Poco después, en una mañana
luminosa, es la gran Cordillera de los Andes quien me da la bienvenida a Chile.
Bellísima, con poca nieve para el final de la primavera austral en que estamos,
lo que de alguna manera no racionalizable me inquieta. Pero su belleza puede
con mis miedos.
Es jueves y encuentro el
aeropuerto de Santiago más lleno de gente que nunca, lo que me hace pensar que
la situación económica de Chile es boyante, y me alegro. Luego, el vuelo desde Santiago a
Puerto Montt transcurre a lo largo de la cordillera y de la línea de volcanes
que a partir de Concepción y hacia el Sur la festonea por el Oeste. El día
sigue siendo perfecto. Los volcanes, más altos que la tierra parda que los
rodea, destacan limpiamente con la blancura de sus nieves. Hasta el bellísimo
Osorno, ese monte Fuji americano, está completamente desnudo de las nubes y
celajes que casi siempre lo cubren.
La sensación de que el Mundo está
convulso y de que las megamáquinas, que Lewis Mumford definió con tanta
precisión, se mueven fuera de control, me puede. Finalmente llego a mi casa en
Duhatao, donde todo es silencio, soledad y paz. La primera noche allí el
viento, como siempre, arranca gemidos y voces de los árboles que me
rodean. Siento un poco del mismo miedo que el humano primitivo, ese que ha
vivido en una naturaleza a la que todavía no dominaba, le ha tenido siempre a
la oscuridad de la noche.
Ya por la mañana, cuando
todavía no ha hecho más que clarear, mis vecinos queridísimos, los Tiuques, son
los primeros en darme la bienvenida a mi casa. Reclaman su pan y yo se los doy
entre emocionado y alegre. Estoy seguro de que a ellos no les está moviendo
el interés, sino la confianza en mí y el hecho de que a pesar de
mis ocho meses de ausencia, no me han olvidado.
Buenos días, Chiloé. Aquí estoy
otra vez. Un abrazo.
1 comentario:
Que lo disfrute.
Ese temor que describe al caer la noche es un universal humano, me consoló cuando lo leí a Pinker.
Holmesss
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