Hoy, como casi todos los días, me
levanto muy temprano, entre cinco y media y seis de la madrugada. Busco
enseguida la noticia del Brexit y me sorprende como un mazazo el triunfo del NO
a la Unión Europea. Siento enseguida una contradictoria mezcla de miedo,
tristeza y esperanza. También la punzante sensación de que vivo un momento
histórico, uno de esos que solo se presenta cada medio siglo y cuyo enmarañado
paquete de consecuencias es imprevisible. Intentaré explicarme.
Si tuviera que aplicarme una
etiqueta, me considero mucho más anglófilo que germanófilo o francófilo.
Siempre admiré a Inglaterra, el corazón de la gran Britannia, madre a su vez del último gran imperio que el mundo ha
conocido, paridora de un incontable número de héroes y sabios, aunque de pocos
santos, lo que pone de manifiesto su equilibrado pragmatismo. Pero también sé
que desde que se creó la Unión Europea, en aquellos tiempos ya lejanos del
Mercado Común de los 1950’s, Inglaterra estuvo a la contra. Organizó entonces
como contrapartida una Zona de Libre Cambio, en la que intentó agrupar bajo su
liderazgo el mayor número posible de países europeos. Aquello finalmente fracasó
e Inglaterra, con su sentido práctico, tuvo que aceptar la derrota y pedir su
ingreso en la Unión Europea.
Durante todos estos años que ha estado dentro, Inglaterra
ha sido más una resistencia que un impulso para el progreso de esa Unión. Siempre
desconfió de la Unión Europea porque siempre desconfió de Europa. Nunca fue
definitivamente europea. Por debajo de su condición imperial durante los
últimos siglos, lo que la definía como nación en un contexto geográfico
noratlántico era su arraigado concepto de la insularity: Inglaterra se vio siempre como una isla, separada de una
Europa entregada desde siempre a arrebatos sangrientos no por un estrecho
canal, el de La Mancha, sino por un inmenso océano, el Atlántico. Así ha
seguido siendo en buena parte. El inglés medio se siente mucho más cerca de un
neozelandés que de un francés. Claro que lo mismo le pasa al español medio,
también descendiente de un antiguo imperio: yo me siento muchísimo más cerca de
un chileno que de un francés. En ambos casos es sobre todo la lengua, fundamento
de la cultura, lo que nos une. Es posible que para la gente muy joven las cosas
funcionen de otra forma, que ellos se sientan mucho más europeístas; pero esa
es otra historia.
Luego está la cuestión del
populismo, ese nuevo fantasma que recorre hoy Europa y que se pone de
manifiesto en muchos de los países de la Unión con un fuerte componente antieuropeísta.
También en Inglaterra, que quizá sea hoy, con su Brexit triunfante en un referéndum
torpemente convocado, la primera víctima europea de ese populismo.
Por lo demás, Europa entera,
Inglaterra incluida, está hoy temblando ante las amenazas que para todos parecen derivarse del Brexit. Yo
tiendo a pensar que no es para tanto, por lo menos en lo que se refiere a
amenazas de naturaleza económica o financiera, pues la globalización en estas
áreas es hoy casi total. Así, dudo que la City londinense desaparezca como
segundo centro financiero mundial después de Wall Street. O que se resienta el
comercio de la Europa continental con Gran Bretaña. O que deje España el millón
de jubilados ingleses que ya vive aquí, o que se venga abajo el turismo inglés.
Pero lo de ese primer triunfo del
populismo en Europa sí me parece preocupante, pues Europa entera es hoy un
barril de pólvora populista. Estoy convencido de que el populismo es una forma
de fascismo, la forma que el fascismo está adoptando en la Europa de este
primer tercio del siglo XXI. Y lo es por dos razones principales: primero
porque es hijo del miedo, en cuanto a que los europeos de hoy, viejos y
jóvenes, temen con fundamento que su futuro económico y social pueda empeorar
en vez de mejorar; segundo porque se basa en una gran mentira, la de que todo
se arreglará retirándose a una patria chica con paredes supuestamente seguras o
repartiendo entre todos una riqueza que, sencillamente, no existe.
Para vencer al populismo que nos
amenaza a todos hay un solo camino de dirección única: aumentar la unión y la
integración europeas, en todos los frentes, por todos los medios, con
determinación y rapidez.
Es principalmente desde este
punto de vista que el triunfo del Brexit es una malísima noticia. Aunque quién
sabe: a lo mejor hace falta un bofetón de este calibre para que todos nos
despertemos y empecemos a reaccionar. Empezando por Alemania y Francia, los dos
países que, hoy más que nunca, tienen que cogerse de la mano y liderar este
proceso.
El déficit más importante con el
que los europeos tendremos que enfrentarnos es precisamente el de líderes. No solo
políticos, también sociales y culturales. Gente capaz de ver claro el único
futuro posible y de transmitir esta visión a los demás.
Este es el problema más urgente que debemos resolver. Y no tiene, por suerte o por desgracia, una solución tecnológica.