un tercero se ha visto involucrado en asuntos turbios
en los tiempos de la dictadura militar, y al fin hay uno, afectado de demencia
senil, del que todo el mundo ha olvidado por qué está encerrado allí. Se supone
que aquello es “una casa de oración y penitencia”, de modo que los allí
confinados tienen prohibido bajar al pueblo e interaccionar con sus convecinos.
Este extraño club está administrado por una monja cuyos perfiles son ambiguos,
en cuanto a que no está confirmada su condición de tal ni clara la medida en
que ella pueda estar también confinada allí por culpas mayores.
El caso es que este extraño club
ha llegado a ser una casa, más que de penitencia, de olvido. Un olvido que
todos los que allí viven han aceptado como tabla de salvación. Se han acomodado
a las circunstancias de una vida austera y solitaria pero fácil. Cada uno ha
dispuesto del tiempo suficiente para construir su propia historia
justificativa. La monja que dirige la casa les ofrece a todos una vida
confortable por rutinaria. Y para rematar esta catedral de fantasía, todos juntos
han podido desarrollar una pasión inocente, las carreras de galgos, gracias a
que el azar ha llevado hasta las mismas puertas del club a un galgo ganador al
que cuidan como un pequeño ídolo y del que obtienen premios de dinero con los
que pueden ir satisfaciendo sus pequeños caprichos.
De pronto, todo se derrumba. Un
cura represaliado que acaba de incorporarse a la casa muere violentamente. Las
autoridades eclesiásticas inician una investigación, con lo que se incorpora al
club un jesuita joven y duro que está dispuesto a llegar hasta el final,
haciendo saltar por los aires todas las contradicciones y misterios que
envuelven aquel club fantasmal. Los acontecimientos se precipitan y el final es
tan radical como inesperado.
Todos los componentes de esta
película son, en mi opinión, sobresalientes, como lo es el equilibrio entre
ellos, mérito de su director, Pablo Larrain, que hace cine de arte mayor. Los
actores se expresan mucho más por sus gestos que por lo que dicen, pues el
guión es sobrio y los textos hablados se limitan a lo indispensable. Destaca la
formidable actuación de la monja, Antonia Zegers, su capacidad de expresar las
varias facetas de su complejo personaje. La fotografía está impecablemente al
servicio de la película, con esa melancolía de la orilla de un mar como el
chileno, más de crepúsculos que de amaneceres.
Debo decir que he visto la
película dos veces, porque no me pareció haber captado toda su complejidad en
el primer pase. También que al final me he sentido solidario de todos los
personajes de aquel drama. Convencido de que, al igual que aquellos clérigos
confinados bajo el mandato amable de una monja maternal, todos terminamos
siendo condenados por una vida que inevitablemente nos erosiona. Como el camino
es largo y cansado, como está lleno de fracasos, todos terminamos
acomodándonos, inventándonos una falsa vida cuyo relato interior está lleno de
autojustificaciones. Pero también a
cualquiera de nosotros, como a los personajes de “El Club”, puede llegarnos un
día en que la verdad esencial de nuestra vida
se abra paso como un torrente de acontecimientos inesperados. Y si como ellos nos obstinamos en ignorarlo,
nuestra vida nunca llegará a ser la aventura de búsqueda y superación que
podría haber sido.
Esta es, en resumen, una de las muchas deducciones que
podrían hacerse de una película que sin embargo, más que hacerte pensar, te conmueve. Eso precisamente es lo que
consigue el arte verdadero.