La gran sala rectangular está
dividida por una serie que parece inacabable de filas transversales en las que
se disponen los pacientes oncológicos para recibir sus tratamientos. Un lado de
esta sala es a todo lo largo pasillo de comunicación. El lado opuesto está
cubierto por grandes ventanas que llenan de luz todo el recinto.
Cada paciente se sienta en un
cómodo sillón, junto a una compleja bomba peristáltica, unido por las venas de
su brazo a los caudales múltiples de esta bomba. En una silla más espartana
puede sentarse el familiar que lo acompaña. Los enfermeros circulan con rápida
eficacia por todo el recinto, regulando los flujos de soluciones
anticancerígenas, abriendo flujos nuevos, cerrando flujos que ya se han agotado,
atentos a las alarmas sónicas que disparan de vez en cuando las bombas. Son
amables, precisos, eficientes. De vez en cuando circula también un carrito
llevado por un par de voluntarios de alguna asociación de ayuda contra el
cáncer, que reparte gratuitamente sándwiches y zumos entre los pacientes,
además de simpatía y palabras que, sin mencionar la enfermedad, lo son de
aliento.
En tu primer día allí tienes una
sensación parecida a la que tuviste en tu primer día en la escuela, o en la
universidad, incluso el día en que te pusiste por primera vez el uniforme de
soldado para iniciar tu servicio militar. Esa sensación de que has cruzado un
puente, pero precisamente uno de los pocos puentes importantes que van
dibujando los trazos de tu vida. Cuando eras niño fue tu madre la que te dejó, abandonado
por primera vez en tu corta vida, a la puerta del colegio. Luego cruzaste
muchos otros puentes solo. Cuando partiste para tus grandes viajes de aventura
fue tu mujer la que te dio el último beso. Ahora es tu hija mayor la que te
acompaña.
Te das cuenta de que estás allí
para aprender. No para que lo haga tu mente, pero sí tu cuerpo, que va a ser sometido
a una rígida disciplina con la que se espera ayudarle a ganar el pulso que va a jugarle al cáncer.
Al cáncer, sí. No a tal o cual
cáncer, sino a un cáncer genérico, casi divino como lo fueron los dioses
paganos, que es el gran protagonista de aquel hospital de día y que comparten
todos los pacientes. Ese cáncer con numerosos rostros y apariencias que es el
gran perturbador, el destructor del delicado equilibrio corporal, la
equilibrada homeostasis, que constituye la esencia natural de lo humano.
Te llama la atención no ver por
allí, siendo tu país tan extrovertidamente religioso, alguna cruz colgando de
la pared o alguna imagen de la Virgen. Pero cuando lo piensas comprendes que
aquel hospital de día es una suerte de extraño templo, sí, pero exactamente opuesto en significado a una iglesia. En ésta
se rinde culto a Dios, en aquél a un ente maligno, el cáncer. Y el culto que se
le rinde al cáncer en el hospital de día consiste en un ceremonial de
destrucción, una liturgia de guerra a muerte.
Aunque finalmente entiendes que tanto
a la iglesia como al hospital acudimos los humanos en busca de refugio contra el
mal. En la iglesia lo trascendemos, lo sublimamos, lo perdonamos y nos lo es
perdonado; es la aproximación religiosa al problema. En el hospital le salimos
al encuentro, le cortamos el paso, lo neutralizamos y hasta lo destruimos; es
la aproximación técnica, esa que está en la base de la medicina y la ciencia.
Los pacientes lo somos de todas
las edades, aunque abundamos más los viejos, no en balde el cáncer es un
destructor de imperios decadentes. Y el tratamiento que se nos da en aquella
batalla campal es la quimioterapia, una suerte de artillería en la que los
proyectiles machacan inmisericordes el terreno a batir, que es nuestro cuerpo,
donde las rebeldes células cancerosas corren y crecen enloquecidas, de un lado
para otro, sin cubrirse, siendo así más fáciles de destruir que nuestras
células sanas, entre las que inevitablemente hay también víctimas colaterales.
Esta destrucción artillera de la
quimioterapia lo es a distancia, al ritmo de encuentros aleatorios en los que
la muerte de la población total de rebeldes células cancerosas sigue una
cinética exponencial. Lo que significa que nunca hay garantía absoluta de dar
en todos los blancos, de destruir totalmente a los rebeldes. Y si algunos
supervivientes de entre estos rebeldes rebrotan, habrá que bombardearlos de
nuevo. Pero toda esta aniquilación es en buena medida indiscriminada y al hacer
daño también a las células sanas no puede repetirse indefinidamente.
Pienso en todo esto. Lo que la
quimioterapia te da no es, salvo en casos muy contados, la curación total, sino
simple tiempo de vida.
Tiempo de vida, sí, tiempo de
vida. Pero siendo los humanos como somos mortales de necesidad, ¿no es éste
precisamente el gran objetivo, la gran victoria, de la medicina?