Vivimos en un mundo cada día más basado en lo tecnológico. Nuestras vidas están absolutamente mediatizadas por Internet y sus derivados. Puede afirmarse que Internet es hoy el motor del mundo y la electricidad su combustible. Si Internet dejara súbitamente de funcionar, el mundo se pararía en todos sus aspectos esenciales.
De ahí a convertirnos los humanos en simples terminales de esa megamáquina hay solo un paso, que nunca deberíamos dar. Este es uno de los desafíos más interesantes del mundo en que vivimos: domesticar definitivamente a Internet, asegurar que se pone al servicio de los hombres y no los hombres al servicio de Internet.
Diablos, a poco que se piense cae uno en la cuenta de que esa domesticación es algo endiabladamente difícil. Porque Internet, como toda megamáquina, carece de malas intenciones pero tampoco las tiene buenas. Es sencillamente amoral. No nos avisará de los peligros que pueda traer consigo porque los ignora, carece del sentido del peligro, de la visión a largo plazo, de la intuición. Es nada más que una maravillosa y poderosísima bestia inanimada. ¿Quién la controla, cómo, dónde, cuándo?
El peligro es doble: que no la controle nadie o que acaben controlándola los Grandes Hermanos, que como siempre ha sido se sentirán llamados a sojuzgar al resto de la gran familia humana.
¿Cómo conseguir que Internet, esa gran oportunidad, siga siendo, sea más cada día, un instrumento al servicio de la libertad y el bienestar de TODOS los humanos y finalmente del entero mundo? Recordemos lo que ha pasado con la Televisión, convertida ya en el opio del pueblo de nuestra época. ¿Permitiremos que pase lo mismo con Internet?
¿Pero dónde están, quiénes serán los valientes que lo eviten?
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