domingo, 17 de noviembre de 2013

Otros mundos

Los filósofos llevan toda la historia debatiéndose entre dos formas de concebir la propia existencia, realismo e idealismo. Todos aceptan que ese filósofo que piensa existe y que también existe un universo exterior a él, que el filósofo es capaz de percibir a través de sus sentidos. Pero mientras que el filósofo realista asume que estas percepciones sensoriales se corresponden fiel y completamente con una realidad exterior que tiene existencia propia, el idealista, sabiendo que lo que percibe del universo exterior es una construcción hecha por su cerebro sobre los datos que recogen sus sentidos, sospecha que esta construcción, aun siendo suficiente para poder desenvolverse en el mundo y en la vida con cierta soltura, puede sin embargo estar muy lejos de la realidad.

Realismo e idealismo no se oponen, sino que se complementan. Por poner un ejemplo, la mesa que tengo ahora ante mis ojos es como yo la veo, cuadrada, de madera y con cuatro patas, pero a la vez es muy distinta, porque la mayor parte del espacio que ocupa está vacío, constituida como está esa mesa por un gigantesco enjambre de átomos cuyos núcleos y electrones están a distancias astronómicas unos de otros, separados por una inmensa nada. Así con todo lo que existe, con todo ese universo exterior que solo puede ser percibido por nuestros sentidos en una parte pequeñísima y del que por lo tanto ni percibimos ni entendemos ni mucho menos comprendemos su inmensa mayoría. El objetivo fundamental de la ciencia es descubrir lo real que se esconde detrás de nuestras percepciones, inevitablemente ideales, del universo exterior. Así la cosmología, por ejemplo, pone de manifiesto cómo, para entender el universo lejano tenemos que recurrir a unos razonamientos matemáticos que carecen de un correlato intuitivo, es decir, que no podemos imaginar. De este modo la ciencia nos permite ir entendiendo toda esa inmensa parte de nuestra realidad exterior que no podemos comprender. El entender científico nos permite percibir a tientas algo que jamás conseguiremos comprender, dándole a este último verbo el significado de ver/oír/oler/gustar, abarcar en definitiva, además de, simplemente, tentar como lo haría un ciego sordomudo.

Pues lo mismo que para el universo lejano, también acontece para ese universo cercanísimo de otros seres humanos. Cuando me estoy relacionando con otra persona, mi realismo me permite estar seguro de que lo que oigo y veo de ella se corresponde con su verdadera naturaleza. Pero mi idealismo me advierte que esa correspondencia no es completa, que incluso puede estar distorsionada por errores de perspectiva.

Por eso es sabio que, cuando puesto yo delante de otra persona, interaccionando con ella, me deje penetrar por un respeto inmenso a ese otro mundo que esa persona exterior a mí representa. Es sabio que entienda yo que para comprender plenamente a esa otra persona, comprender digo, que es mucho más que entender, tengo que amarla. Lo que me parece intuir al llegar a esta conclusión es que el amor viene a ser, en definitiva, el camino más profundo y certero para el conocimiento de ese ser humano que tengo delante de mí, ese otro mundo inmenso que dialoga e interacciona conmigo.

Claro que yo no soy, ni muchísimo menos, Francisco de Asís. Por eso me doy cuenta de que la tarea que me queda para pasar por esta vida comprendiendo mínimamente a los demás es inmensa.
 
Hago lo que puedo, temiendo que sea bien poco.

Toulouse-Lautrec (1893).- Dans le lit.

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