Reginald Brill (1934).- Operación quirúrgica |
Tras cinco días de abducción he
vuelto a mi casa. Poco a poco voy recuperando mi normalidad, mientras se aleja
de mí la sensación que he tenido de que esta vuelta lo era de un larguísimo viaje
en el espaciotiempo. Creo que la causa de mis distorsiones ha estado en la
anestesia recibida durante una intervención quirúrgica que duró cuatro horas.
La anestesia total no es como el sueño, se parece más a una muerte temporal. El
sueño es un jugueteo entre lo consciente y lo subconsciente, que toma forma de
duermevela en los viejos y de grandes aventuras en los jóvenes. La anestesia es
el silencio total, la lejanía infinita, el apagón absoluto.
Por eso el despertar de la
anestesia es como una confusa resurrección. Sobre todo si tiene lugar en la soledad
iluminada y ruidosa de una UCI, tan extraña y hostil. La reacción del
resucitado puede llegar a ser brutal, ese fue mi caso, tras cerca de cuarenta
horas en la UCI no pude más, quería
arrancarme las vías que me mantenían enchufado a líquidos curativos, librarme
de las sábanas y salir corriendo y desnudo para mi casa, que por cierto no
tenía idea de dónde podría estar. Solo la aparición de mis hijos me amansó.
Luego, ya en una habitación normal del hospital, me mantuve durante más de un
día en la desconfianza, con la sensación de haber sido abducido y estar en una
tierra extraña y lejana; hasta a mi hermano, que intentaba tranquilizarme
paseándome por el hospital y enseñándome sitios que ya conocía, llegué a
mirarlo con sospecha, como a un tenebroso abductor que hubiera tomado su forma.
Todo esto fue pasando, con una
rapidez que a mí me parecía lentísima. Ahora estoy en mi casa, ejercitando mi
pulmón, soplando en un espirómetro mientras escribo o leo. Mi normalidad ha
vuelto y el reencuentro con ella está siendo hermoso, como si lo fuera con un
viejo amigo.
Ahora tengo tiempo y lucidez para
admirar al cirujano que me ha intervenido. Es muy joven, poco más de treinta
años, pero ya un experto reconocido en cirugía torácica. Estas intervenciones
las hacen por lo que llaman toracoscopia, donde el cirujano introduce en tu
tórax por una raja relativamente pequeña tres instrumentos, una cámara
conectada a una pantalla que aumenta la realidad, un bisturí y una pinza, todo lo
cual maneja por control remoto. Al evocar toda esta destreza, que acaba de
sanar mi cuerpo, me doy cuenta de que una parte importante de lo más noble que
hay en lo humano está en la alianza de cerebro, ojos y manos. Y pienso en el poder creador de unas manos
inteligentes y sensibles, no solo en los cirujanos, sino en pintores,
escultores, músicos, artesanos, campesinos, marinos… tantos otros. También en lo
inefable de las caricias de las manos de las mujeres que me han querido,
empezando por mi madre. Y en lo confortante y a la vez comprometido de un
estrechar de manos sincero.
Recobro mi orgullo por la ciudad
en que he nacido, Sevilla, en la que se educó y formó el cirujano que me ha
intervenido, aunque luego haya pasado por otros sitios eminentes de la cirugía.
Sevilla es una vieja ciudad mediterránea aunque esté orientada hacia el
Atlántico. En el siglo XVI fue una capital del mundo, enlace predominante de
Europa con América, pero ya en el siglo XVII la pérdida de sus exclusivas
comerciales y varias epidemias de peste empezaron a empujarla por la
cuesta abajo de esa suave decadencia que comparte con las más ilustres ciudades
mediterráneas: Venecia, Florencia, Estambul, Alejandría, Sevilla, todas ellas condenadas
a vivir de sus recuerdos. Y sin embargo, como lo demuestran el caso de mi
cirujano y muchos otros, llenas de vitalidades que brotan espléndidas cuando
les llega su oportunidad.
Ahora espero la rápida curación
de mi herida. El cirujano me dejará pronto en manos del oncólogo. Las
expectativas son buenas, parece que se extirpó el tumor muy a tiempo. Pero el
cáncer es un poderoso enemigo al que no se le debe dar nunca la espalda. Estoy
tranquilo, quizá apreciando con algo más de fuerza todo lo que tengo,
también tomando con algo más de seriedad todo lo que soy.
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