domingo, 3 de diciembre de 2017

Gritos de dolor

Tras hacerme una biopsia de hígado, me han traído a la sala de observación del hospital. El protocolo exige que permanezca aquí durante un mínimo de cinco horas, para prevenir la posible, aunque no probable, aparición de una hemorragia. Me encuentro bien, tendido como estoy en la gélida cama sobre la que me han depositado. Son seis en esta sala, la mía numerada con el cuatro, solo tres ocupadas. El tiempo pasa vacío de acontecimientos, lleno de espera, lo que me lo hace larguísimo. Transcurren dos horas y yo pienso en que todavía me quedan tres. No me aburro, pero me cansa este transcurrir chato, desprovisto de perfiles, lleno de soledad.

De pronto todo cambia. Los enfermeros dejan en la cama número uno, justo frente a la mía, un nuevo paciente. Tendido bocarriba como estoy, no puedo ver mis alrededores. Quien acaba de llegar se queja mucho y parece como si los enfermeros estuvieran intentando quitarle una sonda vesical. Oigo su voz, es de mujer madura. Tal y como yo los interpreto, esos quejidos suyos dirigen la acción de los que con mucha paciencia tratan de liberarla. Así transcurre un buen rato, hasta que, sin haber llegado todavía al final, deciden darle unos minutos de descanso.

Se hace así un silencio que lo es de paz pero que, súbitamente, se rompe en pedazos de sufrimiento. Ahora la mujer empieza de nuevo a quejarse. Sus lamentos van creciendo y haciéndose más frecuentes, hasta que se convierten en una frase que ella repite una y otra vez,

<< Señor, ayúdame!... Señor, ayúdame!... Señor, ayúdame!... >>

Me impresiona la intensidad con la que los lamentos van dirigidos a ese Señor al que la mujer clama, su unidireccionalidad, que me hace sentirme espectador de un diálogo en el que nadie más podría entrar.

De pronto, esta oración acelera su ritmo y enseguida se deforma en un quejido intensísimo, un lamento que ya no es humano, una mezcla de berrido y aullido absolutamente animal, altísimo en volumen, escandaloso, alarmante.

Enseguida vuelven a ella los enfermeros, oigo sus movimientos que son de ayuda y sus voces suaves, que intentan y consiguen tranquilizarla.

Sigue un corto silencio, y enseguida la voz de la mujer suena de nuevo y ahora sus lamentos se han convertido en lo que parece una oración,

<< Señor, perdóname!... Señor, perdóname!... Señor, perdóname!... >>

Con esta sucesión dramática de lamentos y oraciones transcurre un buen rato. Los enfermeros van consiguiendo con paciencia sus objetivos. A medida que el sufrimiento se va aliviando, la mujer intercala en su conversación trascendente peticiones de perdón a los que la están curando, como si ella, al ser dominada por su dolor, hubiera cometido una falta.

La situación se va aliviando poco a poco, pero la voz de la mujer muestra por una parte su agotamiento y por otra su miedo a que el dolor vuelva de nuevo. Es en estos momentos cuando los lamentos de la mujer se hacen de nuevo un grito que, sorprendentemente, formula así,

<< Ayúdame, Señor!... ayúdame, Señor!... ayúdame, Señor!... >>

Lo que me sorprende de esta segunda petición de auxilio es que su construcción está invertida respecto a la primera. Como si esta primera se reconociera a sí misma como la entrada en el dolor, mientras que la segunda supiera también que ya está en el camino de salida. Y me sorprende porque muestra hasta qué punto el sufrimiento no lo es del órgano corporal que está en problemas, sino del cerebro, de la mente, del alma que está experimentando, con un protagonismo único, el peso del dolor, y que como tal cerebro humano que es, con toda su potencia, lo interpreta, lo racionaliza, lo somete a un orden e intenta contenerlo dentro de unos límites temporales.

Esto es todo lo que quería contar desde que, hace ya casi dos semanas, tuvieron lugar los acontecimientos que narro. Escribí enseguida, para no olvidarlas, las tres frases que pongo aquí en cursiva. Pero sabía que necesitaba un tiempo para ser capaz de narrar e interpretar aquellos hechos. Ahora ha llegado el momento. Solo me queda por añadir que me impresionó mucho el sufrimiento de aquella mujer, vivido por mí desde tan cerca y a ciegas. Y que llegué a sentir compasión por ella, expresada en una misteriosa necesidad de compartir ese dolor. Eso es lo que intento hacer ahora.

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El dolor humano, me refiero al que se manifiesta como dolor físico, es un sistema de alarmas. Lo reconocemos por las señales electroquímicas que llegan a nuestro cerebro  desde otras partes del sistema nervioso, éstas conectadas directamente con la fuente orgánica del dolor. Interpretamos nuestro dolor desde nuestro cerebro, donde aquél induce una reacción que lo es de alarma y que se manifiesta en un grito. Alarido, aullido, desgarro, este grito de dolor tiene infinitos matices. A veces hasta tiene un texto.

Respecto al dolor físico, cada individuo humano tiene dos fuentes de conocimiento radicalmente distintas: el dolor propio y el dolor de los demás. El grito de dolor no es solamente un mecanismo de alarma. Sale desgarrado de una garganta humana también en busca de la ayuda de otros. Pero el simple hecho de gritarlo ya da consuelo, aunque sea el que lo emite un náufrago, solo y sin posibilidad de ayuda. Y en el otro extremo de ese grito, se inducen dos reacciones bien distintas, hasta opuestas, en el que lo escucha: ponerse en disposición de ayudar o aterrorizarse y huir.


En cualquier caso, el grito de dolor es la forma de expresarse de un humano en uno de sus momentos más íntimos y decisivos. Ya lanzándolo, ya escuchándolo y reaccionando frente a él. 

Nada más que por eso ya tiene un interés particular.


Frida Kahlo (1944).- La columna rota
Además de una artista inmensa, Frida fue una gran conocedora
del dolor en su propia carne, lo que plasmó en muchos de sus
autorretratos.

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