Los filósofos llevan toda la
historia debatiéndose entre dos formas de concebir la propia existencia,
realismo e idealismo. Todos aceptan que ese filósofo que piensa existe y que
también existe un universo exterior a él, que el filósofo es capaz de percibir
a través de sus sentidos. Pero mientras que el filósofo realista asume que
estas percepciones sensoriales se corresponden fiel y completamente con una
realidad exterior que tiene existencia propia, el idealista, sabiendo que lo
que percibe del universo exterior es una construcción hecha por su cerebro
sobre los datos que recogen sus sentidos, sospecha que esta construcción, aun siendo
suficiente para poder desenvolverse en el mundo y en la vida con cierta
soltura, puede sin embargo estar muy lejos de la realidad.
Realismo e idealismo no se
oponen, sino que se complementan. Por poner un ejemplo, la mesa que tengo ahora
ante mis ojos es como yo la veo, cuadrada, de madera y con cuatro patas, pero a
la vez es muy distinta, porque la mayor parte del espacio que ocupa está vacío,
constituida como está esa mesa por un gigantesco enjambre de átomos cuyos núcleos
y electrones están a distancias astronómicas unos de otros, separados por una
inmensa nada. Así con todo lo que existe, con todo ese universo exterior que
solo puede ser percibido por nuestros sentidos en una parte pequeñísima y del
que por lo tanto ni percibimos ni entendemos ni mucho menos comprendemos su
inmensa mayoría. El objetivo fundamental de la ciencia es descubrir lo real que
se esconde detrás de nuestras percepciones, inevitablemente ideales, del
universo exterior. Así la cosmología, por ejemplo, pone de manifiesto cómo,
para entender el universo lejano tenemos que recurrir a unos razonamientos
matemáticos que carecen de un correlato intuitivo, es decir, que no podemos
imaginar. De este modo la ciencia nos permite ir entendiendo toda esa inmensa parte
de nuestra realidad exterior que no podemos comprender. El entender científico nos
permite percibir a tientas algo que jamás conseguiremos comprender, dándole a este
último verbo el significado de ver/oír/oler/gustar, abarcar en definitiva,
además de, simplemente, tentar como lo haría un ciego sordomudo.
Pues lo mismo que para el
universo lejano, también acontece para ese universo cercanísimo de otros seres
humanos. Cuando me estoy relacionando con otra persona, mi realismo me permite
estar seguro de que lo que oigo y veo de ella se corresponde con su verdadera
naturaleza. Pero mi idealismo me advierte que esa correspondencia no es
completa, que incluso puede estar distorsionada por errores de perspectiva.
Por eso es sabio que, cuando
puesto yo delante de otra persona, interaccionando con ella, me deje penetrar
por un respeto inmenso a ese otro mundo que esa persona exterior a mí
representa. Es sabio que entienda yo que para comprender plenamente a esa otra persona, comprender digo, que
es mucho más que entender, tengo que amarla. Lo que me parece intuir al
llegar a esta conclusión es que el amor viene a ser, en definitiva, el camino
más profundo y certero para el conocimiento de ese ser humano que tengo delante
de mí, ese otro mundo inmenso que dialoga e interacciona conmigo.
Claro que yo no soy, ni muchísimo
menos, Francisco de Asís. Por eso me doy cuenta de que la tarea que me queda
para pasar por esta vida comprendiendo mínimamente a los demás es inmensa.
Hago lo que puedo, temiendo que sea
bien poco.
Toulouse-Lautrec (1893).- Dans le lit. |
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