Una pasión por la lectura
ejercitada durante toda mi vida me ha llevado a acumular una biblioteca de casi
tres mil libros, esparcidos por mi casa en un inevitable desorden que me ha
hecho olvidarme de muchos de ellos. Ahora los estoy reordenando por materias. A
la vez los toco, quito la finísima capa de polvo que cubre a los más olvidados,
los abro, releo algunas páginas, los recoloco finalmente en un sitio que les
sea familiar, entre amigos, donde puedan vivir su vejez y olvidarse
cariñosamente de mí.
Disfruto mucho con esta tarea,
que en buena parte es un recordar las distintas etapas de mi vida. Diablos, ¡qué
larga, qué ancha, qué honda es una vida humana! Mis libros me traen el recuerdo
vivísimo de lo que fui, es decir, lo que soñé y anhelé, lo que descubrí,
aquello en lo que creí o por lo que luché. Cuando pienso en toda la profundidad
de mi vida, toda su altura, me doy cuenta de que lo mismo es el caso de la
inmensa mayoría de los humanos, tengan libros o no, sepan leer o no, sean ricos
o pobres, hombres o mujeres, viejos o niños. ¡Qué honda es una vida humana, esa
combinación indestructible de un cerebro que piensa con un corazón que siente
con unos sentidos que cantan la extraordinaria riqueza de la realidad! ¡Qué
afortunados somos todos los humanos por el simple hecho de vivir, cuán
agradecidos debemos estar a todos los que nos lo han hecho posible!...
Pero no estoy intentando escribir
un ditirambo de tanta maravilla. Esta tarde me he tropezado con un rincón
olvidado de mi biblioteca donde se acumulaban muchos de mis viejos libros
“políticos”. Yo nací cuando empezó la II Guerra Mundial, y viví toda mi
juventud y una parte de mi madurez en la España de Franco. La dictadura de
Franco que yo conocí no era excesivamente represora, de hecho se la llamaba con
cierta ironía “dictablanda”. Quiero decir que la represión no se percibía
abiertamente en la vida diaria. Solo sucedía que la libertad estaba ausente, nada
menos que esto, no podías salirte de una
senda muy monótona, desde la que nunca se veía ningún horizonte. Muchos
jóvenes, particularmente los universitarios, éramos, por lo que acabo de decir
y por nuestra juventud, profundamente antifranquistas, muchos éramos marxistas
al menos in pectore. He encontrado
hoy libros del joven Marx, aquél soñador que todavía era un humanista. Pero
también de Lenin y Mao Tse Tung (así lo escribíamos entonces), de Trostsky y de
algunos educadores que nos enseñaban marxismo (Gramsci, la chilena Martha
Harnecker y sus “Conceptos elementales del materialismo histórico”, tantos
otros). Enseguida me ha venido la intensa evocación de aquellos tiempos, cómo
vibrábamos con aquellas ideas, cuán marxistas, hasta comunistas, nos sentíamos
entonces.
Y no he podido evitar una cierta
melancolía. ¡Qué lejos estamos ahora de aquellas vivencias! El comunismo
soviético implosionó, el chino se ha convertido en un férreo capitalismo de
estado. Ya no hay revolucionarios que crean en la posibilidad de una
transformación violenta del mundo, porque no podemos considerar como tales a
los terroristas de la Yihad. Hace pocas semanas terminé de leer “Vida y
Destino”, de Vassily Grosman, que me reveló, con la precisión y la emotividad
que solo puede tener un novelista ruso, lo terrible del Stalinismo, que no
pretendió liberar a los oprimidos, sino construir un estado soviético sin alma.
Aunque ya hace muchos años que fue Solzhenitzyn, otro novelista ruso, quien me
abrió los ojos sobre la realidad de Stalin y el Gulag.
¡Cuánta decepción, cuántos ídolos
rotos!
Siento una sensación extraña, la
de que el mundo entero vive todavía sumergido en la desilusión que le produjo
aquel inmenso desengaño. Un mundo que se ha ido haciendo nihilista, hasta
cínico, que sin embargo empieza a entrar, a la fuerza, en una nueva época que
está cambiando todos sus planteamientos de base.
A este mundo le falta capacidad de soñar, osadía para creer que la salvación, la eliminación del
sufrimiento y la injusticia, son todavía posibles. No tiene libros donde leer
acerca de todo esto, ni tiempo para reflexionar sobre ello. Claro que nosotros,
los de mi generación, que teníamos las dos cosas, ¿qué hemos hecho, qué hemos
construido?
Una pregunta inquietante, hasta
terrible.
Quizá la salvación esté en lo
pequeño, lo entrañable, lo casi invisible, lo inocente, lo íntimo. No en los
grandes proyectos ni en las grandes ideas, sino en el compromiso enamorado con
lo cotidiano, lo próximo. Un compromiso duradero, tanto como la vida. Asumido
con aquel ánimo de Sísifo del que nos escribió Camus: nunca dejar de volver a
empezar.