domingo, 18 de junio de 2017

El día del Juicio.

Ayer fue un día terriblemente caluroso, llegando a media tarde a los 44ºC. Retrasé todo lo posible mi paseo vespertino con Curro. Cuando por fin salimos, ya anocheciendo, el bofetón de calor se abatió sobre nosotros implacable, como la masa de aire ardiente que era.

Quizá por todo eso me surgió, inesperadamente, una extraña pregunta: ¿qué sería de mí en un juicio final al estilo bíblico, puesto yo ante el juez severo del Antiguo Testamento o el juez misericordioso del Nuevo? Sabía que era una pregunta sin respuesta, pero me llevó a hacer un repaso crítico de mi vida. No voy a entrar en pormenores, pero sí quiero describir los paisajes que me he ido encontrando.

Lo primero que he visto es que yo, como cualquier otro humano, casi siempre me he limitado a reaccionar frente a fuerzas, presiones o corrientes exteriores a mí y además incontrolables por mi voluntad. Serán por tanto esas reacciones mías las sometibles a juicio, aunque no todas, sino solo aquéllas en las que yo tenía libertad para elegir entre varias alternativas. Lo enjuiciable está, por lo tanto, no en mis reacciones, sino en las decisiones en que libremente las he basado.

Lo siguiente que he visto es que a veces lo que me ha movido a la acción no ha sido un acontecimiento exterior, sino pulsiones interiores, nacidas de mis convicciones o mis deseos. Pero aquí también mi voluntad libre ha tenido que elegir entre varias alternativas, y cuando la elección ha sido éticamente reprobable mi conciencia lo ha detectado.

Inmediatamente mi cerebro ha unificado los dos campos anteriores. Ya se haya tratado de reacciones o de proacciones, el problema ético estaba en mi lucha interior entre pulsiones o convicciones o deseos contradictorios que nacían de mí, de modo que uno terminaba venciendo y era el responsable de mi decisión final.

He dejado a un lado mis reflexiones para cenar y luego me he echado a dormir.

En mitad de la madrugada me he despertado y he tenido, súbitamente como suele ser el caso, lo que solo puede describirse como una iluminación. No serán mis buenas o malas acciones los componentes principales del juicio al que puedo ser sometido, sino mis omisiones.

Es decir, mis renuncias, mis cobardías, mis abandonos, mis silencios, mis indiferencias, mis frialdades, mis traiciones. En definitiva, mis faltas de amor y de coraje.

De estas sí que he sido y seré, verdaderamente, el único responsable.


Y respecto a todas ellas, que ya no tienen remedio, lo único que puedo hacer es buscar dentro de mí un verdadero arrepentimiento y pedir misericordia, o lo que es lo mismo, perdón.

Parábola de los Talentos (Mateo, 25).- Grabado en madera fechado en 1712, cuyo origen desconozco.
Cuando el dueño vuelve a la casa y pide cuentas a sus criados de los dineros que les dejó, dos le están mostrando cómo los han multiplicado haciendo uso de ellos. Un tercero fue cobarde y enterró, para no perderlo, todo lo que había recibido

2 comentarios:

P dijo...

siempre hay remedio... siempre hay tiempo para hacer frente a esas omisiones y cobardías...quizás evitando cometer nuevas faltas de amor y de coraje, se puedan redimir las anteriores... El no hacer nada, sino simplemente pedir misericordia es una falta de coraje mas...

olo dijo...

Totalmente de acuerdo. Esta respuesta me plantea muchas tareas y me devuelve muchas esperanzas.