martes, 22 de noviembre de 2016

Chiloé otra vez



La cadencia de las revisiones oncológicas me deja unos meses de libertad provisional que aprovecho para volver a Chiloé. Todo va bien. Durante el larguísimo vuelo, cuando ya amanece, pasamos como otras veces sobre la línea que separa el Gran Chaco paraguayo del resto del país. La visibilidad es perfecta, sin rastros de nubes. De nuevo me encuentro, geometrizado por grandes potreros infinitos, ese territorio que hasta no hace mucho era silvestre. Es la industrialización de la ganadería, la conversión de la tierra madre que lo era de los amerindios que la poblaban en un recurso globalizado en manos de multinacionales lejanas. Siento tristeza, y con ella la firme intuición de que lo mismo está pasando o va a pasar en grandes espacios naturales de América y África. ¿Hacia dónde va este mundo que debería ser el nuestro, el de todos?

Poco después, en una mañana luminosa, es la gran Cordillera de los Andes quien me da la bienvenida a Chile. Bellísima, con poca nieve para el final de la primavera austral en que estamos, lo que de alguna manera no racionalizable me inquieta. Pero su belleza puede con mis miedos.



Es jueves y encuentro el aeropuerto de Santiago más lleno de gente que nunca, lo que me hace pensar que la situación económica de Chile es boyante, y me alegro. Luego, el vuelo desde Santiago a Puerto Montt transcurre a lo largo de la cordillera y de la línea de volcanes que a partir de Concepción y hacia el Sur la festonea por el Oeste. El día sigue siendo perfecto. Los volcanes, más altos que la tierra parda que los rodea, destacan limpiamente con la blancura de sus nieves. Hasta el bellísimo Osorno, ese monte Fuji americano, está completamente desnudo de las nubes y celajes que casi siempre lo cubren.




 Después el canal de Chacao y en la otra orilla mi querida Chiloé. Desde la borda de estribor del ferry veo a lo lejos la plataforma que estudia la geología de la piedra sobre la que se asentará la columna central del puente que unirá Chiloé con el continente. Otra interrogante, bajo la convicción de que este puente, si llega a hacerse, traerá con él oportunidades y amenazas para los chilotes, que resultarán en cambios buenos y malos. ¿Cuánto serán los pesos relativos de unos y otros? ¿Estará el alma de Chiloé suficientemente protegida contra una invasión que vea a estas islas más como un recurso explotable que como un acervo de personas y  valores a los que, por encima de todo, respetar?

La sensación de que el Mundo está convulso y de que las megamáquinas, que Lewis Mumford definió con tanta precisión, se mueven fuera de control, me puede. Finalmente llego a mi casa en Duhatao, donde todo es silencio, soledad y paz. La primera noche allí el viento, como siempre, arranca gemidos y voces de los árboles que me rodean. Siento un poco del mismo miedo que el humano primitivo, ese que ha vivido en una naturaleza a la que todavía no dominaba, le ha tenido siempre a la oscuridad de la noche.

Ya por la mañana, cuando todavía no ha hecho más que clarear, mis vecinos queridísimos, los Tiuques, son los primeros en darme la bienvenida a mi casa. Reclaman su pan y yo se los doy entre emocionado y alegre. Estoy seguro de que a ellos no les está moviendo el interés, sino la confianza en mí y el hecho de que a pesar de mis ocho meses de ausencia, no me han olvidado.




Buenos días, Chiloé. Aquí estoy otra vez. Un abrazo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que lo disfrute.
Ese temor que describe al caer la noche es un universal humano, me consoló cuando lo leí a Pinker.
Holmesss