Ayer fue un día terriblemente
caluroso, llegando a media tarde a los 44ºC. Retrasé todo lo posible mi paseo
vespertino con Curro. Cuando por fin salimos, ya anocheciendo, el bofetón de
calor se abatió sobre nosotros implacable, como la masa de aire ardiente que
era.
Quizá por todo eso me surgió,
inesperadamente, una extraña pregunta: ¿qué sería de mí en un juicio final al
estilo bíblico, puesto yo ante el juez severo del Antiguo Testamento o el juez
misericordioso del Nuevo? Sabía que era una pregunta sin respuesta, pero me llevó
a hacer un repaso crítico de mi vida. No voy a entrar en pormenores, pero sí
quiero describir los paisajes que me he ido encontrando.
Lo primero que he visto es que
yo, como cualquier otro humano, casi siempre me he limitado a reaccionar frente
a fuerzas, presiones o corrientes exteriores a mí y además incontrolables por
mi voluntad. Serán por tanto esas reacciones mías las sometibles a juicio,
aunque no todas, sino solo aquéllas en las que yo tenía libertad para elegir
entre varias alternativas. Lo enjuiciable está, por lo tanto, no en mis reacciones,
sino en las decisiones en que libremente las he basado.
Lo siguiente que he visto es que
a veces lo que me ha movido a la acción no ha sido un acontecimiento exterior, sino pulsiones
interiores, nacidas de mis convicciones o mis deseos. Pero aquí también mi
voluntad libre ha tenido que elegir entre varias alternativas, y cuando la elección
ha sido éticamente reprobable mi conciencia lo ha detectado.
Inmediatamente mi cerebro ha
unificado los dos campos anteriores. Ya se haya tratado de reacciones o de
proacciones, el problema ético estaba en mi lucha interior entre pulsiones o
convicciones o deseos contradictorios que nacían de mí, de modo que uno
terminaba venciendo y era el responsable de mi decisión final.
He dejado a un lado mis
reflexiones para cenar y luego me he echado a dormir.
En mitad de la madrugada me he
despertado y he tenido, súbitamente como suele ser el caso, lo que solo
puede describirse como una iluminación. No serán mis buenas o malas acciones
los componentes principales del juicio al que puedo ser sometido, sino mis
omisiones.
Es decir, mis renuncias, mis
cobardías, mis abandonos, mis silencios, mis indiferencias, mis frialdades, mis
traiciones. En definitiva, mis faltas de amor y de coraje.
De estas sí que he sido y seré,
verdaderamente, el único responsable.
Y respecto a todas ellas, que ya
no tienen remedio, lo único que puedo hacer es buscar dentro de mí un verdadero
arrepentimiento y pedir misericordia, o lo que es lo mismo, perdón.
2 comentarios:
siempre hay remedio... siempre hay tiempo para hacer frente a esas omisiones y cobardías...quizás evitando cometer nuevas faltas de amor y de coraje, se puedan redimir las anteriores... El no hacer nada, sino simplemente pedir misericordia es una falta de coraje mas...
Totalmente de acuerdo. Esta respuesta me plantea muchas tareas y me devuelve muchas esperanzas.
Publicar un comentario