Estoy recién llegado a Duhatao,
solo han transcurrido unos meses desde que me fui y aparentemente casi nada ha
cambiado. El mar, las rocas, las olas que rompen furiosas sobre ellas, el
bosque, el camino, mi cabaña. El silencio, el cielo, las nubes, el horizonte,
la lejanía. Todo sigue en su sitio, interpretando su papel en ese gran teatro
que es el mundo visto desde unos ojos humanos, como los míos.
Pero los árboles jóvenes que
rodean mi casa han crecido mucho, tanto que yo, un hombre introvertido, lo percibo con facilidad. Y los ulmos están
floreciendo con vigor, cubiertos todos, hasta los más jóvenes, por sus penachos
de flores blancas, marcando así cada uno su sitio en ese bosque chilote en el
que los árboles, sea cual sea su especie, se entrelazan unos con otros en un
continuo verde.
Este es un tiempo para la
soledad, para reencontrarse uno a sí mismo, lejos de ese ruido ensordecedor de
las ciudades que rompe todos los espejos.
Para escuchar también lo que a
uno le dice su propio cerebro cuando no hay ruido humano que impida escuchar
sus propias reflexiones.
Y a mí me estaba diciendo esta
mañana, cuando me vestía escuchando una vieja canción, dos cosas sorprendentes:
que los conflictos del futuro no serán entre explotadores y explotados,
colonizadores y colonizados, occidentales y restodelmundo, luchas así, como las
que han venido martirizando a la humanidad hasta ahora. Sino que serán, dentro de
todas las sociedades suficientemente avanzadas, entre viejos y jóvenes y entre mujeres
y hombres.
En un mundo que ya no podrá
crecer hacia fuera, los jóvenes se rebelarán contra los viejos, intentando
derribarlos de sus posiciones de poder. Y la rebelión de los jóvenes no será
solo contra los individuos viejos, sino contra todo lo viejo: la historia, la
herencia recibida, la sabiduría, la experiencia. Los jóvenes quemarán todos los
libros sabios y se pondrán en la tarea de inventar un mundo radicalmente nuevo.
Lo harán todos los jóvenes, en masa, muchos de ellos ni siquiera serán conscientes
deque lo estén haciendo. Como los viejos soldados de aquellas guerras ya
caducas.
Y en ese mundo nuevo en el que
los hombres, en su integridad animal, ya no van a ser biológicamente
necesarios, las mujeres se rebelarán definitivamente contra los hombres. Esta
rebelión no lo será solamente contra los individuos machos y sus formas de
establecer una posición masculina dominante en el mundo de las cosas. También
contra todo lo masculino que hay en la cultura, la historia, la sensibilidad,
el poder. Las mujeres rechazarán mucha de la sabiduría, toda esa que es
esencialmente masculina, quemarán por eso muchos de los libros viejos que hasta
ahora habían sido ilustres y venerados. Dejarán de basar su lucha en ser ellas
como ellos, en tener los mismos derechos que ellos, y se lanzarán por un camino
que ninguna de ellas sabrá dónde terminará llevándolas, pero que verán cómo el
único camino que vale la pena seguir.
De estos modos la sociedad humana
cambiará radicalmente, tanto que le será difícil reconocer, mucho menos
venerar, su pasado. Y ésta será la única forma en que los humanos puedan
sobrevivir en un mundo que se les habrá quedado pequeño, que en adelante no les
permitirá crecer a su antojo.
Cuando las aguas de esta
tempestad finalmente se calmen, si es que lo hacen, los humanos renovados
recuperarán las viejas reliquias venerables y se asombrarán al hacerlo.
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