Nota introductoria:
En la muerte de Tomas
TOMAS |
Era mi amigo, tanto así que mis hijos
le llamaron desde siempre “el Abuelo”. Además yo lo admiraba, en mi amor por la
mar y su gente él personificaba esa condición trágica y grande de los hombres
que navegan y pescan por las aguas lejanas y profundas. Me contó mucho de su
vida, tan aventurera, que yo transcribí en episodios de un libro sobre la gente
de la mar, para el que nunca encontré un editor. Ahora, en su memoria, recojo
aquí una de estas historias, la que narra su última aventura en las traidoras costas
africanas.
NAUFRAGIO EN
AGUAS DE KENITRA
1965
Rafaelín y Cuatrojos tienen ganas de volver a casa. Acaban de baldear con el caballo, que es como llaman en los
barcos pesqueros a la bomba de agua de mar, toda la cubierta de proa, y la han
dejado como los chorros del oro. Ahora se sientan los dos en lo alto del
castillo. La tarde es espléndida, hasta hace un poco de calor. El sol se está
poniendo, magnífico, por el oeste, y toda el agua en su dirección se ha
cubierto de rizos dorados, a la vez que el cielo está empezando a enrojecer. Rafaelín es grande, huesudo, masivo,
mientras que Cuatrojos, al que llaman
así porque usa gafas de miope, es
pequeño, delgadito, nervioso, peludo y cejijunto, aunque los ojos le brillan
con destellos de bastante inteligencia. Viven muy cerca el uno del otro, en una
casa de vecinos del barrio de Pozos Dulces, en El Puerto de Santa María, donde
no hay más gente de la mar que ellos. Ahora hablan de sus familias y cotillean
acerca de otros del patio. De este modo se han evadido de la dura realidad que
les rodea. Han encendido sendos cigarrillos con el mechero de yesca, que se
están fumando a la vez que los resguardan con el hueco de las manos, para que
la brisa marina, una virazón todavía bastante consistente, no los consuma en un
instante.
De pronto,
el motor se ha acelerado, el embrague se ha metido, y el barco, que navega de
nuevo, se ha llenado de trepidaciones y ruidos, con el fondo bajo y acompasado
de las explosiones de su único y enorme cilindro de dos tiempos. Tomás, patrón
de pesca del Rosarito, charla a voces
en el puente con el patrón de costa, Celestino. Es la primera vez que lleva a
éste a bordo, y lo hace porque a última hora, antes de salir del Puerto,
enfermó el suyo y no ha encontrado a otro que lo sustituya.
Celestino es
nuevo en la plaza, de hecho nadie lo conoce allí. Parece por el acento un
hombre del Norte, pero no se ha dejado clarear sobre si es asturiano, gallego o
cántabro. Tiene un título de patrón de altura, y cuenta que ha estado pescando
muchos años en el Gran Sol y en los bancos de Terranova, donde el bacalao.
Sobre cómo ha recalado en el Puerto, nadie sabe nada. Un día apareció por el
muelle, eso es todo, y aunque ya se ha embarcado varios turnos, lo ha hecho
siempre en distintos barcos, como si los patrones de pesca no acabaran de
sentirse a gusto con él. En los días que lleva embarcado en el Rosarito a Tomás le ha parecido su
comportamiento irreprochable. Es un hombre que conoce bien su oficio, hábil en
el timón y capaz de manejar la carta y los instrumentos de navegación como un
capitán de la mercante. Pero un velo de tristeza le cubre permanentemente el
rostro, y esto llega a resultar inquietante. Porque no es melancolía, sino
dolor, lo que esta tristeza refleja, y aunque Celestino lo disimula con una
sonrisa que le asimetriza permanentemente la faz, arrugándole ligeramente la
mejilla y el extremo del labio derecho, ese dolor podría serle atroz por
dentro. Por eso la gente de a bordo, supersticiosa como suelen serlo muchos
marineros, le rehuye.
- Nos
volvemos ya – está diciéndole Tomás -. Pero en el viaje de vuelta, esta noche,
vamos a hacer una calada por dentro de las doce millas.
Se trata de
arrimarse mucho a la costa, por tierra de las veinte brazas, adentrándose en
una zona litoral en que la pesca está absolutamente prohibida para los barcos
españoles, y donde precisamente por eso pueden capturarse espléndidos
langostinos y acedías, que se cotizan muy altos en la lonja del Puerto.
Celestino,
que lleva el timón, se limita a asentir levemente con la cabeza. Tomás está
cansado. Sabe además que esa última calada será trabajosa y azarosa, porque
habrá que estar pendiente de la posible irrupción de la patrullera mora guardapesca,
que si los apresa arruinará totalmente ese turno en el que tanto llevan
trabajado. Pero hay que arriesgarse. Es muy consciente de que después de su
desgracia en el Portavión, está ahora
en buena racha. Tiene que aprovechar el tiempo, ese que cuando es desafortunado
transcurre con lentitud feroz, y cuando está enrachado, como ahora, se consume
tan fugazmente.
- Navega al
45 hasta que llegues a las quince brazas, y entonces me despiertas – le dice
Tomás a Celestino.
Pero éste le
indica que se les acerca otro pesquero por la misma proa. Es ya casi de noche.
Se trata del Cristo del Sudor,
patroneado por un amigo de Tomás, también del Puerto. Se arrima mucho, y los
patrones se hablan con las manos abocinadas, desde sus puentes. El otro
pesquero vuelve también a casa, con el turno terminado. Pero quiere hacer una
última calada como Tomás, en la zona prohibida. Puesto que no tiene sonda
eléctrica, lo que hará es navegar detrás de Tomás, dejándose guiar por un farol
blanco que éste encenderá en su popa con un alcance de menos de una milla, para
que no lo vea la lancha mora, si es que aparece.
Tomás se
mete en la camareta y se acuesta en su litera. En cuestión de segundos está
dormido. Sueña a empujones. Grandes masas amorfas y oscuras se mueven en el
interior de su cerebro, tropiezan unas con otras, en golpes sordos, por encima
de los cuales se oye permanentemente el ulular de un viento que a Tomás se le
aparece de color esmeralda.
De pronto,
un estrépito infernal, como si se estuviera acabando el mundo, ha despertado a
Tomás, que ha saltado de su litera todavía medio dormido y se ha precipitado al
puente, donde no hay nadie. Sabe Tomás que ese aullido ha sido el grito de
muerte de su barco, de su Rosarito.
Siente un dolor muy grande dentro del pecho, mejor dicho, se siente él una
parte de ese dolor inmenso, al que ve penetrando, empapando, todo su querido
barco. Pero no está conmovido, ni tiene miedo. Lo primero que hace es mirar la
sonda, que no da lectura alguna. Luego sale al alerón de estribor del puente y
escruta el horizonte: todo está oscuro. Baja en un vuelo la escala, atraviesa
la cubierta de estribor, llega al portillo de la sala de máquinas y se
encuentra allí a Celestino, pero antes de que tenga tiempo de preguntarle nada
sube hasta ellos Martín, el primer motorista, que les grita: “¡el barco se va
al fondo!... ¡el agua entra como un caño!... ¡hay que ponerse los chalecos salvavidas!”
Nota Tomás
que, en efecto, el barco se está escorando hacia estribor. Le da la orden a
Celestino de que vaya al rancho y prepare a los hombres para abandonar el Rosarito, y lo hace con una voz firme
pero tranquila, exenta de cualquier clase de nerviosismo. Luego sale corriendo
camino del puente, para transmitir por la radiotelefonía un SOS, porque hay
muchos pesqueros españoles cerca que sin lugar a dudas lo escucharán. A medida
que corre va pensando en la posición geográfica de su barco, que tendrá que
transmitir. Concluye que dirá: “entre diez y quince millas al Norte de Kenitra,
con fondos de unas veinte brazas”, aunque no tiene una idea muy precisa de
dónde están realmente. Pero cuando ya está entrando en el puente se apagan
todas las luces. El agua tiene que haber llegado a las baterías, y la radio ya
no funcionará. ¡Maldita sea!
Dentro del
rancho, el contramaestre intenta animar a la gente. La tripulación trata de
ponerse los chalecos salvavidas, lo que la mayoría no ha hecho nunca. Algunos
marineros, más jóvenes o que no saben nadar, gimotean, rezándole a voces a la
Virgen del Carmen. Cuatrojos y Rafaelín, más tranquilos, se han
ajustado el chaleco el uno al otro.
- ¡Que nos
tenga que tocar a nosotros! – susurra Cuatrojos
-. ¡Me cago en la puta madre que parió al demonio!
En ese
momento es cuando se apaga la luz. Se oyen algunos gritos y hasta blasfemias.
La reacción de muchos marineros es salir a cubierta, de modo que se acumulan
junto al portillo, y hay empujones y porrazos. El contramaestre los va
separando como si fuesen perros enzarzados en una pelea. Consigue por fin
llegar al portillo y lo abre. Los marineros empiezan a precipitarse sobre la
cubierta. Cuatrojos y Rafaelín se han quedado los últimos. El
barco se escora bruscamente un poco más hacia estribor, y muchos gritan
asustados. Rafaelín se resbala hacia
el costado de esta banda hasta que llega a la línea de catres y sus pies, por
debajo, tocan el mamparo: la esquina que forma con el suelo está llena de agua.
-¡Por mi
madre, Cuatrojos – le dice a su amigo
– que esto se hunde, que el agua está ya aquí!
No se ve
nada. Se oyen las voces del contramaestre y el costa, pero, asustados como
están, ningún marinero entiende lo que dicen. Van confluyendo todos a tientas
hacia la cocina, el lugar del barco que, aparte de su rancho, les es más familiar.
Se acumulan a su puerta por el lado de babor, pues dentro no caben más de
cuatro a cinco personas. Ahora hablan entre ellos.
- ¡Virgen
del Carmen, sálvanos! –grita uno medio llorando.
- Pero, ¿os
queréis callar? – está diciendo otro más valiente o tranquilo -. A ver si
podemos enterarnos de lo que tenga que decirnos el patrón.
El barco se
conmueve, cae un poco más hacia estribor, en dos golpes secos, coreados por los
gritos y maldiciones de los marineros. Luego, inesperadamente, cae hacia babor,
adrizándose. Entonces empiezan a sentir muchos el agua mojando sus pies
descalzos, porque no han tenido ni el tiempo de ponerse las alpargatas.
-¡Tus
muertos tós! – grita Cuatrojos - ¡tu puta madre! – como si estuviera
dirigiéndose a la desgracia que se ceba en ellos - ¡que esto se hunde, Rafaelín, coño, que nos vamos al carajo!
Y entonces oyen la voz de Tomás el patrón,
serena, paternal, que les grita que suban todos a la toldilla.
¡Joder!, eso
hacen. Pero antes el patrón solo deja subir a los cuatro o cinco hombres más
fuertes y les hace que levanten el bote que allí se estiba y lo dejen caer
hasta la cubierta de babor, donde permanece, hecho firme por un cabo que llega
hasta el puente, en espera de que las aguas puedan subir más todavía. Cuando ya
están todos en la toldilla, se apelotonan unos contra otros, faltos de espacio.
- Esto se
parece a la jardinera del tranvía de Nervión un día de partido – comenta Rafaelín, que hizo la mili en Sevilla.
Cuatrojos se ríe, a carcajadas nerviosas,
pero la mayoría de los hombres no entienden la broma. Aunque pronto se dan
cuenta de que el agua ha dejado de subir. Todos lo notan, pero no se atreven ni
a comentarlo entre ellos. El patrón parece adivinar sus pensamientos, porque
les grita desde la timonera:
- Estamos
clavados en unas piedras, que son las que nos han abierto el fondo y nos han
hundido. Las mismas que nos van a salvar ahora. No os asustéis más, que la
tierra tiene que estar muy cerca, y en cuanto amanezca desembarcaremos en ella.
No ha pasado
ni una hora desde que empezó este gran susto. Del Cristo del Sudor no han vuelto a saber nada más. Seguramente, al
dejar de ver sus luces, se han creído perdidos y han puesto rumbo hacia fuera,
en busca de aguas seguras.
- Ya estarán
camino del Puerto – comenta uno.
Y en ese
momento todos se dan cuenta de la soledad absoluta, brutal, en que se
encuentran. Y reparan en que esta soledad es mucho más difícil de sobrellevar
que el miedo a hundirse que estaban sintiendo hace ya un rato, que ahora les
parece tan lejano como si ya no existiera.
Tomás, junto
con el patrón de costa y el primer motorista, han permanecido durante todo este
tiempo dentro de la timonera, en un silencio cargado de tensión, lleno de una
pregunta terrible: “¿por qué ha pasado esto?”. Pero Tomás sabe que no es
todavía el momento de formularla en voz alta.
Ahora que se
está iniciando la madrugada, empieza a hacerse sentir un terral del nordeste,
que tiene tiempo de enfriarse y cargarse de humedad a su paso sobre la
corriente de aguas frías que allí corre siempre hacia el sur. Algunos marineros
se quejan del relente. Además la marea ha subido, el plano del agua llega casi
hasta la toldilla, y se nota la mar de fondo del noroeste que a veces, como el
barco está fijo, rebasa la toldilla y moja las piernas de los hombres. Por todo
eso Tomás les ordena que entren en el puente, el que llenan completamente,
hasta incluso la camareta de los patrones. Algunos que no caben se suben en el
techo del puente, junto al compás, y allí se van turnando con otros para
soportar mejor el frío.
De pronto,
alguien de los de allí arriba ve unas luces no muy lejos. Es un barco que cruza
hacia el norte, posiblemente un pesquero español que vuelve a casa. Da la
alarma a gritos. El patrón se asoma. Es cierto, es otro barco, hay que pedirles
ayuda. Desde fuera ordena que le den algunos cohetes de señales. Le pasan dos.
Intenta encenderlos pero su mechero no funciona. Todo el mundo enciende sus
yesqueros, soplándolos para avivar la brasa. El puente parece una procesión de
las de la madrugada del Viernes Santo. Ni con los yesqueros consigue
encenderlos, los dos cohetes deben estar pasados. Pide más. Solo queda uno.
Grita que se lo pasen enseguida, y debe haber un tono desesperado en su voz,
porque la gente de dentro de la timonera se pone muy nerviosa. Hay uno que
acerca sin darse cuenta su yesquero al cohete, y éste se prende, y empieza a
volar como un cometa enloquecido, con su estela de chispas, por dentro de la timonera.
Nadie de los que están hacinados allí se mueve, ninguno está dispuesto a perder
su sitio y correr así el riesgo de caer al agua oscura. Cuando el cohete se
apaga por fin hay un marinero, que es el Cuatrojos,
que grita:
- La madre
que lo parió…menos mal que los otros dos cohetes no se han encendido.
Y la gente,
exhausta pero no desesperada, se echa a reír. Ríen todos a carcajadas, como
nunca se han reído en su vida, echando fuera toda la mala sangre, el miedo y la
miseria que llevan pasados esa puta noche. Y los más avispados, Cuatrojos entre ellos, comprenden para
siempre que por muy feas que se les pongan las cosas, por muy mala que les
venga la vida, por mucho que se les acerque la muerte, ellos, como humanos que
son, siempre tendrán la risa, el humor, hasta la carcajada, para salvarse
finalmente, cuando ya no hay otra salvación posible, del infortunio.
Pasan
algunas horas, la marea va bajando y hay gente que como no le gusta la bulla
sale de nuevo a la toldilla, donde se está más tranquilo. Entre ellos están Rafaelín y Cuatrojos.
- Joé, qué oscuro está – dice el segundo,
y mira hacia las estrellas, en cuyas luces encuentra un consuelo frío.
Encienden un
cigarrillo y se lo van fumando entre los dos, en silencio, sentados en la parte
más a popa de la toldilla. Se miran de pronto el uno al otro, y se ven al
resplandor de una chupada a pecho que está dando Rafaelín.
- ¿Has oído
lo que yo? – le pregunta Cuatrojos.
- Por la
madre que me parió… ¡son rompientes! – grita Rafaelín.
Y en efecto
lo son. Tomás y Celestino han acudido a su llamada, y los han oído también, no
cabe duda. Pero por si la hubiera, pronto sale una escasa luna menguante,
suficiente para iluminar los detalles más relevantes de una costa que ahora ven
muy cercana. Primero la línea blanca del rompeolas, detrás una línea
ligeramente más oscura pero también blanquecina, mucho más ancha, de lo que
debe ser una playa de arena muy larga y dunas tras ella.
Esto
significa que están salvados. Todos los hombres salen a la toldilla. Tomás les
habla, haciéndoles ver los detalles que prueban la cercanía de la costa. Cuando
amanezca irán desembarcando en el bote hasta llegar a ella.
Y de pronto,
mágicamente, el talante de aquel grupo de náufragos, que acaban de perderlo
todo menos la vida, cambia totalmente. Charlan unos con otros, tan animados
como si estuvieran repletos de anfetaminas. Se cuentan chistes, cuyos finales
son coreados a carcajadas que tienen que asombrar a los peces, se habla de las
familias, del pueblo, se intercambian confidencias como si unos y otros se
conocieran de toda la vida. Tomás saca de su camareta un gran queso holandés
que compró en Tánger y una garrafa de vino dulce y los reparte entre la
tripulación. Están todos tan asombrosamente contentos, que más de uno incluso
desearía que aquella situación, objetivamente terrible, se prolongara por mucho
tiempo.
Cuando empieza a clarear contemplan embelesados la
tierra firme. Hace frío, pero ¡qué importa! En cuanto que hay luz suficiente,
Tomás y su contramaestre, con otros dos marineros, bogan en el bote hasta la
playa. Encuentran que el rompeolas se puede barajar sin grandes peligros, pero
les parece mejor no tentar al demonio arriesgando el bote en cada transbordo,
de modo que una ola pueda volcarlo y partirlo. Para eso han ido soltando, desde
el barco hasta el bote, una buzarda o cabo muy largo, que ahora hacen firme en
un par de arpones de hierro que clavan en la arena seca de la playa, bien
hondos.
E inician la
maniobra de transbordo. En cada viaje bajan a tres hombres en el bote, más el
contramaestre y el segundo motorista, que controlan unas gazas que unen el bote
a la buzarda. Cuando llegan a unos metros del rompeolas, detienen el bote y
echan al agua al trío de naúfragos que corresponda, los que flotados por sus
chalecos salvavidas pueden llegar fácilmente a la playa. Así un grupo tras
otro. Cuando le toca el turno a Rafaelín
y Cuatrojos, ninguno de los dos sabe
nadar, y vacilan antes de arrojarse al agua, de manera que el contramaestre
tiene que empujarlos.
- ¡Venga, cojones! – les dice - ¿Dónde están vuestros
huevos?
Y al agua van los dos. No saben cómo llegan a tierra,
porque las olas rompientes les dan doscientas vueltas sobre la arena y tragan
más agua que vino quisieran trasegar. Cuando, ayudados por los que están ya en
la orilla, se ponen por fin de pie, Cuatrojos,
ahora sin gafas, tiene la cabeza cubierta
por un montón de algas formadas por grandes tallos planos, verduscos y
mucilaginosos. Los demás se ríen de él.
- ¡Vaya peluca bonita! – le dice uno de chunga.
- ¿Peluca? – responde Cuatrojos irritado -. ¡El coño de tu madre! – dice, pero mirando
hacia la mar. Y luego se acerca hasta la misma línea del agua y grita
indignado:
- ¡Puto Pasocambiao!
– como si el contramaestre, al que le apodan así, lo estuviera escuchando -.
¿Qué donde están mis huevos?...Pues ¿dónde van a estar?...
En el fondo del mar,
Matarile, rile, rile,
En el fondo del mar,
Matarile, rile, ra.
Y a la vez que va cantando este ripio la indignación
se le va trocando en sonrisa, mientras que levanta los dos brazos para hacerle
un sarcástico corte de mangas al océano.
Todos los que están en la playa y lo ven se
desternillan de risa.
Ya solo quedan en la Rosarito los dos patrones, Tomás y Celestino. El bote acaba de
partir hacia la playa, y ellos lo observan desde el alerón de estribor del
puente. Tomás, sin dejar de mirar hacia la orilla, habla:
- ¿Qué ha pasado, Celestino? Te dije que no te
arrimaras a tierra más allá de las quince brazas.
El patrón de costa no le responde, pero la expresión
del rostro se le ha descompuesto, aunque él se esfuerza por mantener la
normalidad. Al fin le dice:
- No es el primer barco que hundo – y se le escapan algunos
sollozos entrecortados, como toses secas y desgarradas que salen de un pecho
agobiado por el peso de una angustia que no se sabe de dónde viene.
- Por eso has llegado hasta El Puerto, ¿no? Huyendo de
la vergüenza o quién sabe de qué – Tomás se expresa con gran dureza, como si de
pronto, cuando ya no tiene remedio, hubiese comprendido que ese hombre que está
a su lado no es el buen marino que aparenta ser, sino un incompetente.
- Es una maldición que ha caído sobre mí – y Celestino
se vuelve hacia la timonera y pega un puñetazo terrible sobre su pared de
madera pintada de blanco – Te juro que estoy desesperado.
Tomás lo mira con desprecio y ya no le habla más. Porque
lo que verdaderamente atormenta al patrón de pesca es que él se considera a sí
mismo responsable absoluto de la tragedia. Nunca debió dejar su barco en manos
de Celestino, un hombre al que apenas conocía, navegando de noche y acercándose
peligrosamente a una costa desconocida. “A mí sí que me ha caído encima una
maldición”, se dice a sí mismo. Y se acuerda de lo que pasó en el Portavión y de todas las desgracias que
le han ido llegando después. Luego le viene a la memoria toda su vida, y la del
gran Barranco, su padre, un hombre
tan fracasado como él. Sabe que ya nunca volverá a mandar un barco, porque
nadie va a confiárselo. Se revuelve entonces en su orgullo de hombre maltratado
por el destino. “Pero estoy vivo”, se dice, “y tengo una mujer y unos hijos que
me quieren, y fuerza en los brazos, y mucho visto y sabido en la cabeza, y
ganas de vivir. Que le den por el culo a todo lo demás”.
El sol está ya una cuarta por encima de las dunas, la
playa empieza a calentarse y los marineros a secarse. Vuelan sobre ellos unas
gaviotas curiosas, que posiblemente no llegan a comprender por qué está hoy tan
concurrida esa playa normalmente solitaria, qué hacen allí esos hombres, todos
vestidos con unos chalecos gruesos de color amarillo muy chillón. Porque Tomás
les ha ordenado que mantengan puestos los chalecos salvavidas, que demuestran
claramente su condición de náufragos, hasta que lleguen a un sitio civilizado y
los socorran.
Antes de ponerse en marcha, desayunan. El patrón ha bajado,
envueltos en una manta, otros dos grandes quesos holandeses, una caja de
galletas y dos latas de mantequilla que compró en Tánger para su familia.
También tienen algunas botellas de tinto y varios garrafones de agua dulce. De
manera que beben y comen, y parece como si con ello revivieran. También ha
sacado Tomás, que sabe que todo esto es ahora absolutamente necesario, una caja
de puros que ha repartido entre sus hombres.
- Coño, más parece que estamos en una boda – dice Cuatrojos, inmediatamente antes de darle
una chupada a su cigarro, que lo hace bizquear.
Y los demás van animándose, como lagartos bajo el sol,
desperezándose, librándose de la humedad y la frialdad con que los han cubierto
la noche y el naufragio. Uno pensaría que este sería el momento para más bromas
y chistes, para la alegría de sentirse a salvo. Pero es exactamente al revés.
La tierra firme ha traído con ella el realismo. Los marineros empiezan a darse
cuenta de cuál es su verdadera situación. Han salvado la vida, sí, pero eso
pertenece ya al pasado. Lo que ven ahora es que están en una playa solitaria y
que lo han perdido todo. Y eso para ellos, que son tan pobres, es una tragedia.
De manera que se hace un silencio al que podría calificarse de sobrecogedor.
Han terminado de comer y beber y ahora todos, fumando pensativos sus cigarros,
sentados sobre la arena seca y apiñados unos contra otros, miran a su patrón
que, de pie, mira a su vez hacia las dunas que tienen que atravesar.
- Bueno, hijos míos, ¡palante! – les grita Tomás, y se sorprende de haberlos llamado
hijos, cosa que él jamás ha hecho en todos sus años de mando.
Suben las dunas y lo que encuentran es un paisaje de colinas
y cerros más lejanos, cubiertos por grandes palmares y surcados por arroyos
llenos de adelfas. Se ven algunos campos cultivados, parcelitas muy pequeñas,
anejas a pequeños aduares moros rodeados de chumberas y con grandes higueras en
el centro de sus humildes plazas. Hay muchos pájaros, gorriones, cogujadas,
verderones y jilgueros que revolotean y trinan como si jugaran, llevados por la
fuerza de los músculos de sus pechugas, tal y como lo hacen las aves de tierra,
tan distintas a las de la mar.
Caminan hacia el este, porque saben que así, antes o
después encontrarán una carretera. Atraviesan el valle de un arroyo rodeado por
grandes cerros solitarios. Cuando están en el fondo de él se paran a descansar
un rato. Algunos quieren quitarse los chalecos, pero el patrón lo prohíbe
terminantemente.
Rafaelín se queda mirando a uno de los
cerros como si fuera un perro perdiguero en actitud de muestra. Le da un codazo
a Cuatrojos, que está sentado a su
lado.
- Virgen del Carmen – exclama - ¡son moros!
Y en efecto lo son. Los perfiles más altos de los
cerros empiezan a poblarse de moros, varones de todas las edades, con turbantes
blancos y chilabas pardas, que los observan desde lejos sin hacerles ninguna
señal de reconocimiento. Cuatrojos no
los ve, porque ha perdido sus gafas de miope, pero los imagina a través de los
ojos de su amigo.
- La madre que parió al demonio –dice -. Nos hemos salido
de una película de barcos que se hunden para meternos en otra de indios.
Y por una vez la gente se ríe, hasta lo hacen los
patrones.
Siguen
caminando en silencio, y cada vez son más los moros que los observan de lejos.
Llegan por fin a una carretera asfaltada, vieja, con los bordes comidos y
flanqueada por grandes eucaliptos. La fragancia de sus hojas es para muchos el
primer signo indudable de que están en tierra, de que no se trata de una
pesadilla. Empiezan a caminar por la carretera en fila india, hacia el sur, que
es donde debe estar Kenitra. Al cabo del tiempo sienten el motor de un coche
que les va llegando por detrás. Es una rubia
americana, con carrocería de madera, flamante y limpia. Para y se baja el
hombre que la conduce, un francés que chapurrea el español. Le cuentan lo que
ha pasado. Se va en busca de ayuda y vuelve al cabo de un rato, con la rubia y un camión. El se va en la rubia a dar parte a Kenitra con Celestino,
que como patrón de costa es responsable ante las autoridades de marina de la
navegación y la seguridad del barco. El camión lleva al resto, con Tomás a la
cabeza, a una granja, donde los recibe la mujer del francés.
Les dan
leche caliente, con café de pucherete para los que quieran. La buena mujer les
va comentando cosas en francés, de las que apenas se enteran. Pero la
imaginación no tiene límites. Toda esta historia formará parte de las leyendas
que los náufragos contarán a sus nietos. Cuatrojos
está muy excitado. Ha oído cómo la mujer francesa les dice que la leche que
están bebiendo es de burra. Pero lo que en realidad intenta explicarles la
mujer es que esa leche la destinan normalmente ellos a fabricar mantequilla, beurre. Aunque cualquiera convence a Cuatrojos de que no la ha entendido
bien.
Vuelve por
fin el francés con un empleado del consulado español en Kenitra, adonde los
llevan en el camión y los hospedan en una pensión. Esperan allí varios días
hasta que se cumplan todos los trámites. Tomás tiene tiempo para hablar con
Celestino, pues además los han instalado a los dos en la misma habitación. El
patrón de costa no comprende lo que ha pasado, no sabe qué error puede haber
cometido. Mantuvo el rumbo indicado, y cuando chocaron con las piedras la sonda
eléctrica venía dando consistentemente una profundidad de veinte brazas. Tomás
le cree. Piensa ahora que lo más probable es que la sonda estuviese desajustada,
cualquiera sabe por qué. Y recuerda la vieja regla del navegante, que cuando se
está en aguas peligrosas no debe uno nunca fiarse de un único instrumento o de
un solo cálculo. Pero ¿qué puede hacer el patrón de un humilde pesquero que
tiene que acercarse mucho de noche a una costa marroquí que en aquella zona no
presenta ninguna luz?
Celestino le
cuenta las tragedias que lleva consigo. Fue patrón de una pareja gallega con la
que naufragó frente a la costa occidental de Irlanda, en los acantilados de
Bray Head, en la isla de Valentia. El barco se estrelló contra la muralla
vertical en mitad de una tremenda tempestad del suroeste, y solo se salvaron él
y otro hombre, que milagrosamente fueron capaces de trepar por las rocas. Años
más tarde, mandaba un bacaladero que fue abordado por un barco portugués en Terranova,
aunque en este caso se salvaron casi todos. Pero el otro barco lo embistió por
estribor, con lo que según las reglas internacionales del tráfico marítimo era
él quien habría tenido que darle paso. Los tribunales canadienses lo condenaron
como responsable, pero además luego, de vuelta ya en Galicia, algunos miembros
de su tripulación lo acusaron de que aquella noche estaba borracho.
- ¿Y era
verdad? – le ha preguntado Tomás.
- Había
bebido algo más de la cuenta, y me quedé adormilado en el puente, siendo yo el
que estaba gobernando el barco.
Con esto, y
en lo que refiere al respeto que Tomás pueda tenerle, Celestino ha firmado su
sentencia de muerte. Pero a Tomás le queda la compasión, que aplica a
Celestino, a quien ha seguido tratando con respeto y hasta afecto. Porque,
piensa Tomás, ¿quién, sabiendo lo que es la mar, puede condenar a un hombre que
ha tenido un momento de debilidad?
- Lo que
tienes que hacer es no volver embarcarte nunca más – le ha dicho Tomás.
- ¿Y dónde
voy a ir? – le ha respondido Celestino.
Por fin se
inicia la repatriación. Cogen un tren hasta Tánger, allí el ferry hasta
Algeciras, y finalmente el autobús hasta Cádiz. Se van dando cuenta de que no
son sino unos náufragos desgraciados que están deseando abrazar a sus familias.
Nadie repara en ellos, a nadie le interesa realmente su historia.
En la
estación de autobuses de Cádiz no les esperan. Tomás llama enfadado al armador,
y le pregunta si no se le cae la cara de vergüenza de dejar tirados a unos
hombres que trabajando para él han estado a punto de perder la vida.
El armador
reacciona. Cobrará un buen seguro, de modo que llega a las dos horas y alquila
taxis que los lleven a todos al Puerto. En uno de ellos van solos él y Tomás.
Hablan un poco de lo que ha pasado, pero el armador no parece estar muy
interesado en todas esas historias, tampoco en hablar mucho con Tomás.
Cuando el taxi ha dejado atrás la barriada de Jarana,
Tomás no puede aguantar más las ganas de orinar. Le pide al taxista que pare,
se baja y se desabrocha la portañuela junto a la cuneta. Con la oscuridad
crepuscular, empieza a lucir en lo alto del cielo una luna creciente muy
bonita, y el campo huele a hierba fresca y menta. Tomás sabe que nadie volverá
a darle un mando nunca más, y por lo tanto que su vida en la mar ha terminado.
Mira hacia el taxi. El armador permanece sentado. Aliviada ya su vejiga, y a
medida que se va abrochando el pantalón, a Tomás le van entrando unas ganas
enormes de reírse, a carcajadas. Reírse de cómo es esta puta vida, de las
vueltas que dan las cosas, de lo bonito que es vivir. Y cuando inicia el
regreso al coche empieza a cantar, con mucha fuerza y alegría, un fandanguillo
de Huelva:
Galopa, galopa caballo mío,
Que no te lo digo en broma.
Que detrás de aquella loma,
Ya se divisa el Rocío.
¡Viva la Blanca Paloma!
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