Nuestros teléfonos celulares nos
habían hecho muy poderosos.
Un número creciente de satélites
artificiales navegaba por los espacios cercanos a la Tierra transmitiendo
continuamente su posición. Cada uno de nuestros celulares recogía esas señales,
las triangulaba y calculaba la posición de cada uno de nosotros sobre la
superficie terrestre con una precisión algunas veces salvadora, otras
aterradora.
Por otra parte, nuestros
celulares eran potentes radiotransmisores que nos permitían emitir y recibir, a
nuestra voluntad, numerosos tipos de señales portadoras de mensajes de voz,
textos, imágenes, datos… en definitiva todo aquello que nuestros cerebros
pueden usar para comunicarse con otros cerebros humanos. Multitud de potentísimos
ordenadores formaban también parte de este sistema global de comunicaciones,
captando y almacenando todo lo que nosotros éramos capaces de emitir y recibir.
Estos ordenadores tenían dueños,
obligados por ley y por ética a mantener el secreto de lo que conocían de cada
uno de nosotros. Y esos dueños dependían a su vez de poderes políticos,
policiales, económicos, financieros, ocultos, ante los que, en el caso de que
se lo pidieran, ¿podrían resistirse a proporcionarles las informaciones acerca
de ti o de mí, de aquél, aquélla o aquello, que le demandaran?
El caso es que como consecuencia
de todas estas nuevas herramientas tecnológicas, los individuos humanos, tú,
yo, él o ella, ellos, nosotros, éramos cada vez más poderosos pero también cada
vez más vulnerables.
Y no había marcha atrás. Si algún
día nuevas tiranías se hicieran con los poderes del mundo, ¿por qué no habrían
de surgir y hacerlo? nos tendrían mucho más en sus manos que nunca los peores
tiranos habían tenido a nuestros antepasados. Dispondrían no solo de nuestros
cuerpos, también de nuestras mentes. Sobre todo de éstas. Ya no harían falta gulags.
Por otra parte, todo transcurría
a ritmos trepidantes, no en balde lo que con más solidez nos mantenía unidos
eran ondas electromagnéticas que se movían a la velocidad de la luz. El mundo
había cambiado ya mucho más de lo que cualquiera de nosotros era capaz de
advertir.
Esta situación sería soportable
en la medida en que ese mundo se mantuviera en paz. Pero si se desatara algún
día una nueva guerra universal… no sé, creo que ni siquiera los más
imaginativos de entre nosotros serían capaces de entrever las circunstancias
terribles con las que tendríamos que enfrentarnos.
Claro que, ¿tiene algún sentido
preocuparse por todo esto? ¿Qué hace uno cuando vuela en un avión o conduce su
automóvil o escucha pasivamente lo que una televisión enloquecida le está
transmitiendo? ¿Acaso se preocupa uno por lo que pueda llegar a pasarle?
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