martes, 16 de junio de 2015

El silencio que nos permite oir

Me levanto casi todos los días en plena madrugada, mucho antes de que amanezca. Como ya se acerca el verano boreal duermo con la ventana abierta, de modo que mi despertar viene inducido y acompañado por el canto de los mirlos que anidan en los jardines cercanos.

Es un canto bellísimo, lleno de contrastes. Se inicia con precisión cronométrica una hora antes de que salga el Sol, en ese tiempo que los astrónomos llaman crepúsculo naútico, cuando los marinos de los grandes veleros antiguos podían ver, a través de sus sextantes, las estrellas más brillantes y el horizonte marino a la vez, lo que les permitía determinar su posición. 

En esos momentos reina todavía la oscuridad. La ciudad no se ha despertado, pero está muy próxima a hacerlo. El canto de los mirlos no dura más allá de media hora, es seguido y pronto desplazado por el bramido creciente y lejano de miles de motores de explosión. Los dulces sonidos cantores de los pájaros se extinguen entonces, sepultados por el puro ruido.

Me he preguntado por qué cantan los mirlos a esa hora tan temprana y oscura. ¿Qué mensaje quieren transmitir? Quizá canten para acabar con el silencio de la noche, proclamando la inminente llegada del día, como hacen los gallos de nuestros campos. Este canto sería una rotunda, bulliciosa manifestación de vida. Nada más… y nada menos. Pero se me ocurre pensar que podría ser también la preparación indispensable para transmitir un mensaje de silencio: su eventual interrupción brusca, por la presencia de una amenaza o un enemigo, equivaldría a una señal de alarma.

En esta especulación mía el silencio aparece como un complemento indispensable del sonido, uno y otro son las dos caras de una misma moneda heraclitea, comparten lo esencial de su naturaleza.

Un fenómeno parecido al de los mirlos sevillanos (Tordus merula) lo he observado en los tordos de Chiloé (Curaeus curaeus) (ver en este blog la entrada Naturaleza chilota, 24 octubre 2014). Su canto es también bellísimo. En épocas del año fuera del período de nidificación, vuelan en grupos de diez a quince individuos recorriendo las pampas y zonas de matorral para alimentarse. Mientras que la mayoría de ellos busca entre el pasto semillas y bichejos comestibles, hay siempre uno que permanece en lo más alto de una gran quila cantando sin parar. Este cantar es una improvisación llena de matices que recuerda la multitud de variaciones espontáneas e intuitivas de un músico de jazz. Estoy convencido de que lo que transmite al resto de los tordos ocupados en la noble tarea de comer es un mensaje de tranquilidad. Y que la alarma desgarradora, esa que los lleva a todos a ponerse inmediatamente a salvo de un peligro que no ven, se produce cuando el tordo vigía y cantor se calla.

El silencio aparece aquí como un componente principal del mundo de los sonidos. Como un sonido fundamental, al que podríamos llamar no-sonido, que modula y da forma a todos los demás.

En animales capaces de articular complejos mensajes de voz, como es el caso de los humanos gracias al desarrollo extraordinario de nuestras cuerdas vocales, el silencio es una parte muy importante de los sonidos. Hay muchos tipos de silencio. El que nace de la intimidad entre amigos o amantes, que se comunican íntimamente con la simple cercanía silenciosa del otro. Pero también está el silencio escéptico del adversario que escucha tus argumentos sin terminar de aceptarlos. Y el silencio condenatorio al que te someten tus enemigos.

Toda la naturaleza, no solo los pájaros cantores, nos habla a través de sus silencios. Así el rumor de un viento suave, una brisa, en las frondas de los árboles cercanos, hecho de un fino crepitar de roces y silencios, que oímos bien cuando no hay ruidos próximos que lo interfieran, y que lo mismo puede traernos paz que una aguda sensación de soledad. O la cadencia de las olas que rompen frente a nosotros, en la playa solitaria, como los latidos de un gigantesco corazón oceánico. O el vacío sónico que sigue a los truenos lejanos que emanan de las nubes de tormenta, remarcando la majestad de éstos. Tantos otros…

De manera que el silencio no solo es el modulador imprescindible de nuestras percepciones sónicas, sino un sonido en sí mismo, el no-sonido.   Con un papel análogo al de ese número cero indispensable para dar dimensión y contenido a los restantes nueve guarismos, cuando todos juntos se integran en las cifras que miden nuestro mundo.


Donde el silencio no puede vivir y expresarse es dentro del ruido. Éste carece de armonía interna, de ritmo, de cadencia. Casi me atrevería a decir que el ruido es la basura sónica de la actividad humana, que no existe en la naturaleza sino que es una  consecuencia de esa incesante actividad nuestra. Por eso el reino de los ruidos está en nuestras grandes ciudades, formando en ellas una parte fundamental de nuestros excrementos. Basura, en definitiva.

1 comentario:

Paola Arciniegas dijo...

Varios de los sonidos que menciona, son como música... De la màs bella.