El título de esta entrada es una
frase coloquial en el español que se habla en España. Dicen que procede del
siglo XIX y se usa para hacer referencia a alguien que, habiendo sufrido un
fuerte choque emocional, pierde como consecuencia todo el pelo de su cuerpo.
El diccionario de la Academia Española califica la frase así: “sufrir una
persona las consecuencias por una mala acción que ha cometido, especialmente
mediante un castigo duro”.
Pues bien: la quimioterapia actúa
como un castigo, salvador, eso sí, para el paciente que padece cáncer, y una de
sus consecuencias lesivas es la caída del pelo, que tiene lugar en el 80% de
los casos. Más en general, la quimioterapia afecta a todos los tejidos cuyas
células siguen siendo capaces de crecer: epidermis con sus pelos, mucosas
bucales e intestinales, médula ósea, etc.
Yo, a la espera de acontecimientos,
me rapé la cabeza antes de que la quimio empezara, respetando mi barba. He
venido observando todas las mañanas, en ese examen minucioso que uno se hace ante
el espejo del cuarto de baño, mi pelambrera. Durante las dos primeras semanas
posteriores al comienzo de la quimio, mis pelos seguían sanos. En la tercera
semana, que culmina hoy, empecé a notar algo anormal: mi cabello no caía, pero
se adelgazaba. Si los pelos de cabeza y barba habían venido formando una suerte
de bosque tupido, llegó un momento desde el que más y más empezaron a parecer los
árboles carbonizados de un bosque después de un gran incendio, troncos negros y
famélicos, en eso fue quedándose todo. Y desde ayer esos árboles quemados han
empezado a caerse también.
Uno observa estos acontecimientos
con curiosidad, pero no puede evitar sobrecogerse un poco. “Diablos”, piensas, “si
todo eso está pasando por fuera, qué no estará pasando por dentro”. Y al ver
cómo empieza a aparecer, por detrás de tu barba agonizante, esa quijada tuya
que ya habías olvidado, hasta te conmueves.
Te consuela acordarte de los monjes
que permanecen rapados durante toda su vida, en un gesto bien visible de
renunciación, de desapego respecto a las glorias y vanidades del mundo. Leones
desmelenados, eso es lo que quieren ser los padres cartujos o los monjes
budistas, rapados todos voluntariamente en manifestación del camino que han
elegido. “Todo sea por la salvación”, quizá piensen ellos. “Todo sea por la
curación”, piensas tú, que viene a ser lo mismo.
Ahora, cuando sales a la calle,
te calas aquel sombrero Panamá que te compraste hace muchos años en Ecuador y
que nunca habías usado, o una gorrita de tela ligera, para que te protejan del
Sol sin calentarte demasiado una cabeza que, por otra parte, quieres mantener
lúcida, fría, hasta distante de todas tus pequeñas miserias.
Una cabeza alopécica que te
observe a ti mismo con fría curiosidad, no exenta de humor. Que te considere un
fenómeno digno de ser observado, nada más.
Eso es lo que tú quieres que haga, y
hasta el momento lo estás consiguiendo.
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