He ejercitado a lo largo de mi vida mucho más mis ojos que
mis oídos. He leído mucho y conversado poco, de una canción me ha gustado más
la melodía que la letra, he amado el silencio. Aun así he hablado durante
innumerables horas como profesor en la Universidad, pero era yo el único que lo
hacía en el aula y además apenas me escuchaba, enfocados como estaban mi
cerebro y mis sentidos sobre las ideas y argumentos que intentaba expresar.
Sin embargo conservo sonoramente vivo el recuerdo de las
voces de las mujeres que amé, los amigos que quise, los niños que fueron mis
hijos, unas hablando, otras gritando o
susurrando.
Todas esas voces añoradas, más aún, cualquier voz humana, son
puertas por las que se derrama sobre ti el alma de la persona a la que escuchas,
su inteligencia, su sensibilidad. Cada voz tiene una música, la suya. Siempre
es así, sea cual sea el idioma y la cultura de quien la expresa. Incluso,
tantas veces, en lo melódico de una voz hay un lenguaje secreto que solo
entiendes tú porque va dirigido específicamente a ti.
Pero en realidad yo, que he hablado mucho hace pocos días
gracias a que alguien me indujo a hacerlo, soy, ya lo he apuntado antes, un
hombre taciturno, silencioso y solitario, más mirón que parlanchín, más
observador que conversador, hasta más místico que retórico.
Quizá sea precisamente por esta forma de ser mía por lo que
he podido darme cuenta cabal de la belleza y la fuerza, en definitiva la verdad,
que se encierran en los tonos y las músicas de los que tienen la suerte de
entablar una conversación amistosa y sincera.
¡Claro que sí! ahora lo entiendo. Eso es lo que, en mi
juventud, hacían los novios cuando empezaban a quererse y los amigos cuando se
daban compañía: asomarse juntos a paisajes mentales que eran nuevos y por eso únicos. Eso es lo que también pueden hacer los viejos.
2 comentarios:
Siempre una belleza luminosa en sus palabras transparentes Olo!
Paola.
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