Tras hacerme una biopsia de
hígado, me han traído a la sala de observación del hospital. El protocolo exige
que permanezca aquí durante un mínimo de cinco horas, para prevenir la posible,
aunque no probable, aparición de una hemorragia. Me encuentro bien, tendido
como estoy en la gélida cama sobre la que me han depositado. Son seis en esta
sala, la mía numerada con el cuatro, solo tres ocupadas. El tiempo pasa vacío
de acontecimientos, lleno de espera, lo que me lo hace larguísimo. Transcurren
dos horas y yo pienso en que todavía me quedan tres. No me aburro, pero me
cansa este transcurrir chato, desprovisto de perfiles, lleno de soledad.
De pronto todo cambia. Los
enfermeros dejan en la cama número uno, justo frente a la mía, un nuevo
paciente. Tendido bocarriba como estoy, no puedo ver mis alrededores. Quien acaba
de llegar se queja mucho y parece como si los enfermeros estuvieran intentando
quitarle una sonda vesical. Oigo su voz, es de mujer madura. Tal y como yo los
interpreto, esos quejidos suyos dirigen la acción de los que con mucha
paciencia tratan de liberarla. Así transcurre un buen rato, hasta que, sin
haber llegado todavía al final, deciden darle unos minutos de descanso.
Se hace así un silencio que lo es
de paz pero que, súbitamente, se rompe en pedazos de sufrimiento. Ahora la
mujer empieza de nuevo a quejarse. Sus lamentos van creciendo y haciéndose más
frecuentes, hasta que se convierten en una frase que ella repite una y otra
vez,
<< Señor, ayúdame!... Señor, ayúdame!... Señor,
ayúdame!... >>
Me impresiona la intensidad con
la que los lamentos van dirigidos a ese Señor al que la mujer clama, su
unidireccionalidad, que me hace sentirme espectador de un diálogo en el que
nadie más podría entrar.
De pronto, esta oración acelera
su ritmo y enseguida se deforma en un quejido intensísimo, un lamento que ya no
es humano, una mezcla de berrido y aullido absolutamente animal, altísimo en
volumen, escandaloso, alarmante.
Enseguida vuelven a ella los
enfermeros, oigo sus movimientos que son de ayuda y sus voces suaves, que
intentan y consiguen tranquilizarla.
Sigue un corto silencio, y
enseguida la voz de la mujer suena de nuevo y ahora sus lamentos se han
convertido en lo que parece una oración,
<< Señor, perdóname!... Señor, perdóname!...
Señor, perdóname!... >>
Con esta sucesión dramática de
lamentos y oraciones transcurre un buen rato. Los enfermeros van consiguiendo
con paciencia sus objetivos. A medida que el sufrimiento se va aliviando, la
mujer intercala en su conversación trascendente peticiones de perdón a los que
la están curando, como si ella, al ser dominada por su dolor, hubiera cometido
una falta.
La situación se va aliviando poco
a poco, pero la voz de la mujer muestra por una parte su agotamiento y por otra
su miedo a que el dolor vuelva de nuevo. Es en estos momentos cuando los
lamentos de la mujer se hacen de nuevo un grito que, sorprendentemente, formula
así,
<< Ayúdame, Señor!... ayúdame, Señor!... ayúdame, Señor!... >>
Lo que me sorprende de esta
segunda petición de auxilio es que su construcción está invertida respecto a la
primera. Como si esta primera se reconociera a sí misma como la entrada en el
dolor, mientras que la segunda supiera también que ya está en el camino de
salida. Y me sorprende porque muestra hasta qué punto el sufrimiento no lo es
del órgano corporal que está en problemas, sino del cerebro, de la mente, del
alma que está experimentando, con un protagonismo único, el peso del dolor, y
que como tal cerebro humano que es, con toda su potencia, lo interpreta, lo
racionaliza, lo somete a un orden e intenta contenerlo dentro de unos límites
temporales.
Esto es todo lo que quería contar
desde que, hace ya casi dos semanas, tuvieron lugar los acontecimientos que
narro. Escribí enseguida, para no olvidarlas, las tres frases que pongo aquí en
cursiva. Pero sabía que necesitaba un tiempo para ser capaz de narrar e interpretar
aquellos hechos. Ahora ha llegado el momento. Solo me queda por añadir que me
impresionó mucho el sufrimiento de aquella mujer, vivido por mí desde tan cerca
y a ciegas. Y que llegué a sentir compasión por ella, expresada en una
misteriosa necesidad de compartir ese dolor. Eso es lo que intento hacer ahora.
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El dolor humano, me refiero al que
se manifiesta como dolor físico, es un sistema de alarmas. Lo reconocemos por
las señales electroquímicas que llegan a nuestro cerebro desde otras partes del sistema nervioso, éstas
conectadas directamente con la fuente orgánica del dolor. Interpretamos nuestro
dolor desde nuestro cerebro, donde aquél induce una reacción que lo es de
alarma y que se manifiesta en un grito. Alarido, aullido, desgarro, este grito
de dolor tiene infinitos matices. A veces hasta tiene un texto.
Respecto al dolor físico, cada
individuo humano tiene dos fuentes de conocimiento radicalmente distintas:
el dolor propio y el dolor de los demás. El grito de dolor no es solamente un
mecanismo de alarma. Sale desgarrado de una garganta humana también en busca de
la ayuda de otros. Pero el simple hecho de gritarlo ya da consuelo, aunque sea
el que lo emite un náufrago, solo y sin posibilidad de ayuda. Y en el otro
extremo de ese grito, se inducen dos reacciones bien distintas, hasta opuestas,
en el que lo escucha: ponerse en disposición de ayudar o aterrorizarse y huir.
En cualquier caso, el grito de
dolor es la forma de expresarse de un humano en uno de sus momentos más íntimos
y decisivos. Ya lanzándolo, ya escuchándolo y reaccionando frente a él.
Nada más que por eso ya tiene un interés particular.
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Frida Kahlo (1944).- La columna rota Además de una artista inmensa, Frida fue una gran conocedora del dolor en su propia carne, lo que plasmó en muchos de sus autorretratos. |