Me levanto casi todos los días en plena madrugada, mucho
antes de que amanezca. Como ya se acerca el verano boreal duermo con la ventana
abierta, de modo que mi despertar viene inducido y acompañado por el canto de
los mirlos que anidan en los jardines cercanos.
Es un canto bellísimo, lleno de
contrastes. Se inicia con precisión cronométrica una hora antes de que salga el
Sol, en ese tiempo que los astrónomos llaman crepúsculo naútico, cuando los marinos de los grandes veleros
antiguos podían ver, a través de sus sextantes, las estrellas más brillantes y
el horizonte marino a la vez, lo que les permitía determinar su posición.
En esos momentos reina todavía la
oscuridad. La ciudad no se ha despertado, pero está muy próxima a hacerlo. El canto de los mirlos no dura
más allá de media hora, es seguido y pronto desplazado por el bramido creciente
y lejano de miles de motores de explosión. Los dulces sonidos cantores de los
pájaros se extinguen entonces, sepultados por el puro ruido.
Me he preguntado por qué cantan
los mirlos a esa hora tan temprana y oscura. ¿Qué mensaje quieren transmitir? Quizá
canten para acabar con el silencio de la noche, proclamando la inminente
llegada del día, como hacen los gallos de nuestros campos. Este canto sería una
rotunda, bulliciosa manifestación de vida. Nada más… y nada menos. Pero se me
ocurre pensar que podría ser también la preparación indispensable para
transmitir un mensaje de silencio: su eventual interrupción brusca, por la
presencia de una amenaza o un enemigo, equivaldría a una señal de alarma.
En esta especulación mía el
silencio aparece como un complemento indispensable del sonido, uno y otro son
las dos caras de una misma moneda heraclitea, comparten lo esencial de su
naturaleza.
Un fenómeno parecido al de los
mirlos sevillanos (Tordus merula) lo
he observado en los tordos de Chiloé (Curaeus
curaeus) (ver en este blog la entrada Naturaleza
chilota, 24 octubre 2014). Su canto es también bellísimo. En épocas del año
fuera del período de nidificación, vuelan en grupos de diez a quince individuos
recorriendo las pampas y zonas de matorral para alimentarse. Mientras que
la mayoría de ellos busca entre el pasto semillas y bichejos comestibles, hay
siempre uno que permanece en lo más alto de una gran quila cantando sin parar.
Este cantar es una improvisación llena de matices que recuerda la multitud de
variaciones espontáneas e intuitivas de un músico de jazz. Estoy convencido de
que lo que transmite al resto de los tordos ocupados en la noble tarea de comer
es un mensaje de tranquilidad. Y que la alarma desgarradora, esa que los lleva
a todos a ponerse inmediatamente a salvo de un peligro que no ven, se produce
cuando el tordo vigía y cantor se calla.
El silencio aparece aquí como un
componente principal del mundo de los sonidos. Como un sonido fundamental, al
que podríamos llamar no-sonido, que modula y da forma a todos los demás.
En animales capaces de articular
complejos mensajes de voz, como es el caso de los humanos gracias al desarrollo
extraordinario de nuestras cuerdas vocales, el silencio es una parte muy
importante de los sonidos. Hay muchos tipos de silencio. El que nace de la
intimidad entre amigos o amantes, que se comunican íntimamente con
la simple cercanía silenciosa del otro. Pero también está el silencio escéptico
del adversario que escucha tus argumentos sin terminar de aceptarlos. Y el
silencio condenatorio al que te someten tus enemigos.
Toda la naturaleza, no solo los
pájaros cantores, nos habla a través de sus silencios. Así el rumor de un
viento suave, una brisa, en las frondas de los árboles cercanos, hecho de un
fino crepitar de roces y silencios, que oímos bien cuando no hay ruidos próximos
que lo interfieran, y que lo mismo puede traernos paz que una aguda sensación
de soledad. O la cadencia de las olas que rompen frente a nosotros, en la playa
solitaria, como los latidos de un gigantesco corazón oceánico. O el vacío sónico que sigue a los truenos lejanos que emanan de las
nubes de tormenta, remarcando la majestad de éstos. Tantos otros…
De manera que el silencio no solo
es el modulador imprescindible de nuestras percepciones sónicas, sino un sonido
en sí mismo, el no-sonido. Con un papel
análogo al de ese número cero indispensable para dar dimensión y contenido a
los restantes nueve guarismos, cuando todos juntos se integran en las cifras
que miden nuestro mundo.
Donde el silencio no puede vivir
y expresarse es dentro del ruido. Éste carece de armonía interna, de ritmo, de
cadencia. Casi me atrevería a decir que el ruido es la basura sónica de la
actividad humana, que no existe en la naturaleza sino que es una consecuencia de esa incesante actividad nuestra.
Por eso el reino de los ruidos está en nuestras grandes ciudades, formando en
ellas una parte fundamental de nuestros excrementos. Basura, en definitiva.
1 comentario:
Varios de los sonidos que menciona, son como música... De la màs bella.
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