viernes, 24 de junio de 2016

BREXIT: un cambio de página.


Hoy, como casi todos los días, me levanto muy temprano, entre cinco y media y seis de la madrugada. Busco enseguida la noticia del Brexit y me sorprende como un mazazo el triunfo del NO a la Unión Europea. Siento enseguida una contradictoria mezcla de miedo, tristeza y esperanza. También la punzante sensación de que vivo un momento histórico, uno de esos que solo se presenta cada medio siglo y cuyo enmarañado paquete de consecuencias es imprevisible. Intentaré explicarme.

Si tuviera que aplicarme una etiqueta, me considero mucho más anglófilo que germanófilo o francófilo. Siempre admiré a Inglaterra, el corazón de la gran Britannia, madre a su vez del último gran imperio que el mundo ha conocido, paridora de un incontable número de héroes y sabios, aunque de pocos santos, lo que pone de manifiesto su equilibrado pragmatismo. Pero también sé que desde que se creó la Unión Europea, en aquellos tiempos ya lejanos del Mercado Común de los 1950’s, Inglaterra estuvo a la contra. Organizó entonces como contrapartida una Zona de Libre Cambio, en la que intentó agrupar bajo su liderazgo el mayor número posible de países europeos. Aquello finalmente fracasó e Inglaterra, con su sentido práctico, tuvo que aceptar la derrota y pedir su ingreso en la Unión Europea. 

Durante todos estos años que ha estado dentro, Inglaterra ha sido más una resistencia que un impulso para el progreso de esa Unión. Siempre desconfió de la Unión Europea porque siempre desconfió de Europa. Nunca fue definitivamente europea. Por debajo de su condición imperial durante los últimos siglos, lo que la definía como nación en un contexto geográfico noratlántico era su arraigado concepto de la insularity: Inglaterra se vio siempre como una isla, separada de una Europa entregada desde siempre a arrebatos sangrientos no por un estrecho canal, el de La Mancha, sino por un inmenso océano, el Atlántico. Así ha seguido siendo en buena parte. El inglés medio se siente mucho más cerca de un neozelandés que de un francés. Claro que lo mismo le pasa al español medio, también descendiente de un antiguo imperio: yo me siento muchísimo más cerca de un chileno que de un francés. En ambos casos es sobre todo la lengua, fundamento de la cultura, lo que nos une. Es posible que para la gente muy joven las cosas funcionen de otra forma, que ellos se sientan mucho más europeístas; pero esa es otra historia.

Luego está la cuestión del populismo, ese nuevo fantasma que recorre hoy Europa y que se pone de manifiesto en muchos de los países de la Unión con un fuerte componente antieuropeísta. También en Inglaterra, que quizá sea hoy, con su Brexit triunfante en un referéndum torpemente convocado, la primera víctima europea de ese populismo.

Por lo demás, Europa entera, Inglaterra incluida, está hoy temblando ante las amenazas  que para todos parecen derivarse del Brexit. Yo tiendo a pensar que no es para tanto, por lo menos en lo que se refiere a amenazas de naturaleza económica o financiera, pues la globalización en estas áreas es hoy casi total. Así, dudo que la City londinense desaparezca como segundo centro financiero mundial después de Wall Street. O que se resienta el comercio de la Europa continental con Gran Bretaña. O que deje España el millón de jubilados ingleses que ya vive aquí, o que se venga abajo el turismo inglés.

Pero lo de ese primer triunfo del populismo en Europa sí me parece preocupante, pues Europa entera es hoy un barril de pólvora populista. Estoy convencido de que el populismo es una forma de fascismo, la forma que el fascismo está adoptando en la Europa de este primer tercio del siglo XXI. Y lo es por dos razones principales: primero porque es hijo del miedo, en cuanto a que los europeos de hoy, viejos y jóvenes, temen con fundamento que su futuro económico y social pueda empeorar en vez de mejorar; segundo porque se basa en una gran mentira, la de que todo se arreglará retirándose a una patria chica con paredes supuestamente seguras o repartiendo entre todos una riqueza que, sencillamente, no existe.

Para vencer al populismo que nos amenaza a todos hay un solo camino de dirección única: aumentar la unión y la integración europeas, en todos los frentes, por todos los medios, con determinación y rapidez.

Es principalmente desde este punto de vista que el triunfo del Brexit es una malísima noticia. Aunque quién sabe: a lo mejor hace falta un bofetón de este calibre para que todos nos despertemos y empecemos a reaccionar. Empezando por Alemania y Francia, los dos países que, hoy más que nunca, tienen que cogerse de la mano y liderar este proceso.


El déficit más importante con el que los europeos tendremos que enfrentarnos es precisamente el de líderes. No solo políticos, también sociales y culturales. Gente capaz de ver claro el único futuro posible y de transmitir esta visión a los demás. 

Este es el problema más urgente que debemos resolver. Y no tiene, por suerte o por desgracia, una solución tecnológica.

domingo, 19 de junio de 2016

La señal


Nuestros teléfonos celulares nos habían hecho muy poderosos.

Un número creciente de satélites artificiales navegaba por los espacios cercanos a la Tierra transmitiendo continuamente su posición. Cada uno de nuestros celulares recogía esas señales, las triangulaba y calculaba la posición de cada uno de nosotros sobre la superficie terrestre con una precisión algunas veces salvadora, otras aterradora.

Por otra parte, nuestros celulares eran potentes radiotransmisores que nos permitían emitir y recibir, a nuestra voluntad, numerosos tipos de señales portadoras de mensajes de voz, textos, imágenes, datos… en definitiva todo aquello que nuestros cerebros pueden usar para comunicarse con otros cerebros humanos. Multitud de potentísimos ordenadores formaban también parte de este sistema global de comunicaciones, captando y almacenando todo lo que nosotros éramos capaces de emitir y recibir.

Estos ordenadores tenían dueños, obligados por ley y por ética a mantener el secreto de lo que conocían de cada uno de nosotros. Y esos dueños dependían a su vez de poderes políticos, policiales, económicos, financieros, ocultos, ante los que, en el caso de que se lo pidieran, ¿podrían resistirse a proporcionarles las informaciones acerca de ti o de mí, de aquél, aquélla o aquello, que le demandaran?

El caso es que como consecuencia de todas estas nuevas herramientas tecnológicas, los individuos humanos, tú, yo, él o ella, ellos, nosotros, éramos cada vez más poderosos pero también cada vez más vulnerables.

Y no había marcha atrás. Si algún día nuevas tiranías se hicieran con los poderes del mundo, ¿por qué no habrían de surgir y hacerlo? nos tendrían mucho más en sus manos que nunca los peores tiranos habían tenido a nuestros antepasados. Dispondrían no solo de nuestros cuerpos, también de nuestras mentes. Sobre todo de éstas. Ya no harían falta gulags.

Por otra parte, todo transcurría a ritmos trepidantes, no en balde lo que con más solidez nos mantenía unidos eran ondas electromagnéticas que se movían a la velocidad de la luz. El mundo había cambiado ya mucho más de lo que cualquiera de nosotros era capaz de advertir.

Esta situación sería soportable en la medida en que ese mundo se mantuviera en paz. Pero si se desatara algún día una nueva guerra universal… no sé, creo que ni siquiera los más imaginativos de entre nosotros serían capaces de entrever las circunstancias terribles con las que tendríamos que enfrentarnos.


Claro que, ¿tiene algún sentido preocuparse por todo esto? ¿Qué hace uno cuando vuela en un avión o conduce su automóvil o escucha pasivamente lo que una televisión enloquecida le está transmitiendo? ¿Acaso se preocupa uno por lo que pueda llegar a pasarle?

domingo, 12 de junio de 2016

Lo irreversible

Todas las mañanas, cuando saco de paseo a mi perro Curro o, como él posiblemente cree, Curro me saca de paseo a mí, nos tropezamos en una plazuela próxima a nuestra casa con un joven y hermoso Laurel de Indias (Ficus macrocarpa). Su follaje es espesísimo y muy vigoroso, me llama la atención que no haya enredos entre sus ramas, creciendo todas libres unas de otras, dejándose cada una mecer por el viento y recibir las visitas  de los pájaros, independientemente de las demás. ¿Cómo es esto posible, cómo es que no se producen enredos innumerables entre las ramillas más jóvenes a medida que van creciendo?

Hace unos días encontré una explicación termodinámica para esta paradoja. Lo hice cuando leía cosas de la biología molecular de los cromosomas. Esta es una de las fronteras científicas donde uno tiene la impresión de que queda todavía mucho por descubrir. El ADN del conjunto de los cromosomas de una célula humana tiene una longitud total de unos 2 ms, estando obligado a plegarse y replegarse para caber dentro del núcleo celular, que tiene un diámetro 100.000 veces menor. ¿Cómo lo hace? Enrollando la doble hélice que lo constituye en todo un complejo de superhélices (hélices de hélices) de diversos órdenes y naturalezas, gracias además a que pese a su extraordinaria longitud su grosor es pequeñísimo, cien millones de veces menor que aquélla. Pero esos bucles y contrabucles y requetebucles en los que se pliega el ADN nuclear, ¿cómo es que no se convierten en una maraña imposible de desenmarañar, cómo es que se duplican y separan ordenadamente en dos mitades iguales cada vez que la célula se divide? 

Los científicos buscan los mecanismos capaces de explicar esta proeza, pero lo que a mí me sorprendió es que hay una justificación termodinámica que pone de manifiesto que no se trata de una tarea imposible, bien al contrario, recorre con naturalidad el mismo camino que siguen todos los procesos irreversibles que consumen energía, a la que en una parte importante convierten en entropía inutilizable. Al concepto que lo explica se le llama repulsión o exclusión entrópica. Las miríadas de hebras de ADN o los miles de ramitas del Laurel de Indias no se enredan unas con otras porque al hacerlo disminuirían los grados de libertad  del sistema que integran, que es lo mismo que decir que disminuirían su entropía, y eso es contrario a la tendencia natural termodinámica de los procesos irreversibles, que lo es hacia un crecimiento continuo de la entropía del conjunto del sistema.

Si las ramitas se enredaran, el Laurel de Indias se iría bloqueando, cada vez le sería más difícil seguir creciendo. Su entropía también iría disminuyendo, pero solo hasta que el árbol terminara muriendo, y al descomponerse se convirtiera totalmente en un hálito de entropía inutilizable.

Todo lo dicho resume el encuentro, casi encontronazo, que vengo teniendo desde hace unos días con LO IRREVERSIBLE. Los mismos días que llevo debatiéndome con el afán de escribir una entrada para mi blog sobre este asunto, que valga la pena el esfuerzo. Hoy, por fin, lo estoy intentando.

El segundo principio de la termodinámica es el del crecimiento irreversible de la entropía total de nuestro universo, que lo encamina hacia un final de muerte térmica que es, paradójicamente, un morirse de frío.

Pero nosotros vivimos en sistemas mucho más limitados: el sistema solar, el planeta Tierra, la biosfera. Incluso en estos la entropía del conjunto no puede sino crecer irreversiblemente, pero dentro de ellos el crecimiento de la entropía no es simplemente la medida de un desorden creciente, de un camino irreversible hacia la muerte. También es indispensable para la existencia, en el seno de ese desorden global, de un orden parcial duradero y creciente. Ejemplo señero es la evolución de lo vivo. También el fenómeno de la exclusión entrópica.

De manera que el mensaje que nos trae la entropía es optimista, de vida y plenitud. Porque el orden acompaña al desorden, no solo eso, sino que hasta nace de él. Solo en el seno del desorden puede concebirse la existencia de un orden duradero y creciente. Quemamos leña en la noche para superar el frío gracias al calor del fuego: la entropía es el humo inútil de esta hoguera necesaria.

Esto lo sabe bien nuestra cultura popular. Como el Laurel de Indias que moriría si sus ramas se enredaran unas contra otras, la vejez sin enfermedad terminará siempre en lo que podríamos llamar una muerte fría. Así decimos: “el pobre viejo se quedó cuajado en la cama”, o también, “dio las buenas noches y ya no volvió a levantarse nunca más”. Ejemplos son éstos de la concurrencia de la muerte con la imposibilidad para la entropía de seguir creciendo.

Trabajé hace muchos años en una gran empresa donde el principio director de la gestión del personal era el de la “indisciplina controlada”, así se le llamaba, hasta con orgullo. Lo que subyacía en esta visión era la idea de que sin un cierto nivel de indisciplina es imposible hacer bien las cosas difíciles, esas que exigen creatividad e iniciativa. Aquí también lo entrópico como acompañante indispensable de lo emergente.

En aparente contraposición, cuando hice el servicio militar se ponía un gran énfasis en inculcarnos en unos pocos meses el sentido de la disciplina, esencial para el funcionamiento de un ejército. Pieza básica para ello era la instrucción en orden cerrado, “en marcha… ¡ari!...un, dos, un, dos… derecha, izquierda… alto… ¡ari!”, todo eso, una y otra y otra vez, masticando el polvo mezclado con sudor del campo de maniobras. La idea era que interiorizáramos que las órdenes deben obedecerse sin rechistar. Pero también hicimos muchas horas de instrucción en orden abierto, juegos de guerra y guerrilla podrían llamarse, donde se intentaba transmitirnos lo esencial de la iniciativa y la asunción de riesgos. La combinación del orden con el desorden, de la entropía decreciente con la creciente, crucial en la guerra si es que alguna vez llega.

Este conjunto de reflexiones atropelladas que me han ocupado algunos ratos durante los últimos días, me han llevado finalmente a un encontronazo con LO IRREVERSIBLE. Está tan presente, forma una parte tan cercana de nuestro tejido vital… Por ejemplo en el vaso de whisky con hielo que bebo muchas tardes. Esos cubitos de hielo que terminarán fundiéndose y ya no podrán recomponerse espontáneamente, o ese mismo vaso que una vez roto en un montón de pedazos ya no podrá ser reconstruido nunca.

La flecha del tiempo apunta en una sola dirección, lo sabemos, pero nos cuesta trabajo aceptarlo. Querríamos volver atrás tantas veces, nos parece tan factible… Y sin embargo, deberíamos tener claro que no hay vuelta atrás, que es imposible recomponer lo hecho y lo deshecho. El reencuentro con lo que pasó sí es posible, en la memoria, aunque nunca será igual que lo vivido. Pero es toda esa entropía, esos recuerdos de lo bien y mal hecho, los remordimientos, arrepentimientos, nostalgias, fidelidades, emociones, todo ese humo, lo que a medida que siendo leña se ha ido quemando nos ha hecho posible llegar a ser lo que ahora somos.

Lo irreversible de nuestra vida como fundamento de lo más valioso que tenemos, nuestra libertad. Siempre que seamos capaces de asumir esa vida nuestra con la mayor valentía posible, sin contemplaciones. Preciosa como es precisamente porque es irrepetible.