domingo, 19 de junio de 2016

La señal


Nuestros teléfonos celulares nos habían hecho muy poderosos.

Un número creciente de satélites artificiales navegaba por los espacios cercanos a la Tierra transmitiendo continuamente su posición. Cada uno de nuestros celulares recogía esas señales, las triangulaba y calculaba la posición de cada uno de nosotros sobre la superficie terrestre con una precisión algunas veces salvadora, otras aterradora.

Por otra parte, nuestros celulares eran potentes radiotransmisores que nos permitían emitir y recibir, a nuestra voluntad, numerosos tipos de señales portadoras de mensajes de voz, textos, imágenes, datos… en definitiva todo aquello que nuestros cerebros pueden usar para comunicarse con otros cerebros humanos. Multitud de potentísimos ordenadores formaban también parte de este sistema global de comunicaciones, captando y almacenando todo lo que nosotros éramos capaces de emitir y recibir.

Estos ordenadores tenían dueños, obligados por ley y por ética a mantener el secreto de lo que conocían de cada uno de nosotros. Y esos dueños dependían a su vez de poderes políticos, policiales, económicos, financieros, ocultos, ante los que, en el caso de que se lo pidieran, ¿podrían resistirse a proporcionarles las informaciones acerca de ti o de mí, de aquél, aquélla o aquello, que le demandaran?

El caso es que como consecuencia de todas estas nuevas herramientas tecnológicas, los individuos humanos, tú, yo, él o ella, ellos, nosotros, éramos cada vez más poderosos pero también cada vez más vulnerables.

Y no había marcha atrás. Si algún día nuevas tiranías se hicieran con los poderes del mundo, ¿por qué no habrían de surgir y hacerlo? nos tendrían mucho más en sus manos que nunca los peores tiranos habían tenido a nuestros antepasados. Dispondrían no solo de nuestros cuerpos, también de nuestras mentes. Sobre todo de éstas. Ya no harían falta gulags.

Por otra parte, todo transcurría a ritmos trepidantes, no en balde lo que con más solidez nos mantenía unidos eran ondas electromagnéticas que se movían a la velocidad de la luz. El mundo había cambiado ya mucho más de lo que cualquiera de nosotros era capaz de advertir.

Esta situación sería soportable en la medida en que ese mundo se mantuviera en paz. Pero si se desatara algún día una nueva guerra universal… no sé, creo que ni siquiera los más imaginativos de entre nosotros serían capaces de entrever las circunstancias terribles con las que tendríamos que enfrentarnos.


Claro que, ¿tiene algún sentido preocuparse por todo esto? ¿Qué hace uno cuando vuela en un avión o conduce su automóvil o escucha pasivamente lo que una televisión enloquecida le está transmitiendo? ¿Acaso se preocupa uno por lo que pueda llegar a pasarle?

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