Todo empezó con la presencia creciente, imparable, de
soldados y armas robotizados en los ejércitos más poderosos del mundo.
Ya se podía declarar una guerra sin que hubiera que
arriesgar las vidas de decenas de miles de jóvenes, hijos de la patria, que
antes tenían que partir de casa para morir en los frentes de batalla.
De este modo, si no hubiera sido por la prensa y otros
medios de información, los ciudadanos de los países más poderosos ni siquiera
se habrían enterado de que el mundo entero estaba en guerra y que se trataba de
una guerra terminal, ya que el mundo que saliera de ella no se parecería en
nada al que entró a lucharla. La gran guerra del siglo XXI, sí pues, nada
menos, de la que muchos se sentían hasta orgullosos. Claro que aquellos
ciudadanos, al no sentir en sus carnes y sangres los dolores de la guerra, cada
vez eran más indiferentes a lo que pasaba en los frentes de batalla. Para ellos
la guerra se había convertido en algo muy parecido a las grandes obras públicas,
la construcción de autovías, presas hidroeléctricas, centrales nucleares, cosas
así, que transcurrían fuera de las megaciudades donde la gente vivía y eran
sucias, ruidosas, hasta malolientes.
Pero un día, un maldito día, un día aciago que los supervivientes
no olvidarán nunca, otra guerra, una novísima forma de guerra, llegó hasta las
mismas puertas de sus casas, entró en ellas y se fue llevando su carga de
víctimas: padres, abuelos, hijos, hermanos, nietos, pueblo en general,
indiscriminadamente, sin distinción de sexos, edades, cocientes de
inteligencia, malformaciones congénitas. Sin excepciones ni sesgos, de manera
totalmente aleatoria. Era la respuesta que los países menos poderosos daban a
la guerra robotizada de los países más poderosos.
Eso sí, ya no había jóvenes con madera de héroes. Casi no
había ni jóvenes. Pero como las cosas seguían siendo en el fondo como siempre
habían sido, los humanos de toda condición apretaron los dientes, cerraron los
ojos del alma y se dedicaron con todas sus potencias a intentar sobrevivir,
como fuera o fuese.
Cuando estas guerras terminaran, que tendrían necesariamente que
terminar alguna vez, los supervivientes, que los habría, en su mayoría ya no se acordarían de cómo
empezó todo ni por qué ni para qué. Solo tendrían tiempo y cabeza para reconstruir
lo destruido. Pero las cosas nunca jamás volverían a ser como fueron antes de
que esta maldita guerra empezara. Tampoco habían quedado ancianos para
contarlo. En cuanto a los libros, los malditos, obscenos libros, ya nadie sabía
leer y además estaba prohibido aprender. Se utilizaban los libros que habían
sobrevivido como material de construcción. Prensados a muy altas presiones
constituían un excelente aislante.
El Guernica de Picasso.- Museo Reina Sofía, Madrid |
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