Un imperio, por majestuoso y
temible que parezca, no es sino una criatura más. Nace, crece, vive y muere.
Solo que sus dimensiones en el tiempo son muy distintas a las de nosotros,
individuos humanos. Llega un día, cuando han pasado cientos de años desde que el imperio se fundó, en que éste alcanza los límites de sus aspiraciones. Ya no puede crecer más. Entonces mucha gente
dentro de ese imperio, entre la que se cuenta la más salvaje y despiadada pero también la más ingeniosa y crítica, empieza a dar patadas y mordiscos, físicos
o dialécticos, a todo lo imperial que persiste en mantenerse arrogante. Así surgen por todas partes pequeños focos de rebeldía. Al principio son ferozmente neutralizados por las fuerzas
del orden imperial. Pero antes o después, ineluctablemente, algunos de estos
focos rebeldes resisten y empiezan a crecer. No lo hacen de dentro a fuera,
sino a saltos, moviéndose en la oscuridad y brotando en nuevos focos aquí y allá, desordenadamente,
aleatoriamente. A partir de este momento el imperio está perdido, condenado a
muerte. Su agonía puede ser lenta, incluso pasar por un período de espléndido
desarrollo cultural, pero el tiempo que le
queda de vida puede empezar a contarse. Se inicia la cuesta abajo.
Algo parecido pasa con nuestros
cuerpos, esas complejísimas joyas animales gracias a las cuales tiene cada
uno de nosotros la posibilidad de vivir en plenitud. Nacen minúsculos y necesitados de una madre, crecen alegres, entran pronto en una madurez muy larga y llena de posibilidades. Pero ya aquí, incluso antes de que llegue la vejez inevitable, empiezan los revolucionarios a jugar su papel destructivo. Un cuerpo humano es un imperio. Millones de células se han integrado dentro de él para formar una estructura muy compleja y perfectamente equilibrada. Todas cumplen disciplinadamente con el papel que les ha sido asignado, el equilibrio así alcanzado parece milagroso. Pero no lo es, en plena madurez de estos cuerpos hay ya células rebeldes que pugnan por recobrar su libertad. El sistema inmunitario es la policía imperial que mantiene el orden, eliminándolas. Pero antes o después... la lucha se hace encarnizada... va siendo más y más difícil apagar a tiempo todos los focos de incendio...
Al imperio corporal le ha llegado la hora de la serenidad.
La forma última, quizá la más depurada pero en todo caso la absolutamente obligatoria, del valor.
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