Llevas ya mucho tiempo despierto, revolviéndote entre unas sábanas arrugadas de ti, escorando de
estribor a babor y vuelta, como un barco en la noche, oyendo el silencio de ésta, viendo su oscuridad impenetrable, sintiendo llegar, una tras
otra, sus olas hechas de tiempo de vida que vienen y van, suben y bajan, que a veces rompen sobre
ti cubriéndote de angustia y
cansancio.
Has intentado todos tus viejos trucos para
atrapar el sueño, pero sin éxito. Ayer te pasó lo mismo, y anteayer, duermes muy pocas
horas, las justas para mantenerte en un estado de permanente vigilia, eso es lo
que hay, lo que pasa y te adelanta y retorna, como una marea de fatiga, de
hambre de descanso.
Estando en estos trances oscuros, tu vida
entera pasa ante ti, sobre ti, como una película en blanco y negro, en gris, proyectada a una velocidad mil
veces superior al transcurrir normal del tiempo. Tan veloz que ni siquiera puedes arrepentirte de nada, mucho menos rememorar momentos felices.
Insomnio, angustia, desazón, cansancio, aburrimiento. Tanto de todo
esto que lo que quisieras ser ahora es un perro ladrando en la noche,
penetrando con tus ladridos guturales la niebla de silencio y soledad, también de frío y de calor excesivo, que te rodea.
Guau. Guau, guauu... Oyes lejana la sirena
de un tren, como cuando eras un niño, sorda, ululante, cambiando de frecuencia a medida que se aleja,
sola al igual que tú, en la noche vacía de afectos.
Guau, le ladras al silencio, reclamando una
compañía que se ha ido.
Ladras y escuchas. Ladras y escuchas. Ladras y escuchas.
Rufino Tamayo (1958).- Muro sin fin. |
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