jueves, 9 de julio de 2015

Mimosas de Ghardaia

Curro y yo salimos para nuestro paseo vespertino. A pesar de que son ya las ocho de la tarde, el calor es atroz, 40ºC y una ausencia total de viento. De los jardines que flanquean la calle que recorremos no emana sino una aplastante sequedad.

Súbitamente me llena una alucinación olfativa. El perfume finísimo y fresco de un inexistente seto de mimosas me posee. ¡Tan fantástico!... Sé que procede de algún escondrijo en mis memorias cerebrales, pero además lo identifico enseguida: aquella noche de 1981 en Ghardaia, pleno Sahara argelino…

Ghardaia
Habíamos viajado hasta allí en autobús desde Argel. Al atardecer dejamos atrás los montes del Atlas argelino y con ellos los últimos árboles. Después recorrimos nuestros primeros trescientos kilómetros saharianos en plena oscuridad, ciegos frente a los nuevos paisajes del desierto. Cuando llegamos a Ghardaia, el primer gran oasis sahariano en nuestra ruta, eran ya las nueve y media de la noche. Caminamos con nuestras mochilas a cuestas hasta el Hotel Transatlantique. Primer choque surrealista: ¿cómo puede dársele un nombre oceánico a un hotel en pleno desierto? El caso es que aquel hotel estaba lleno de unos encantos aventureros que desaparecieron hace tiempo de la faz del mundo, ocupado solo a medias como estaba por gente variopinta que se disponía de modos muy distintos para la travesía del Gran Desierto.

El Hotel Transatlatique de Ghardaia,
como era cuando lo visitamos
Nosotros estábamos hambrientos de ver y conocer. Dejamos nuestras mochilas en la habitación y salimos enseguida para pasear la ciudad. Las calles estaban  solitarias, la atmósfera era extremadamente seca y fría, el cielo sin Luna, cuajado de estrellas innumerables y multicolores como solo puede estarlo en un desierto. Aquella era la parte colonial de la ciudad, hecha de casas ocultas entre grandes jardines. Doblamos una esquina y nos tropezamos con el increíble seto de mimosas. Arboles grandes, entrelazando sus ramas unos con otros para formar el tupido seto espinoso, cubiertos de una multitud de florecitas amarillas que exhalaban el finísimo perfume.

Ese perfume… había vuelto a mí en toda su plenitud con mi alucinación olfativa. Él fue quien me permitió rememorar con precisión microscópica aquellos días lejanos. En un instante lo colocó todo en su sitio: mis dos amigos tal y como eran entonces, nuestra ilusiones compartidas, nuestro afán de aventuras.

Tras nuestro corto paseo, alcanzamos el restaurante del hotel todavía abierto y cenamos algo. El camarero, que enseguida supo quiénes éramos, nos dijo que el jardinero de aquel hotel perdido era un español, como nosotros. A la mañana siguiente, antes de partir, quisimos conocerlo. Fuimos a sus habitaciones, que ocupaban una casita pequeña al fondo del jardín. Se llamaba José María y era un hombre ya viejo y solitario, lleno sin embargo de una amabilidad seca y bondadosa. Nos explicó que llegó a Argelia huyendo del final de la guerra civil española, en 1939. Los azares de la vida lo llevaron hasta Ghardaia y allí se moriría, eso nos confesó con una media sonrisa de hombre duro. No tenía familia en España o había perdido todo contacto con ella. Solo tenía su puesto de jardinero en aquel jardín perdido del Hotel Transatlantique, en medio del desierto, entre el perfume de las mimosas.

Jose María me pareció un personaje absolutamente barojiano. El hombre solo y solitario, cuyos destinos han venido siendo escritos con trazos de desgracia y mala suerte, que pese a todo jamás perderá su dignidad de hombre y sus ganas sobrias de vivir. El perfume alucinado de las mimosas en mi cerebro me traía ahora todo el detalle de su rostro anguloso y severo, su pelo cano peinado hacia atrás, sus pequeños ojos castaños, sus manos nervudas, su cuerpo ascético, su levísima sonrisa hacia dentro.


Aquella inmensa parte de nuestras vidas que ya hemos vivido, la seguimos llevando dentro, tan fresca y joven como cuando solo fue puro presente. Las alucinaciones pueden ser puertas misteriosas que se nos abren, llamadas que se nos hacen, recuerdos que se encienden por sorpresa en nuestras memorias.

Flores de mimosa

1 comentario:

Paola Arciniegas dijo...

Muy agradable todo el texto. Me hace evocar a Proust; la importancia de un pequeño detalle para llevarnos atrás de un modo revelador y claro. Hermosas flores, no las conocía.