A mi tercer día de estar en
Duhatao, han vuelto los tiuques en busca de su pan cotidiano. Pan sí, no queso.
De momento lo están aceptando así. Estamos a final de verano y hay varios
jovencitos entre los que vienen a pedirme. Se distinguen no solo por su menor
tamaño, sino porque tienen las cabecitas todavía medio blancas. Y por el hambre
inacabable que manifiestan.
La simpática presencia de los
tiuques me acompaña, pero también me hace echar de menos otras presencias que
sean humanas. Esta ausencia de semejantes, además de traerme un silencio que
necesito, me activa la memoria. Los recuerdos de otras personas están ahora,
libres de otros ruidos humanos, más vivos y presentes que nunca. A veces me
hacen sentir la necesidad de hacer balance, de cuadrar las cuentas pendientes
que me unen a ellas.
Me encuentro con que a mí nadie
me debe nada, ni explicaciones, ni reparaciones, ni siquiera el reconocimiento
que implicaría formular un sencillo “lo siento”. Desde mi perspectiva, lo que
pudieron deberme en su día está ya saldado o descontado. Y esto me trae la paz
del solitario, teñida de misantropía.
Pero yo debo tanto… Aquí y ahora
soy dolorosamente consciente de las muchas veces que no pagué lo que me
correspondía, de las muchas oportunidades que desaproveché de invertir en algo
más de afecto, generosidad, paciencia, respeto, lealtad.
Esto me duele, la paz que aquí
intenta llenarme se me va por entre los dedos del alma como si fuera agua.
Haría cualquier esfuerzo por tener otra oportunidad de pagar lo que sigo
debiendo. Aunque sé que el tiempo solo pasa una vez, que la vida es dura y
raramente se encuentran en ella caminos de vuelta.
Por eso me quedo con lo que ya
tenía desde el principio, los buenos recuerdos. Pero ahora soy agudamente
consciente de mi pequeñez, mi miseria. De que en última instancia son esos
buenos recuerdos es decir, la presencia
virtual de otras personas, lo único capaz de calentar mi soledad.