Todas las mañanas, cuando saco de
paseo a mi perro Curro o, como él posiblemente cree, Curro me saca de paseo a
mí, nos tropezamos en una plazuela próxima a nuestra casa con un joven y
hermoso Laurel de Indias (Ficus
macrocarpa). Su follaje es espesísimo y muy vigoroso, me llama la atención
que no haya enredos entre sus ramas, creciendo todas libres unas de otras,
dejándose cada una mecer por el viento y recibir las visitas de los pájaros, independientemente de las
demás. ¿Cómo es esto posible, cómo es que no se producen enredos innumerables
entre las ramillas más jóvenes a medida que van creciendo?
Hace unos días encontré una
explicación termodinámica para esta paradoja. Lo hice cuando leía cosas de la
biología molecular de los cromosomas. Esta es una de las fronteras científicas
donde uno tiene la impresión de que queda todavía mucho por descubrir. El ADN
del conjunto de los cromosomas de una célula humana tiene una longitud total de
unos 2 ms, estando obligado a plegarse y replegarse para caber dentro del
núcleo celular, que tiene un diámetro 100.000 veces menor. ¿Cómo lo hace?
Enrollando la doble hélice que lo constituye en todo un complejo de
superhélices (hélices de hélices) de diversos órdenes y naturalezas, gracias
además a que pese a su extraordinaria longitud su grosor es pequeñísimo, cien
millones de veces menor que aquélla. Pero esos bucles y contrabucles y requetebucles
en los que se pliega el ADN nuclear, ¿cómo es que no se convierten en una
maraña imposible de desenmarañar, cómo es que se duplican y separan
ordenadamente en dos mitades iguales cada vez que la célula se divide?
Los
científicos buscan los mecanismos capaces de explicar esta proeza, pero lo que
a mí me sorprendió es que hay una justificación termodinámica que pone de
manifiesto que no se trata de una tarea imposible, bien al contrario, recorre
con naturalidad el mismo camino que siguen todos los procesos irreversibles que
consumen energía, a la que en una parte importante convierten en entropía
inutilizable. Al concepto que lo explica se le llama repulsión o exclusión
entrópica. Las miríadas de hebras de ADN o los miles de ramitas del Laurel
de Indias no se enredan unas con otras porque al hacerlo disminuirían los
grados de libertad del sistema que
integran, que es lo mismo que decir que disminuirían su entropía, y eso es
contrario a la tendencia natural termodinámica de los procesos irreversibles,
que lo es hacia un crecimiento continuo de la entropía del conjunto del sistema.
Si las ramitas se enredaran, el
Laurel de Indias se iría bloqueando, cada vez le sería más difícil seguir
creciendo. Su entropía también iría disminuyendo, pero solo hasta que el árbol
terminara muriendo, y al descomponerse se convirtiera totalmente en un hálito
de entropía inutilizable.
Todo lo dicho resume el
encuentro, casi encontronazo, que vengo teniendo desde hace unos días con LO
IRREVERSIBLE. Los mismos días que llevo debatiéndome con el afán de escribir
una entrada para mi blog sobre este asunto, que valga la pena el esfuerzo. Hoy,
por fin, lo estoy intentando.
El segundo principio de la
termodinámica es el del crecimiento irreversible de la entropía total de
nuestro universo, que lo encamina hacia un final de muerte térmica que es,
paradójicamente, un morirse de frío.
Pero nosotros vivimos en sistemas
mucho más limitados: el sistema solar, el planeta Tierra, la biosfera. Incluso
en estos la entropía del conjunto no puede sino crecer irreversiblemente, pero
dentro de ellos el crecimiento de la entropía no es simplemente la medida de un
desorden creciente, de un camino irreversible hacia la muerte. También es
indispensable para la existencia, en el seno de ese desorden global, de un
orden parcial duradero y creciente. Ejemplo señero es la evolución de lo vivo.
También el fenómeno de la exclusión entrópica.
De manera que el mensaje que nos
trae la entropía es optimista, de vida y plenitud. Porque el orden acompaña al
desorden, no solo eso, sino que hasta nace de él. Solo en el seno del desorden
puede concebirse la existencia de un orden duradero y creciente. Quemamos leña
en la noche para superar el frío gracias al calor del fuego: la entropía es el
humo inútil de esta hoguera necesaria.
Esto lo sabe bien nuestra cultura
popular. Como el Laurel de Indias que moriría si sus ramas se enredaran unas
contra otras, la vejez sin enfermedad terminará siempre en lo que podríamos
llamar una muerte fría. Así decimos: “el pobre viejo se quedó cuajado en la
cama”, o también, “dio las buenas noches y ya no volvió a levantarse nunca más”.
Ejemplos son éstos de la concurrencia de la muerte con la imposibilidad para la
entropía de seguir creciendo.
Trabajé hace muchos años en una
gran empresa donde el principio director de la gestión del personal era el de la
“indisciplina controlada”, así se le llamaba, hasta con orgullo. Lo que
subyacía en esta visión era la idea de que sin un cierto nivel de indisciplina
es imposible hacer bien las cosas difíciles, esas que exigen creatividad e
iniciativa. Aquí también lo entrópico como acompañante indispensable de lo
emergente.
En aparente contraposición,
cuando hice el servicio militar se ponía un gran énfasis en inculcarnos en unos
pocos meses el sentido de la disciplina, esencial para el funcionamiento de un
ejército. Pieza básica para ello era la instrucción en orden cerrado, “en
marcha… ¡ari!...un, dos, un, dos… derecha, izquierda… alto… ¡ari!”, todo eso,
una y otra y otra vez, masticando el polvo mezclado con sudor del campo de
maniobras. La idea era que interiorizáramos que las órdenes deben obedecerse
sin rechistar. Pero también hicimos muchas horas de instrucción en orden
abierto, juegos de guerra y guerrilla podrían llamarse, donde se intentaba
transmitirnos lo esencial de la iniciativa y la asunción de riesgos. La
combinación del orden con el desorden, de la entropía decreciente con la
creciente, crucial en la guerra si es que alguna vez llega.
Este conjunto de reflexiones
atropelladas que me han ocupado algunos ratos durante los últimos días, me han
llevado finalmente a un encontronazo con LO IRREVERSIBLE. Está tan presente, forma
una parte tan cercana de nuestro tejido vital… Por ejemplo en el vaso de whisky
con hielo que bebo muchas tardes. Esos cubitos de hielo que terminarán fundiéndose
y ya no podrán recomponerse espontáneamente, o ese mismo vaso que una vez roto
en un montón de pedazos ya no podrá ser reconstruido nunca.
La flecha del tiempo apunta en
una sola dirección, lo sabemos, pero nos cuesta trabajo aceptarlo. Querríamos
volver atrás tantas veces, nos parece tan factible… Y sin embargo, deberíamos
tener claro que no hay vuelta atrás, que es imposible recomponer lo hecho y lo
deshecho. El reencuentro con lo que pasó sí es posible, en la memoria, aunque
nunca será igual que lo vivido. Pero es toda esa entropía, esos recuerdos de lo
bien y mal hecho, los remordimientos, arrepentimientos, nostalgias, fidelidades,
emociones, todo ese humo, lo que a medida que siendo leña se ha ido quemando nos
ha hecho posible llegar a ser lo que ahora somos.
Lo irreversible de nuestra vida
como fundamento de lo más valioso que tenemos, nuestra libertad. Siempre que seamos capaces de asumir esa vida nuestra con la mayor valentía posible, sin contemplaciones. Preciosa como es precisamente porque es irrepetible.
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