Riesgo y arrojo son componentes
característicos del comportamiento humano, como lo son sus ausencias.
Te arriesgas cuando das un salto
en el vacío, esperando encontrar al otro lado lo que estabas buscando o
ansiando. Es como arrojarte a un barranco oscuro bajo la suposición de que la
otra orilla, que no ves, estará lo suficientemente cerca para que puedas
alcanzarla con el impulso de tu salto.
Riesgo y arrojo son dos bellas
palabras íntimamente emparentadas. Recuerdo ahora mis días junto a la gente de
la mar, esos pescadores de altura que pasan la mayor parte de sus vidas en
aguas lejanas, arrostrando un sinfín de peligros desde la soledad de sus
pequeños barcos. Rafael Montoya era uno de ellos y mi amigo. Un día le
preguntaba yo cuáles eran las cualidades más importantes en el patrón de un
pesquero de alta mar. Me contestó de inmediato: “el arrojo”. Me gustaba
provocarlo para conocerlo mejor, así que le argumenté si no sería más
importante el conocimiento de las técnicas de navegación y pesca. Paseando como
estábamos por las calles de Algeciras, se paró con los brazos en jarra y casi
me gritó: “dime en qué universidad o academia aprenden los toreros a
enfrentarse con los toros”.
Rafael Montoya |
La recíproca es cierta: para
calcular con fiabilidad y precisión los riesgos es indispensable tener valor.
El miedo te aloba, te apuna, paraliza tu mente y ciega tus sentidos. Si te
arrojas con miedo al barranco oscuro que tienes por delante es muy probable que
termines estrellado en el fondo.
Por eso el arrojo, más que
ciencia o experiencia, es arte puro.
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